Opción 174, Febrero 2013.


Nuestras categorías para describir a aquél que escribe, son arbitrarias y, muchas veces, innecesarias. Lo único que nos permiten es delinear la memoria para recordar aquello que alguna vez leímos. Porque el acto inmediato de leer es, tal vez, la primera forma de presentarse y dialogar sin tener la urgencia de usar los adjetivos. Después, para recordar, es cuando recurrimos a los adjetivos porque algo se ha perdido.

La lectura es un ejercicio fascinante de la imaginación. La imaginación misma participa en el deleite y la soledad de un libro; por eso uno aprende a ser libre mientras lee. Por eso la dificultad de ponerle adjetivos a la literatura cuando es precisamente ella la que nos está invitando a participar en esa complicidad incierta entre lector y escritor.

Los adjetivos de “mujer”, “latinoamericana”, “narradora”, son inventos que ocurren en nuestra memoria, en una forma particular de relacionarse con los textos. Al final,– siguiendo a Ricardo Piglia –“la ficción es también una posición del intérprete”1. Escribir una frase como: ‘las narradoras y poetas latinoamericanas nos muestran, con una nobleza extraordinaria, alguna posibilidad para ser más libres’, sería describir una experiencia singular con libros singulares. Una experiencia, sin embrago, que es definitiva. Piglia tiene razón cuando dice que la pregunta “¿qué es un lector?” es la pregunta de la literatura; porque, por un lado, el lector ha leído y entonces ya no es el mismo: se nos escapa, es más libre. Por otro lado, gracias a la ficciones inventadas para leer la ficción, la “realidad” ya no puede ser encarcelada: corre libre hacia las múltiples experiencias con el libro. Es así como podríamos de preguntarnos por la “realidad”, como lo hace Virginia Wolf en Un cuarto propio:

¿Qué quiere decir “realidad”? Parecería que es algo muy imprevisible, muy caprichoso: algo que puede estar en un camino polvoriento, o en un diario roto en la calle, o ser un narciso en el sol. Ilumina un grupo de gente en un cuarto, y destaca un dicho casual. Nos anonada cando regresamos a casa bajo las estrellas, y hace que sea más real el mundo silencioso que el mundo de la palabra.2

Por último, habría que añadir que la búsqueda perseverante de un cuarto propio, de esa libertad necesaria para la escritura y la lectura, ha otorgado a las mujeres una voz distinta. Porque también es posible narrar otra realidad, la realidad que aparece gracias a la existencia de una memoria que se redescubre: “lo que queda cuando la cascara del día ha sido arrojada por la borda; es lo que queda del tiempo que pasó y de nuestros odios y amores”.3

Entonces, se trata de estar abiertos al riesgo de leer como estamos abiertos al riesgo de vivir. La literatura de las latinoamericanas, como la de muchos otros en la historia, ha sido una constante invitación al vértigo de dejar de ser los mismos después de una experiencia definitiva; de continuar siendo lo que somos pero siempre fieles a aquellas verdades leídas, de permitirnos los momentos de iluminación e incertidumbre a los que nos arroja un texto. Permitir que la luz se asome en el silencio; permitirse una voz.

Rompiendo para siempre el límite entre lectora/escritora, Virginia Wolf se refiere a la lectura de Lear, Emma y A la recherche du temps perdu con la misma emotividad y agradecimiento con el que podríamos referirnos a la obra de algunas poetas y narradoras latinoamericanas brillantes; su lectura, “parece practicar una curiosa operación en los sentidos: uno ve después con más intensidad; el mundo está como desnudo de su envoltura y dotado de más intensa vida”.4

La literatura es una dádiva que merece recordarse; que le canta a la voz, al cuerpo y a los otros, agradeciendo. Una dádiva que puede cantarle a todas las dádivas…

Después de todo, amigos,
esta vida no puede llamarse desdichada.
En lo que a mi concierne, por ejemplo,
recibí en proporción justa, a la hora exacta
y en el lugar preciso y por la mano
que debe dar, las dádivas.

Así tuve los muertos en la tumba,
el amor en la entraña,

el trabajo en las manos y lo demás, los otros,
a prudente distancia

para charlar con ellos, como vecina afable
acomodada en la barda.

Y recreos. Domingos enteros en la playa,
arboledas anónimas y amigas,

manantiales ocultos que cantaban,

libros que se me abrieron de par en par y bóvedas
maravillosamente despobladas.

Dioses a quienes venerar, demonios
tan hermosos que herían la mirada,
sueños para dormir asido al cuerpo ajeno
como hiedra de tactos y palabras
… y algún relámpago de medianoche
para alumbrar el orden de mi casa.

Rosarios Castellanos, Himno.

 


1 Piglia, Ricardo,
 El ultimo lector. Anagrama, Barcelona, 2005. p. 28

2 Woolf Virginia. Un cuarto propio. Trad. Jorge Luis Borges. Colofón, México, 2007. p.90

3 Ibidem.

4 Ibidem.