Me gustaría ser un cerdo:
sólo el hombre puede ser ridículo.
Paul Gauguin, Diarios íntimos

El examen. Nuestra vida es, desde el nacimiento, una serie ininterrumpida de exámenes. Sólo la muerte libera de la carga de ser examinado. Por ello se le teme tanto en la sociedad liberal, se lucha contra ella y se le oponen los idolillos y todo el santoral de la modernidad: la propiedad privada, la economía, el sistema de salud, la educación. Si la gente utilizara más el recurso de la muerte, la tratara con más cariño y respeto, la enfrentara con una risa más animal, realmente se sacudirían los cimientos de nuestro mundo democrático, es decir, desigual y fetichista. “¡¿Y ahora quién se atreverá a examinarme?!”, exclama, feliz, el suicida. En el capítulo III de Vigiliar y castigar, Michel Foucault describe la tecnología del examen y su función en el gran esquema del poder disciplinario. Cincuenta años antes, en una página y media, Kafka dio vida a la crítica que desarrollaría Foucault y, de paso, creó una obra de arte. No sabemos cuándo empezó el examen, el criado está indefinidamente en busca de trabajo. Pasa sus días durmiendo y observando desde una taberna el edificio donde espera conseguirlo, pues tiene la iniciativa y el deseo de trabajar. Nadie lo llama; su disposición y su docilidad resultan inútiles a la hora de encontrar ocupación. Todo es irrelevante cuando uno se encuentra bajo el yugo de un examen invisible, sólo importa aprobarlo y esto es lo que hace que todo examen sea tan irrisorio. En la universidad, el punto más alto de la educación, sólo se habla de exámenes; quien habla de conocimiento, de pensar (ese acto tan extraño), o de realizarse en alguna actividad, rápidamente es calificado de raro. La fealdad reina donde las calificaciones reprobatorias siembran la desesperación entre los alumnos. Pero los exámenes de este tipo son inicuos quizá; resulta banal criticarlos. El examen es el que cuenta, el que atribuló a Kafka durante toda su vida y el que, por suerte y sin mérito alguno (como todos los exámenes), aprobó el criado de su cuento. Aquí puede dar usted, ingenuo lector, un respiro de alivio.

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Orden, demasiado orden. “Al principio reinaba un gran orden en la Torre de Babel, sí, tal vez había demasiado orden”; así comienza la narración sobre la construcción de ese mítico símbolo de la vanidad humana. Nada más alejado de Kafka que seguir el relato bíblico y satanizar el orgullo del hombre ante la divinidad. Aparentemente, orgullo es de algo de lo que carecen, en general, los personajes de sus cuentos y novelas; o, en todo caso, es un sentimiento secundario en la gama de emociones humanas. Orden es lo que hay en exceso. ¿Puede ser indeseable tener demasiado orden? Surge aquí la sospecha de que cierto tipo de crítica ha dirigido al Estado, esa gran máquina del orden que encabezó todos los desastres del siglo xx y que hoy se alza como benefactor, baluarte del progreso y cuna de la civilización. La ciencia y su método infalible intentan, con disfraz de objetividad, mantener su distancia y su máscara de inocencia. La breve narración, por su parte, no concluye con una desaparición del orden, con una caída en el caos, sino sólo con una lucha sangrienta y tentativamente eterna: la guerra como medio para sobresalir en la capacidad de hacer la ciudad de los trabajadores la más bella de todas. Es más, la lucha misma es secundaria ante la grave importancia del pensamiento del orden; mientras la gente tenga en la cabeza esta poderosa idea, lo demás es irrelevante. El pensamiento es un motor que puede llevar a la humanidad a uno de dos desenlaces trágicos: a una guerra o a un ideal estúpidamente absurdo, el de construir una torre que llegue al cielo. Me gusta recalcar el hecho de que sea absurdo, y no moralmente reprobable o pecaminoso en el sentido cristiano de la palabra; es simple y llanamente absurdo. Por ello, la mejor conclusión para una historia así es un final en lenguaje profético: la esperanza de que llegue el día “en el cual la ciudad será destruida por un puño enorme, con cinco golpes consecutivos”. El esfuerzo mismo de plasmar en palabras mis impresiones de la obra de Kafka sufre bajo la presión del orden, busca inconscientemente el resguardo del rigor científico, el cobijo de la disciplina académica. No obstante, si tiene valor alguno, es porque se opone conscientemente a todo ello.

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El padre engendra hijos y reproduce deberes. En una sola persona se puede ver la estupidez del mundo entero. La necedad humana que busca apropiarse de todo, esa obsesión que le llama “mundo” a su visión personal y a su reducido campo de acción. Por ello, en una persona con el mínimo poder de mando, la más insignificante autoridad, se concentra toda la estupidez posible del universo. La sociedad moderna, con la aparente disolución de las barreras temporales y espaciales, ha distribuido universalmente estos puntos de dominación: la burocracia, los trabajos de oficina, la escuela, la familia. En la producción en masa de estos deberes y roles que moldean al individuo se reproduce la ignominia a niveles nunca antes imaginados. La figura del padre se apropia de todos los deberes y cargos posibles: el moral, el biológico/natural, el religioso, el económico. En él se filtran, como en un caleidoscopio, todos los colores y entramados de un pensamiento único de control y sometimiento. Él es la piedra angular del gran edificio, gris e infinitamente intrincado, de la modernidad servil. Para Georg, joven debilucho a punto de contraer matrimonio, el padre es una carga y una condena. Su deber es amarlo, cuidarlo cuando esté viejo y acudir a él para obtener sus consejos. El deber se enrosca como una serpiente, incluso en el amor. El deber es esa invención de la mente humana que tiene como fin la creación y el control de los individuos. Es esa necedad que se opone a la vida, su espontaneidad y su belleza. El padre es la encarnación del deber. Georg ve a su padre, antes que nada, como un ser enfermo en su cuarto oscuro, un hombre que no se parece a aquel que dirige los negocios y se mueve tan hábilmente en el mundo de afuera; e intenta ayudarlo, quiere restablecer su salud. Pero Georg altera así el orden establecido de las cosas, invierte el flujo del poder, el mismo que se le ha conferido al padre de manera natural y que el hijo debe respetar de manera artificial. El padre, que aparentemente no podía mantenerse en pie, lo increpa y maldice parado en la cama, se burla de él. Sus palabras son ley: “¡Yo te condeno a morir ahogado!”. Y Georg se avienta de un puente.

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La persona. En el seno de la persona anida la violencia. La persona es algo indefinido que diversas fuerzas intentan moldear a su antojo. El mejor ejemplo de esto es, paradójicamente, Pedro el Rojo, chimpancé en cautiverio que se convierte en un personaje destacable y decente de la sociedad. Su conversión es tan completa que él mismo nos la comunica en un informe escrito en un lenguaje formal e irónicamente científico. Con este lenguaje nos relata que “me vigilaba a mí mismo con el látigo, me desgarraba la carne ante cualquier resistencia”, y que, junto con estos métodos de violencia física, la educación y los múltiples maestros le permitieron dejar atrás su naturaleza simiesca. Al final se muestra insatisfecho con sus logros, pero no se arrepiente y, de cierta manera, se encuentra a gusto con su nueva condición. Después de una ardua lucha, esto es lo que se tiene: a uno mismo, o quizá a uno mismo en otra forma que supuestamente es mejor. Es curioso que la palabra libertad no aparezca con frecuencia en los escritos de Kafka; quizá por eso, como se dice respecto a los temas importantes en la obra de otros autores, sea esa libertad la que se esconde detrás de sus narraciones. Pedro el Rojo sí la utiliza; de hecho, aborda el tema directamente: “con la libertad se engañan los hombres entre sí con demasiada frecuencia”. En otro cuento, en boca de un animal distinto, esta vez un perro, Kafka llama a la libertad “una miserable excrecencia”. La persona –tal como se nos presenta a través de la razón y las instituciones que ésta ha construido– no tiene que ver con un sentimiento tan elevado como la libertad; o quizá sólo en el fondo de toda esta miseria, como una voz apagada que clama salir y sólo lo logra a través de comentarios sarcásticos como el de Pedro el Rojo o despectivos como el del perro. En la persona kafkiana la ley, la violencia del orden y el deber son las principales fuerzas que hacen de ella la frágil escultura que es.

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El individuo perdido en la comunidad. En medio de la noche, el piloto llama desesperado a su tripulación. Hay un hombre que, sin emitir una palabra, intenta apartarlo del timón. El hombre es más fuerte que el piloto y logra alejarlo a empellones, pero la fuerza no es la determinante en este caso. “¿No soy yo el piloto?”, exclama el narrador angustiado. La pregunta es de importancia vital, pues ser piloto es ser alguien para este hombre que lleva el título de su cargo en vez de nombre. Con el desarrollo económico capitalista creció el impulso de autorrealización individual a través de una profesión o actividad productiva. Al mismo tiempo, estas funciones se volvieron más fugaces, prescindibles y cambiantes. Antes uno nacía para ser zapatero y ahí se adquiría una identidad, ya fuera haciendo bien su labor u oponiéndose a ella conscientemente. Hoy esas identidades, con su respectivo sentimiento de pertenencia, se han adelgazado tanto, con el objetivo de volverlas más eficientes, que prácticamente vagan por el mundo como fantasmas. El individuo es esa mónada a la que se estimula para perseguir placeres y metas, pero que sólo tiene valor si éstos encajan en el plan de productividad de la comunidad, esa abstracción que beneficia a unos cuantos aventajados. Kafka tiene un relato que debería ser estudiado junto con las demás fantasías del origen de la sociedad política, en la tradición de Aristóteles, Maquiavelo, Hobbes, Smith, Rawls: un individuo se encuentra, sin explicaciones, formando parte de una comunidad de cinco sujetos. Su conformación responde a una “razón” meramente trivial, primero salió uno de una casa, luego el segundo, y así hasta el quinto. La gente los señaló y comenzaron a vivir juntos. Todo parece estar bien entre este conjunto de individuos, hasta que aparece un sexto que se empeña en molestar a los otros. Así como no existen razones para que los cinco primeros se llamen comunidad, tampoco se dan razones para rechazar a un sexto en discordia, simplemente es molesto y se le echa a codazos. Quizá sea esta la mejor fundamentación que se pueda dar de la sociedad liberal moderna.

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Leguleyos, burócratas, mujeres. Los tribunales son cuartos incrustados en vecindades sucias, atestados de gente que habla sin control. A los juzgados se accede (supuestamente) por pasillos estrechos donde la falta de aire provoca el desvanecimiento. El mejor abogado es el Doctor Bucéfalo, antiguo caballo de batalla de Alejandro Magno, personaje que sugiere la relación entre la guerra y la ley, pues ley es sinónimo de arbitrario. Las mujeres son, a lo más, principios de fuerza, carácter y rebeldía, pero nunca logran rebasar los límites de la sujeción y acaban por abandonar al protagonista condenado. Me pregunto qué autor del siglo xx, además de Kafka, logró materializar la proposición de Wittgenstein que hace de la ética y la estética una sola cosa. Quizá la injusticia, la corrupción y la ineptitud de los servidores públicos, el desprecio a los ciudadanos normales, el desconocimiento de las leyes, quizá todo esto sea malo o moralmente reprobable… quizá. Lo único seguro es que todo rebosa fealdad, no queda duda de que todo es estéticamente horrible y sólo adicionalmente malo. Si lo que le sucede de trágico a los personajes de Kafka es éticamente condenable, sólo se puede deducir a posteriori. El juicio estético, en cambio, es evidente desde el principio. Se entiende así que sólo varios años después se formule una crítica a la burocracia desde el punto de vista filosófico, tal como lo hace Arendt con su acertado concepto de banalidad del mal, o que medio siglo después comience a tomar forma el análisis de los mecanismos de poder que inaugura Foucault. El siglo pasado está lleno de catástrofes humanitarias que la razón no es capaz de entender, desde los campos de concentración hasta la absurda batalla entre el capitalismo y el comunismo soviético. Mientras tanto, en la actualidad, la migración y el racismo, la opresión del Estado y su evidente arbitrariedad, la desigualdad económica, la opresión de la mujer, no son más que continuaciones y adaptaciones más exitosas de los mismos males, perversiones que sólo el humano es capaz de engendrar, el mismo humano que Kafka describe con precisión en todos sus escritos. Los personajes despreciables que recorren los pasillos y las escaleras interminables de su obra encarnan el juicio más grave que se haya hecho sobre la humanidad, y funcionan como el eslabón faltante entre la aparente contradicción en los actos más atroces de los últimos tiempos y la noción de un continuo “progreso” desde la Ilustración.

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La sonrisa de Kafka. Entre las pocas fotos que se conservan de Kafka, una destaca por una especie de sonrisa que se dibuja en su cara. Su atuendo resulta un tanto ridículo y los rasgos fisonómicos no son nada agraciados, por ello resulta una obra de arte de la ironía: ese pobre diablo que literalmente desgastó su vida trabajando en una oficina de seguros y escribiendo incesantemente por las noches le obsequió al mundo la crítica más contundente a la estupidez y fealdad de la humanidad. Hablando sobre el Dios cristiano, Ratzinger, en no recuerdo qué libro, concluye que lo que Jesucristo nunca muestra explícitamente a lo largo de los evangelios es la alegría de Dios, pero que detrás de todas sus palabras y acciones se esconde este regocijo secreto y, por ello, más poderoso. A mí me gusta creer que los textos de Kafka ocultan también un triunfo sobre todo lo despreciable de nuestro tiempo. Además de esa enorme capacidad suya de ver las cosas en toda su terrible realidad, incluso en periodos de guerra y de absoluta despersonalización, Kafka nos ha legado una obra de la mayor relevancia: una sonrisa.

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1 Citar las obras a las que hago referencia en este breve texto sería tedioso y estéticamente defectuoso. Mi objetivo es incitar la lectura de Kafka. Por los títulos de muchos de los textos y el nombre de los personajes resulta evidente de qué cuentos o novelas se trata; basta con decir que me basé en la traducción de José Rafael Hernández Arias de Cuentos completos, de Valdemar, y El proceso, de la misma editorial.