Qué te puedo decir, mira, aquí siempre hay niebla, no se puede concebir la ciudad sin ella; en cuanto nos levantamos la vemos a nuestro alrededor, ese algo continuo y perpetuo que hace todo gris y confuso y blanquecino, y nos impide ver lo que hay a tres metros de nosotros. Las consecuencias son obvias: todo es accidente, todo es dolor de cuello y músculo, todo es muerte. De vez en cuando nos enteramos del accidente de carro que hizo que el vecino se fuera al instante de este mundo, o del desatino de uno que mató por ahí a un desprevenido cuando en realidad quería hacerle daño a otro, o la mujer que confundió una botella por otra y terminó bebiendo un veneno que la dejó tiesa, así nomás. No podemos ver el sol, no podemos ver la luna, el atardecer nos está vedado y el amanecer es apenas un vago rumor que nada dice sobre el nuevo día, sobre el comienzo y lo que sigue. Es vivir sin rumbo fijo, es ignorar de dónde venimos y apenas olfatear hacia dónde vamos.

Lo que tenemos, eso sí, es el canto del gorrión. Con exactitud, no te puedo explicar qué es el canto del gorrión –tendrías que estar aquí para escucharlo, y saber lo que en verdad es. Lo que te puedo decir es que es inusual y espontáneo y milagroso; no llega cada semana o cada dos o tres porque no es fijo. De pronto inicia un canto dando vueltas en el aire, llamándonos, como en busca de alguien. En cuanto lo escuchamos, unos por horas, otros apenas por un fugaz segundo, sea el tiempo que sea, ya no todo es niebla: el cielo un poco se despeja; los accidentes, cascarones frágiles; la muerte, rasguños; existe un camino, el canto nos lo marca, lo señala con sus trinos. De vez en cuando nos llega la noticia de que alguien pudo hallarlo –el gorrión lo escogió a él, y sólo a él, para llevárselo–, pero después de perseguirlo por horas, únicamente lo vio irse. Yo una vez lo escuché. Estoy aquí, tranquilo en casa, cuando de pronto el gorrión llega entre la niebla y canta y yo lo escucho; su gorjeo llega a mí como un relámpago, y en ese momento salgo de la casa a la calle. Aún lo escucho, voy en su búsqueda, lo persigo, un papalote que suelta a su paso suaves golpes de perfume. Pasa el tiempo. Corro, frito, persigo y busco, no lo encuentro. Difícil hallarlo –más difícil que lazar un eco. Ignorado su llamado, su canto se apaga, y solo, como llegó en un principio, el gorrión fugaz emigra, dejándome, dejándonos, aquí solos, de nuevo, en medio del fango de esto que llamamos niebla, de esto que llamamos día, donde todo es igual. Pero quién sabe, puede que en algún momento cercano el gorrión venga de nuevo; y puede que esta vez alguien lo escuche, quizá yo, y me vaya con él, y deje atrás todo. Hasta aquel momento no queda sino aguardar, hermano, qué se le hará –qué se le hará si no esperar por su próxima venida, por el día en que el gorrión decida mojar otra vez la Tierra con la lluvia de su canto.