Cuando la luz se escurre detrás del horizonte, salen los olófagos y se llevan nuestro olo. Nuestro preciado olo, ese que tan arduamente obtenemos y atesoramos. El mismo que en los últimos años ha resistido los duros embates de la depreciación y las crisis. Los olófagos llegan ocultos por la oscuridad, nos roban nuestro recurso más querido y nos dejan con el sello de la muerte en la cara. Yo solía hacerme el fuerte y presumir de no verme afectado por todo esto, pero la verdad es que ya no puedo ocultar cómo el olo se me sale por los poros, como lágrimas que todo mi cuerpo llora, y por las mañanas me levanto como naranja exprimida hasta la cáscara. Todo el olo que la naturaleza nos regala durante el día, a manos llenas, nos lo quita por la noche a través de los olófagos y su insaciable apetito.

La realidad parece desmentir a las cifras oficiales, pues los olófagos van ganando la guerra noche tras noche. Pero la gente vive tranquila bajo la mentira que les trae sosiego y mantiene el orden social, la que sostiene que el olo obedece un proceso natural de fluctuación: a periodos de bonanza le siguen otros de relativo declive. El chiste es observar el fenómeno en su largo plazo, nos dicen los expertos. En la escuela me enseñan esto y me afirman todos los días que en unos años volveremos a los maravillosos niveles de fines de los sesenta y principios de los setenta. Ya de manera personal, el profesor me confiesa que incluso la sonrisa me podrá regresar a la cara (quizá me ha notado un poco más apachurrado que los demás) y que sólo es cuestión de tiempo para que broten de las cabezas de todos unas bellas y coloridas flores producto de la fertilidad de nuestro olo. Yo no estoy tan seguro. Mientras dudo, he visto en la calle gente con peluquines de flor de olo. Yo miro con desconfianza todo ello. Como dice mi mamá, soy un muchacho preparado, soy privilegiado por poder ir a la universidad y por eso mismo no me creo tan fácilmente las historias que me cuentan los libros o que he escuchado por ahí. Por ejemplo, he leído (no recuerdo dónde), y me advirtieron cuando era chico, que fumar disminuye la asimilación de olo en la sangre o que la masturbación lo vuelve a uno intolerante a él. Yo, por suerte, no fumo ni me masturbo, y por eso no entiendo por qué la doctora me ha recetado suplementos alimenticios y un medicamento de última generación que estimula la producción natural de olo. Por otro lado, mis últimas investigaciones, que por desgracia ningún profesor de la facultad está dispuesto a respaldar, apuntan a que podemos estar inmersos en una batalla perdida de entrada, pues más bien se puede tratar de una de esas paranoias que tanto fascinan a la humanidad y que mantienen pujante al liberalismo, como si de combustible se tratara. Lo que intento probar es que el olo sigue, efectivamente, un proceso natural, pero que por ello mismo no se trata de una catástrofe que lleve a nuestra sociedad a la extinción. El olo fue un regalo que disfrutamos durante muchos años, quizá lo maduro sea aprender a vivir sin él. Evidentemente, nadie se ha dignado en tomar en serio mis teorías.

Mientras tanto, los olófagos siguen deslizándose por el éter nocturno y alimentándose de nuestra felicidad. Y yo sigo aquí, en esta gran ciudad, con todos sus habitantes y sus grandes edificios. Después de un pesado día de escuela y horas en el tráfico, salgo a tomar un poco de este aire invadido por ellos. Veo un cielo de noche igual que cualquier otro (los olófagos sólo son captados por dispositivos especiales cuyas pantallas se iluminan como un campo oscuro lleno de luciérnagas. Nuestros ojos no los pueden percibir a simple vista). Camino solitario y pienso en la humanidad, medito en esta vida y todo el ajetreo que implica. Respiro hondo y cavilo. ¿Y saben qué me viene a la mente, qué se me ocurre? Que quizá no sea mala idea masturbarme y echarme un cigarrillo después.

 

Barreto, Koltik, Linóleo a dos tintas, 2013.

Barreto, Koltik, Linóleo a dos tintas, 2013.