Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa
Federico García Lorca

I

Los límites están fijos. Las fronteras son evidentes y, aun así, cualquiera las cruza sin reparo. Volteo hacia la calle del edificio de donde vine; allá está mi medio, acá mi diferencia. Hace no sé cuánto los jardines de la ciudad se convirtieron en mi único pasatiempo. Dentro de ellos oigo limpiamente el murmullo de las aves y el soplo del viento que corre sobre los árboles, que algunas veces imagino como los pilares de un templo sin ídolos. No sucede nada importante en estos lugares salvo entrar y salir de ellos, y no hay más misterio ahí que el de las hojas pudriéndose en el suelo.

II

Un lugar puede ser la extensión de uno mismo, y lo que alcance a percibir de él será quizá mi propia condición de habitante. Hay días en que los jardines tratan de silenciarme, momentos en que no puedo decir todo cuanto veo. Y aun viendo, no puedo hablar más que de la bóveda verde que los árboles semejan o de los ojos del pájaro que centellean como anillos, que no son menos ni más que los pacientes ojos con que yo los miro. ¿Cuánto he caminado pensando sólo en esto, en el latido del bosque artificial que me rodea, en aquello que en su aparente naturaleza es una máscara agradable a mis sentidos? ¿Qué es esta extensión de tierra donde cualquiera vaga gratamente y, sin embargo, nadie puede habitar?

Después del terremoto, México, D.F., diciembre de 1985.

Después del terremoto, México, D.F., diciembre de 1985.

III

La osamenta de un animal sobre un baldío. Nadie alrededor y nada que interrumpa su proceso de destrucción. La brillante piel, la suave forma, están perdidos para siempre. Ahora, la criatura es pasto de gusanos –larvas que desean alas–. Ahora el viento sólo sabe de su historia, que dispersa como la última hebra de un viejo ovillo encontrado en el patio de una casa.

Y da lo mismo un caballo reventado, un cadáver de perro o un osario humano; a todos ocurre la misma fatalidad: caer al abismo de la materia inerte. Morir y ser pasto de gusanos, ¡qué mendaz y vergonzoso! Pero ahí donde el frenesí larvario saja las pieles y hierve los músculos está el lugar del nacimiento anónimo: un oscuro lecho de hambres palpitantes donde los órganos son banquete de dientes inhumanos.

El parque de una ciudad es como la osamenta de un caballo: casi presencia, casi lugar: un cuerpo en descomposición, un espacio de incesantes transformaciones. Un árbol crece y extiende sus raíces destruyendo los nervios de este animal, los roedores hambrientos merodean y hacen sus nidos en todos los rincones de su carne. ¿Y un paseante, cuyo cuerpo reposa cada día bajo el follaje del mismo fresno, es diferente del gusano que monda siempre, interminablemente, los mismos huesos? Cada cual en su sombra postrado, cada uno en el costado más propicio, con sus innumerables luchas e impronunciables yerros, reunidos ahí, en el cadáver cuyos músculos son flores continuamente renovadas, nunca muertas del todo y siempre por sucumbir.

IV

Yo amo los rayos de luz de primavera que revelan cada rincón del esqueleto y el caprichoso andar de los paseantes, pero no sé de dónde me vino la costumbre de mirar sólo los mismos pájaros y los mismos árboles.

Lo sé y estoy seguro de que aun vivo soy tanto o más efímero que este cadáver y todo cuanto en él renace, y que tal vez nunca vea mi auténtica transformación, pues puedo notar que las estaciones desgarran la corteza de los eucaliptos y consumen los escasos frutos de una higuera, al mismo tiempo que mi piel se aja y mis pulmones se cansan, pero esto último es más una presuposición que mis sentidos pocas veces han percibido.

Ahora hablo y mis palabras se extienden como la hebra de otro ovillo que no cesa de cubrirme en todo cuanto afirmo. Visito el parque para ver cómo el aire mece las copas de los árboles, para olvidar cosas que suceden, para hilvanar con él una mentira necesaria.

VI

Ilusión tras ilusión saliendo siempre de mi boca: yo vivo cerca de un parque, cada tarde vago sobre él y dibujo árboles y pájaros; miro el lugar, miro mi dibujo y de pronto estoy entre un crujir de hojas falsas, como la crisálida del cuento que espera sus alas para el vuelo. En ese vuelo estaría yo. Yo y sólo yo, que en el mundo no hay mayor deseo que éste del ser único, esta venenosa sed de diferencia.

¿Y de cuántos deseos que no llegan sino a morir bajo sus quietas frondas es testigo un fresno? El lugar público vence cada intento por diferenciarse. Los parques son materia de infinito desgaste, cuyos verdaderos habitantes devoran los límites de su falsa nombradía.