Opción 86, Septiembre 1997.


En el patio, allá abajo, los niños juegan: corren, se persiguen, el mayor derriba al más gordo, los demás se suman a la pirámide infantil que somete al caído. El ruido es abundante, animal; si el hombre que desde la ventana ha observado las tropelías no entendiera las palabras –te tengo, todos sobre el gordo, no, no, sí– podría pensar que se trata de una parvada ruidosa. Ahora los niños se levantan. El gordo se queda un instante en el piso, recomponiéndose. Pronto se incorpora y vuelve al griterío, tal vez un poco sofocado. Los gritos aumentan, son penetrantes, agudas brocas que agujeran el aire y el tímpano sobreviviente del hombre en la ventana. Su media sordera no le ayuda; tampoco ayuda el rostro cargado de arrugas; tampoco la mueca de hartazgo, la nostalgia por las mañanas de cacería, cuando las aves se desperezan frente a uno y el día es tan nuevo que parece hecho de humedad. Uno de los niños tropieza y al caer emite un alarido de dolor o frustración por no continuar en la carrera. Emite un graznido. El recuerdo del rocío se humedece detrás de los ojos del hombre que mira a los niños. Como ha quedado atrás, el gordo aprovecha y se lanza sobre el niño que estaba sobándose la pierna; se desgañita convocando a la piara, que pronto entiende de qué se trata aquello y se suma al aplanamiento del caído. Gritos agudos, voces de pájaros matinales despertando al mundo, tiempo de buscar el gatillo, la superficie fría del metal, la caricia que es como si acariciara por adelantado el plumaje que habrá de mancharse de sangre. Una vez cumplida la maniobra, los niños se levantan nuevamente y dudan por un momento, sacudiéndose las varitas, el pasto arrancado, hasta que el mayor de todos propone perseguir al de la nariz grande, que no ha terminado de limpiarse la hierba y ya debe tragarse el susto y salir corriendo, aullando para despertar al mundo. Incluso el gordo va tras él, que quisiera elevarse del piso, aletear para que no lo alcanzaran los niños ni el tronido aquel que brota de la ventana y manda al de la gran nariz al suelo, con el mismo gesto de sorpresa que se le clavó en el rostro cuando el mayor propuso que lo persiguieran, pero ahora hay una mancha húmeda y roja en la camisa a cuadros, una mancha que crece y amenaza llegar a los pantalones cortos. Ahora dudan, no saben si deben lanzarse sobre el bulto, o voltear hacia la ventana, o seguir corriendo, o callarse para que el eco del disparo se escuche con claridad, o atreverse a ver la sonrisa del hombre que acaricia la escopeta como si acariciara el plumaje que aún no ha dejado de latir, y que, gracias a su media sordera, no escucha el llanto atemorizado de la parvada.