Opción 62, Agosto 1994.


Pertenezco a la clase de estudiantes de economía que no tienen la más remota idea de por qué escogieron esta carrera. Yo quería ser químico hasta que, en el último año del bachillerato, aprendí a sintetizar compuestos orgánicos, a admirar su belleza precisa y jeroglífica, y a odiar de todo corazón el olor de los laboratorios. Inducido por un doctor que conocía mi gusto por la historia y el derecho, mi interés por las matemáticas y mi pasión por su hija, me inscribí en economía convencido de que no podría ser peor que ninguna otra carrera.

Andando el tiempo me he convencido de que soy tan feliz como podría serlo en la química, y que soy menos infeliz que si hubiera decidido estudiar para contador. Andando el tiempo, también he ido conociendo los secretos de una francmasonería clandestina que tiene su más noble virtud en un humor áspero y directo y que, al modo de los judíos perseguíos por los Reyes Católicos, tiene que comunicarse en un lenguaje cifrado que se usa comúnmente, pero que no alcanzan a comprender cabalmente los que no son como ellos. He encontrado al fin una ocupación interesante, y puedo practicar mi afición por las fórmulas tratando de revelar los códigos de los economistas, esos estudiosos de las ciencias humanas que cumplen una misión que debe permanecer desconocida e ininteligible, pues podrían ser reducidos a un estado de indigencia intolerante.

El semestre pasado tuve un maestro que ostentaba su condición de tal modo que llegué a temer por su solvencia. Esperaba verlo llegar un día a clase, abatido, llevando un sambenito de poeta, de filósofo, de historiador. Su única defensa era su dominio de la ironía y el sarcasmo. Alguien debería levantarle un monumento a este Jonathan Swift menor, de ojos azules y mirada de duende, maligno como sólo puede serlo un humanista que se guarda las espadas. Este semestre he conocido a un maestro que pareciera seguro en su identidad secreta, de no ser porque tras sus gruesos anteojos y su risa boba se esconde un ardor que he aprendido a admirar. Es tan intrépido este maestro que en lugar de limitarse a la seguridad de su lenguaje cifrado, ha llegado a sugerir (pobre de él) que leamos a Adam Smith. Al menos tengo la tranquilidad de que estos hombres serán respetados por su inteligencia y elocuencia, y por el pavor que produce la literatura que no está expresada en cifra.

El Fisgón, Héroes en la regadera, Opción 57, 1993.

El Fisgón, Héroes en la regadera, Opción 57, 1993.

Alguna vez, en una de esas pesadillas del entresueño que se producen a las siete, he visto un pizarrón entero cubierto, minuciosa y apretadamente, con símbolos incomprensibles, como una mezcla de escritura hebrea y lenguaje de alquimista. Pude reconocer algunas letras del alfabeto latino, pero eran esporádicas y no alcanzaban a formar palabras. Si la memoria no me engaña, algunos glifos griegos estaban también representados, pero no de una manera familiar. Desperté de pronto y pensé en un poema de Lord Tennyson. Ulises, viejo y cansado, harto de inacción, se me apareció en ese pizarrón apretado. Un miembro de la cofradía clandestina había estado ahí, sí, y trataba de comunicarle a alguien lo que Séneca escribió pero que ya no lee casi nadie. Alguien quería decir que los hombres aspiran a ser tan felices como puedan, y que, dúdelo quien lo dude, lo consiguen. Me conmovió pensar que ese valiente podría haber sido descubierto, llevado por esbirros a alguna mazmorra y torturado hasta sacarle la confesión de que aquello era sólo una función de utilidad Cobb-Douglas sujeta a una restricción presupuestal y nada más. Estos humanistas con capuchas son valientes, y confío en que ése haya visto disminuido sus ingresos con una sonrisa en los labios y diciendo lo que dijo Galileo al retractarse.

Otro día miré por casualidad unas extrañas líneas que parecían unos lindos, y en apariencia inofensivos, diseños creados por algún salvaje amante del ritmo y la armonía. Pensé entonces en los primeros cristianos que no decían el nombre de Jesucristo, pero que lo expresaban con la mayor vehemencia dibujando un pez esquemático. Estuve mirando los dibujos un rato, admirando su simplicidad y su falta de ambición hasta que caí en la cuenta de mi error y pude ver que aquello era la expresión codificada de un sistema de pensamiento que permite a los hombres una libertad absoluta en sus decisiones y que supone que el resultado final bien pudiera ser armónico e incluso justo. Una cierta inquietud me invadió al pensar que hay quien sólo piensa, y que le interesa que sea así y que sean muchos los que piensen eso, que se trata tan sólo de una caja de Edgeworth cruzada por la línea de contrato a la cual sólo hay que atender porque puede ser motivo de examinación exigente, y que alguien podría sufrir si se supiera que es otra cosa.

Estoy seguro de que en los siglos por venir alguien retomará estos estudios, y que algunos arqueólogos, fascinados por la apariencia de estas alegorías de la condición humana, que son el lema de Shepard, la ley de Walras, el teorema de Arrow, por decir algunas, tratarán de descifrarlas, y que entonces serán volcadas a una lengua franca y serán leídas por la gente y serán respetadas y quizá hasta admiradas. Estoy seguro de que estos humanistas de incógnito algún día serán revalorados, y que el pensamiento de las generaciones futuras los apreciará como se aprecia hoy a Maimónides o a Spinoza. Mientras tanto, que la fuerza acompañe a este puñado de valientes.