Opción 67, Octubre 1994.


 

El tiempo, en la cara de su reloj. En las revoluciones de los engranes suizos; de perfección humana, limitada, cúprica. El tiempo que no resiste el agua. Blanco: el tiempo es blanco, girando con flamante soledad, atracción de sol, mañana blanca, de sábanas queridas, de manta blanca, soledad, en fin, de manta blanca sucia, por el uso: tiempo gris, de polvo por las calles, de avenidas, sucias, agua sucia.

Las ciudades, hijas de los ríos y de los lagos, piedras repetidas, varias veces centenarias, ordenadas: texontle, cantera, algún mármol; tortugas detenidas, carapachos estáticos, incrédulos, junto al paso del agua, al cabo, un día, por fin, el otoño. Suspiros de antigüedad, entre los módicos cambios, patos y ajolotes, asfalto y ascensores, lodo endeble, agua sucia, edades y eras, lampiños y barbudos, módicos cambios, pequeñas arrugas en alguna sábana, acumulándose cada semana, sucia de una vez más, y sin ser nunca lavada.

Un hombre, un viejo, de apenas medio siglo vertiginoso, cincuentón, fumador, tortuga, en su camisa blanca de cuello raído, en sus piernas flacas y morenas, sin un pelo, de rodillas calcáreas y pies cavernarios, excavados por cincuenta veranos de lluvia, agua; un viejo, anteojos, barriga, papada, artritis tempranera; un no tan viejo, apenas medio siglo, apetitos, hambres y desesperación de quien recuerda al griego que camina la mitad de su camino cada vez, y acaba por no llegar a ningún lado. Entonces, Xenón y toda la Hélade en la espalda, tabaco y cuartitos de aguardiente; encaramado a un asta, queriendo subir hasta arriba, el cielo, paraíso perdido, pero el vértigo de recordar la mitad de la mitad del camino cuando los equilibrios se hacen yendo a la cima, bajo la ciega esfera de bronce final, demasiadas conjeturas fatales para una sobriedad, demasiados pretextos para abandonarlos en la puerta de abarrotes, para no entrar por el cuartito de charanda, de aceitoso mezcal y las cajetillas de Marlboro, demasiados argumentos para no abandonarlos al recurso de ahogado de la bohemia como casa del arte, como refugio contra la incomprensión. Barriga y barba sucia, la bohemia, el arte, la vida, regreso a la sordidez decimonónica, de grandes letras y obcecados manchones en cincuenta años prolongables, que buscan extraer jugo de impresionistas y románticos en una vomitosa revoltura. Un cuarto, cuarto por cuarto, húmedo y translúcido, como cubierto de pantallas grises, pardas, sudadas, y como el sol, una linterna mágica: sólo siluetas, sólo sombras, en el cuarto, una cama, manta sucia descuidada, manchada con los jalones de sus sucias soledades, un lavabo, un espejo sucio, en el que admiraba su barba raída de genio despechado, pensando en cuando el destino le deparara una Gillette para un cartílago (no necesariamente la oreja), un caballete, telas, lonas, acrílico, hojas y pilas de hojas, junto a una viejísima Olivetti. Un viejo sentado en una silla descuadrada, faquírica inspiración, cigarro tras cigarro, desnudo, admirando una trinidad recién develada, dejando de mirar los pliegues de su semivejez abandonada.

Un día, como todos los días, que empiezan desde la mañana, siete de la mañana, sol despierto, viejo dormido, reloj suizo en el oído, deslumbrando la oreja con el correr de sus engranes. Despertar, dejando correr la llave del lavabo, nueve de la mañana, mocos y lagañas, grasa en el pelo, y en los dedos, después de rascarse la cabeza. Pantalones sucios, gabardina donada, manchada de la semana pasada, y de ayer, y de anteayer y, previniendo, de hoy también. La camisa cuadrada, mismas circunstancias, y los tenis de todos los días, y ya está en la calle, cazando musas en los arropados portales, buscando hoyos para retratar la belleza de las putas y de la pobreza, el brillo de la miseria urbana, en gris de casi blanco a no negro del todo, que él cambiaría, maestro del color, amo de la tinción, pensando al andar que el monopolio de la belleza lo tenía el color, tirando contento de su barba de administrador. Hambre de mediodía, arañando el estómago y exaltando la bohemia, seguir andando, a casa de la Musa, Dolores #28, tercera puerta, azul y manchada de manos, de goznes entrenados; encontrarla comiendo, con rayón floreado encima, menos brazos, moreno vientre hinchado, boquita pintada, chinos aborregados de base. “El sol te adore, mi amadísima”, ya no mames, orgullo herido, deseo encendido, aceptando el guisado y los frijoles, y los besos de mutua necesidad, y el amor de mutuo otoño emparejado, junto a la casi clausurada ventana, que empuja el sol de mediodía, empeñando en entrar a todos lados, y al no conseguirlo, mira a un viejo que se limpia los dientes, que camina inspirado en la baratura de sus diez minutos de amor húmedo, de entrada fácil y salida rápida. Telas, se le ocurren telas, de carne abundante y semilla derramada; en el clímax de la creación, una bocina de aire, monstruo amarillo con ruedas de camión, ante el pánico, el olvido de la inspiración. El escalón de abarrotes, el verdugo de la sed raspante en una bolsa de papel estraza, pero tener que esperar hasta llegar a casa para aniquilarla. Apenas llegar fue lanzarse a la cama, a empatar manchas y olores tratando de atrapar aire tras la caminata y la escalera, recuperando el sentido estético junto con la velocidad normal del corazón, beber un trago breve, sacar un vaso y acercarlo a la llave del lavabo, licor con primitiva agua, preludio insonoro de otoño de limitado tiempo, beber, tener medio litro para beber, llevando ya el cuello de la botella, y en su enredada barba se engendran unos girasoles sublimes que en arrebatadora creación fueron azules con ojos morados, y frenesí de trabajo, hasta simular una caminata hacia sociales, hacia El Universal sección cultura, hacia las galerías, con paso de reproche compensatorio por cincuenta años de vagabundeo estéril, y los girasoles fueron cubistas, y fueron manchas y pinturas hasta el agotamiento, hasta que se cayó en la cama. Sacar la torta que traía en el saco, servilleta grasienta, y bajársela con la misma mezcla primitiva, y seguírsela bajando hasta la temprana noche, en que el sol deja sus empeños de invasión y se va a dejar dormir; hasta el sueño pesado de rabia contenida, de vejiga contenida, represa de la orina, de sueños pesados, plomizos, de sueño de caída vertical. Así, hasta un poco más tarde, en noche menos joven de otoño más cercano, casi invierno, en que el sueño plomada se levanta y deja tinta seca en la boca, que rechina sus goznes en un grito perdido, en un grito embarrado de plomo. Y que quede un cuarto de la botella, y quede espacio para un marco y para algún lienzo, y la botella vaya dando pinceladas hasta vaciar un océano de a medio litro. Creación inútil, de recámara hedionda, de convicciones reservadas para un lago de mugre, de conservar vejeces desde niño, de compromisos dejados en la bohemia que quería ser francesa 1912, pero resultó tezontle y primer cuadro, loco encadenado, medio siglo tarde; creación muda, de tiempo transcurrido, de reloj suizo cayendo en el otoño, en el tiempo dispuesto a cambiar un viejo por las hojas perennes del valle de los lagos. Grito alcoholizado, de Marlboro en la boca, delante de amarillos, verdes, negros dientes. Ver la botella girar, exocéano, mirar el tiempo blanco de manta gris manchada de soledad. Un viejo, barba despechada, pincel blando, cerebro fugado, lanzarse a la cama, cazador de medio aliento con una red agujereada, hasta otro sueño, pesado en serio, que lo llevaría cargando hasta el regazo del otoño mortuorio, del otoño dispuesto.