Opción 141, Diciembre 2006.


Wlliam Burroughs pensaba que los “que resisten están en todas partes, pertenecen a todas las razas y naciones” (entrevista radiofónica con Eric Mottram para la bbc). Y es verdad, pero debía haber añadido que siempre han sido una minoría. Las mayorías viven pasivamente, como él mismo lo señalaba, en “la extrema sordidez de la vida diaria”, en “la fealdad y vulgaridad que vemos en las personas” impuestas “por la irracionalidad de un mundo que usa el disfraz de la razón”.

Resistir ha sido, y es a menudo, un acto ejemplar, y de aquí que la impugnación de unos halle algo más que un eco en la resistencia de otros. Un representante de alguna mayoría vocinglera de épocas pasadas dijo en una ocasión que lo único que Octavio Paz lamentaba era no haber nacido en Rusia y ser un disidente del régimen soviético. Esta supuesta ironía pretendía sepultar una verdad: la importancia de la solidaridad de un resistente al autoritarismo del gobierno mexicano con los disidentes en la urss.

Aun cuando nunca dejé de lado mis críticas al autoritarismo mexicano por mi solidaridad con disidentes como Vladimir Bukovski, Natalia Gorvanevskaia, Martchenko y Andrei Sájarov, entre otros, se me llamó, al igual que a Octavio Paz, reaccionario, agente de la cia, proimperialista. Tras el derrumbe del régimen soviético mi prioridad fue la repulsa del autoritarismo mexicano. Tras la revolución de lija (no de terciopelo) que llevó a la presidencia de México a un payaso con pretensiones de estadista mi oposición a un poder sórdido, feo y vulgar no cesó, aunque en los últimos tiempos los principales blancos de mi crítica han sido los caudillos de los populares en España y esa aberración del poder encarnada en el presidente de los usa. Tal vez por esto ahora alguien podría decir de mí que lamento no ser un disidente del popularismo español o de la hegemonía norteamericana. No me habría disgustado serlo, pero estoy convencido de que mi resistencia no se circunscribe a una geografía. Además de mi oposición a los jerarcas de los populares en España y al presidente de los usa, no es escasa mi resistencia a los jerarcas del bm y del fmi ni al procónsul de Washington en Inglaterra y a su procónsul en Italia. Se podría decir ahora que soy revolucionario, agente de Castro o de Chávez, antiimperialista y cualquier otra lindeza por el estilo. No creo haber sido reaccionario ni soy revolucionario, no trabajé para el fbi y no soy agente de la Jihad ni del Mosab –nadie en su sano juicio podría hoy acusarme de ser agente del kgb o de la Stasi. Soy freelance, tengo la mala costumbre de pensar por cuenta propia. Y esta manera de pensar me ha llevado a un rechazo cada vez más radical del supuesto liberalismo que campea en el mundo actual parapetado tras el insulso prefijo neo.

Este prefijo inició su carrera en Francia cuando se empezó a hablar de los nuevos filósofos, que, al igual que todas las solitarias golondrinas, nunca hicieron verano. Poco después se puso de moda llevar a los escenarios mediáticos a los nuevos historiadores. Esta historia de novedades remitía a la nueva novela que en su momento encabezó Robbe Grillet, pero lo nuevo sólo llegó a acaparar la atención de los reflectores planetarios al pegar un brinco atlántico e instalarse en los usa, en donde, me parece, se acuñaron los términos neoliberales, neoconservadores y nueva derecha. Los neoconservadores y la nueva derecha son un galimatías. La derecha siempre ha sido la derecha y los conservadores no tienen nada de nuevo. Los prejuicios, la mojigatería y la doble moral (auténticos vicios privados, falsas virtudes públicas) que se disputan no son una novedad. Los liberales no tienen nada de neo, pero cada vez más se hace necesario despojarlos del antifaz de la razón con el que enmascaran su irracionalidad.

El liberalismo clásico tenía una virtud: decía la verdad hasta cuando se equivocaba. Smith veía la riqueza de las naciones en el trabajo y aun cuando erraba al creer que la mano invisible regulaba el mercado era sincero.

El principal supuesto de los liberales de hoy, como economistas que son, es que todas las mercaderías teóricas que vehiculan son racionales. En parte tienen razón: sus modelos económicos son absolutamente racionales, pero a la manera de las famosas ideas de Platón: de una abstracción tan radical que nada tienen que ver con el mundo real, al que pretenden injertar sus modelos para hacerlo mejor. En esta tarea de hortelanos que se han dado su racionalismo no ha dado los frutos que pregonan, pues el mundo no sólo no es mejor, sino que cada día es peor. El fracaso de sus modelitos ha profundizado la asimetría que separa tanto a los países ricos de los pobres, como a los ricos de cada país de sus respectivos pobres.

Las teorías de los liberales de hoy me recuerdan las teorías de Marx encaminadas a la construcción de un mundo mejor. Al igual que aquéllos, éste pensaba que todo gira en torno a la economía y que resolviendo los problemas económicos de la sociedad se pasaría del estado inferior de la humanidad a un estado superior: el comunismo. Los liberales de nuestro tiempo no utilizan las mismas palabras, pero dicen lo mismo: la economía de mercado nos hará más libres de lo libres que somos. Hasta aquí esta muestra del botón llamado razón. Paso ahora a la irracionalidad, oculta tras la máscara de la razón que impone (y se impone mediante) la mentira.

El mercado es, no hay que olvidarlo, la panacea. Impone el equilibrio, casi sin la necesidad del estado que, por esto mismo, debe ser lo más delgado posible, ¿hasta desaparecer?, como lo pensaba Marx. Tal vez no, pero sí se piensa que debe ser muy delgado, ¿tan delgado que sea casi anoréxico? De entrada me pregunto: ¿qué estado? Si se trata de un estado africano, se puede decir que va más allá de la anorexia, pues es crónicamente desnutrido y anémico. Pero si pienso en el estado norteamericano me encuentro con un obeso representante entregado a especular sobre el mercado, cuando en realidad es enemigo de éste. Y es así, pero no por razones teóricas, sino con el propósito práctico de mandar al basurero de la historia cualquier teoría.

El estado norteamericano se presenta como liberal y exige o impone la economía de libre mercado a todos sus socios, sus competidores (reales o potenciales) y a sus enemigos, pero sus prácticas son monopólicas. Así se comporta tanto en el terreno de las armas de destrucción masiva –atómicas, químicas y bacteriológicas– como en el de las hamburguesas cocinadas con aceites para coche. Acorde con sus principios liberales, se opone a las ayudas a la agricultura en otros países, pero se comporta como hermana de la caridad cuando se trata de la propia. No puede impedir este proceder en los países miembros de la Unión Europea, pero sí en sus vallados territorios de su subcontinente. Con un liberalismo panglossiano como el norteamericano no se puede menos que disentir. Y más aún cuando su adicción a la irracional mentira lo lleva a invadir países como Afganistán o Irak. Es verdad que en estos dos países pisoteaban (literalmente) los derechos del hombre y del ciudadano una satrapía como la de los talibán y un tirano como Sadam Hussein. Sin embargo, el estado norteamericano tardó demasiado en descubrir la existencia de estas dos dictaduras. No se dio cuenta de su existencia cuando los talibán lapidaban mujeres en los estadios para beneplácito de la chusma y dinamitaban budas milenarios. Tuvo que esperar a que su aliado contra los soviéticos, Bin Laden, le volviera la espalda, aunque no el espaldarazo económico de su familia, para invadir Afganistán, escondrijo de un terrorista al que sospechosamente nunca encontró. Sólo advirtió el despotismo de Sadam Hussein cuando decidió monopolizar el petróleo iraquí, con el obvio propósito de eliminar los suministros de petróleo iraquí a Francia y Alemania.

Al igual que la teoría marxista nunca fue realidad, y su supuesta ejecución sirvió de máscara al totalitarismo soviético, el liberalismo de hoy es poco menos que una teoría y sólo sirve para dar validez a la teoría de Marx que predecía la polarización social como consecuencia de las prácticas monopólicas. Los pobres de hoy no son, como lo pensaba Marx, proletarios, sino pobres sin apellidos que están tomando por asalto la fortaleza liberal en sus metrópolis, aun cuando no escasean sus sobrenombres: marginados, inmigrantes…