Quizá nunca existimos. O a lo mejor fuiste sólo una tergiversación de mi memoria cansada, un hermoso espectro que me visitó en días venturosos, antes de todo esto, antes de esta cola de espiral sin fin que me pica con su aguijón enloquecido. Antes de que las ausencias pesaran como lápidas. Lo cierto es que debí casarme con esa mujer, existiera de verdad o no. ¿Eres tú? ¿Se le puede hablar a un espectro? Hamlet lo hizo, ya se sabe; o mejor dicho, el espectro habló con él. El precio quizá sea la locura o la muerte, pero se puede. ¿Puedo escribirte todo esto a ti? Después de tomarnos aquel vino que bebimos eucarísticamente, enamorados, como metidos en otro tiempo, limpio y luminoso, debimos detener el río de Heráclito, y el de La Plata, y el Mapocho, y todos los ríos, pero no lo hicimos. Después de tomarnos aquel tinto en esa mesa, después del nosotros brillando como tus aretes en esa hora precisa de la tarde y de las conjugaciones en plural que se fueron evaporando poco a poco, pasaron años y pasaron muchas tormentas. Y en todos esos años sin ti, nada pareció realidad. Después de aquel sol de las cuatro con diez de la tarde, de aquel sol de Buenos Aires pegando oblicuamente en las copas y los manteles blancos, como una naranja incendiada; después de aquel tango desafinado que sonaba en la calle y el restaurante, y tu vestido negro y mi barba negra, y nuestros ojos miméticos, y nuestras almas miméticas y nuestras palabras entintadas, nada pareció existir realmente. Después de tu lunar en la mejilla, todos los demás lunares no me parecían lunares, y era como si un lunar (el tuyo) fuera el modelo borroso de todos los lunares que yo buscaba en todas las mejillas. Pero todo eso fue antes, cuando proferir las palabras fantasma y espectro era sólo el uso de una metáfora y no este ahuecamiento en la caja torácica que nos estremece. No este dolor eléctrico que nos vuelve torpes a todos. No debimos salir de ese presente, ni debimos regresar al México del fraude electoral; era 2006, ¿lo recuerdas? Era un año que se nos enredaba en los anhelos y en la voluntad quebrada y nos hacía meditar en mesas de café durante horas, como quien tiene hormigas caminándole en el cuero cabelludo. En aquel tiempo las ideas eran así, hormigas rojas, y nuestros labios eran también hormigas que se devoraban. Virginia, eras refugio (sabes que lo eras) y no esta intemperie desértica que me rodea. Quizá ese aterrizaje en Santiago de Chile, y la ansiedad que yo sentía por verte y besarte, hayan sido visiones producidas por mi deseo, un espejismo que desde aquí parece real. Quizá nuestro viaje por Montevideo y Buenos Aires, también sean una alucinación, pero pudieron también haber sido reales, intensamente reales. En todo caso, ahora sólo puedo (o quiero) vivir con esos recuerdos borrosos que me siguen permeando. Como decir que esas ciudades de agua son aún presente y no pasado. Como decir (o escribir) hoy aterricé en Santiago y hoy murió Pinochet. Y escribir (o pensar) que en el mercado central de Santiago un pescador petrificado en una escultura guardián deja que el sol haga brillar su gran salmón de piedra que carga al hombro y que esas astillas de sol permiten contemplar la limpidez del aire entre los puestos de verduras y frutas. Estamos en el segundo piso de esta construcción decimonónica, la gente ve las noticias en la televisión, un pequeño rumor que viene de los puestos aledaños crece poco a poco, los meseros y las cocineras van y vienen como si fuera una jornada normal pero se las arreglan para echar una mirada a la pantalla. El muchacho que nos atiende tiene una sonrisa de oreja a oreja a la hora de despedirse. Nadie lo cree, el hijo de puta murió y, sin embargo, no hay redención ni ajuste de cuentas de nada, dicen en la calle. Tú y yo descorchamos un Carmen Margaux blanco del 2006 sin saber que servía de doble festejo, nuestro encuentro y la muerte del dictador, o bien, la muerte del dictador y nuestro encuentro. Llenamos los modestos vasos, el vino nos ayudó a digerir el salmón y las papas, chocamos los vasos de vidrio y nos miramos y dijimos salud, y sonreímos lumínicamente, como parecía todo en esa hora dentro del mercado. Pero de qué sirve, dice un muchacho en el andén del metro; de qué sirve si todos los desaparecidos y todo el dolor aún siguen aquí, como fantasmas, y no nos dejarán dormir. De qué sirve, si arrastraremos las heridas como si siempre estuvieran frescas, y como si este Santiago, y esta ciudad, nunca terminaran de lavarse. Una dictadura asesina nunca se va, dice el muchacho y se va caminando y hablando solo por el andén. Y nosotros nos fuimos a caminar durante horas, y a platicar y a ponernos al día, y después cenamos una empanada de pino en el barrio Brasil y me enseñaste el lugar donde vivías, y el famoso taller Sol, donde un hombre también espectral te había hablado durante horas de la invisibilidad, del arte de desaparecer sin desaparecer, y tú querías hacer un documental sobre él, el viejo Antonio. Pero cómo documentar la ausencia. Aún hoy persisten los cómos, nos sobreviven los cómos, nos atormentan los cómos. Cómo escribir (o pensar), por ejemplo, esto que hoy parece irreal, cómo hablarle a un fantasma que ha insistido durante diez años, cómo escribir y seguir hablándote a ti, como si aún pudieras leerme, como en aquellas cartas que te enviaba desde México y que tú leías tirada en tu cama de un cuarto diminuto, bajo una ventana que enmarcaba la cordillera blanca y rosa y naranja. O que leías en una mesa del taller Sol, tomando café, escuchando a la Violeta Parra, o en el asiento de un autobús que te llevaba a Valdivia o a Puerto Montt. Y esa noche que aterricé en Santiago, el día de la muerte del dictador, dormimos juntos, muy juntos, casi uno encima del otro, en una cama individual, y escuchábamos aún el ruido de la calle que seguía celebrando la muerte del tirano, y el ambiente era mórbidamente celebratorio, festivamente siniestro; se escuchaban los cláxones y las sirenas de las ambulancias y la policía, gritos, consignas, botellas que se rompían contra el asfalto. Antes de llegar a tu apartamento, esa noche del diez de diciembre, tomamos varias cervezas en un bar clandestino de aquel barrio. Tú tenías las indicaciones precisas para dar con aquel barcito escondido. Un hombre nos abrió una pequeña puerta en una taberna en donde hombres y mujeres festejaban lo que desde hace treinta y tres años esperaban ansiosamente. Entramos en sigilo, nos arrimaron dos sillas y nos sentamos a tomar y brindar en medio de esa gran familia de contertulios como sacados de otra era. Pese a que eran todos unos materialistas dialécticos memoriosos, veían milagrosamente, incrédulamente felices, la muerte de ese hombre como un suceso metafísico. Nosotros nos besamos y cantamos las canciones de Víctor Jara, y planeamos nuestro viaje al otro lado del continente, cruzando la cordillera. Y, en efecto, cruzamos en un día soleado la cordillera, hasta llegar al río babel, nuestro río literario, y ahí estaba, delante de nosotros, y no era de plata como tus aretes, pero parecía. Días después hubo oportunidad de navegarlo. Serpientes de luz crecían en su lomo y rebotaban en la atmósfera blanca del cielo y del buque. Tú portabas un vestido porteño color rosa y te veías linda como un sol. Nos atragantamos del aire fresco que chocaba contra los rostros como una verdad. Habíamos leído un libro de ediciones El Chanchito, de Eduardo Galeano, en donde contaba que no hacía mucho tiempo, en la época de la dictadura, ese río había arrojado cadáveres a las costas de Colonia, la primera ciudad uruguaya que visitamos, y nos fue imposible imaginar aquellos cuerpos flotando como trozos de madera, inertes, con los ojos abiertos al cielo o las cuencas de los ojos vacías; nos fue imposible siquiera hablar de eso en ese momento. Porque en aquel tiempo sólo queríamos recorrer en bicicleta las calles de Colonia y sacarnos fotografías en una antigua plaza de toros, tomar cerveza a la orilla del río de La Plata, sentados en viejas sillas solitarias de madera. Consumíamos las horas hablando de Santiago, de Montevideo, de Buenos Aires, de los mercados y la comida, de los diseños fileteados en las fachadas y en los muros de las calles; las miradas de los viejos que nos intrigaban, la sensación de estar presenciando un truco de magia, de sentirnos un poco engañados en esas ciudades-sombrero en donde podía aparecer y desaparecer cualquier cosa. En el fondo, sabíamos que nuestra mirada era de espectadores furtivos, y que no alcanzaríamos a comprender o imaginar siquiera la condición real del sombrerero y de la metafísica liebre blanca que alguien sujetaba de las patas, boca abajo, y la mostraba a todos. Aprendíamos mal a cebar el mate, y a leer esas ciudades en nuestros recorridos ebrios y voluntariosos. Nos apretábamos el uno contra el otro mientras caminábamos en aceras que franqueaban mercados y casonas coloniales y rejas metálicas de negocios cerrados. Y nos apretábamos en teleféricos metálicos que parecían rupestres y que chirriaban al moverse, y también en autobuses de todas las clases y en vagones nocturnos y diurnos, y releíamos los monumentos y las alamedas vacías, y nos besábamos en parques en donde cajas de tetrabrik de vino barato, reposaban inertes junto a despojos de cartón y otras basuras. Amábamos el mar y leíamos a Neruda. Y cuando regresamos a Santiago de Chile y volvimos a ver la estatua de Salvador Allende llena de flores, y nos cansamos de caminar por ahí, y nos quedamos un momento en silencio, tuvimos un presentimiento. Y cuando escogimos recuerdos en el mercado de artesanías y compramos unas botellas de tinto en la tienda de la esquina, y luego nos metimos en tu apartamento y platicamos hasta el amanecer, sentados en la barra de tu cocina, seguíamos teniendo ese presentimiento. Y más tarde, cuando apagamos la luz y nos besamos e hicimos el amor, el presentimiento se convirtió en una voz que crecía siniestramente. Una voz que provenía de quién sabe dónde, desde muy lejos, de una cárcel de Temuco, o quizá del mismo Santiago, de las profundidades de los andenes del metro, o del Estadio Nacional, o del Palacio de La Moneda, o del barrio vecino, o quizá del mismo barrio Brasil, del edificio de enfrente, de la casa de junto, acaso. Una voz que era muchas voces, la de todos los desaparecidos y torturados por la dictadura militar, que a esas horas de la madrugada hacían que Santiago fuera una caja de resonancia y entonces nadie podía de verdad dormir o hacer el amor como acabábamos de hacerlo nosotros, y nadie en verdad podría haber estado tocando la guitarra o estar dibujando planos arquitectónicos o amasando la masa para las empanadas del día siguiente, y nadie de verdad podría fingir que no escuchaba todo ese griterío en la ciudad, porque en eso se habían convertido, en gritos de espectros que nos recordaban que todos esos edificios y avenidas eran sólo un decorado estúpido para cubrir esa voz que era muchas voces y que venía desde hace décadas a hacerse audible. Y entonces tú lloraste, Virginia, porque fuiste la primera en escuchar esa voz, que venía desde el exterior, pero que ya se había instalado en aquel apartamento. Una voz que parecía un espectro que estuviera demandando algo, justicia o venganza o conmiseración. Y nos sobrecogimos por esa multitud invisible, sentados en tu cama, como si hubiéramos visto un fantasma, apenas iluminados por la luz de la luna que se metía tangencialmente a tu cuarto. Y luego besé tus lágrimas y nos quedamos escuchando esas voces que para entonces ya eran gritos de dolor, y así estuvimos, temblando de miedo hasta el amanecer, cuando los primeros ruidos de la mañana fueron apagando poco a poco el sonido atroz que nos mantuvo en vela. Y la ciudad se recobró a sí misma, despacio, con la luz del sol, y los autos empezaron a circular en las avenidas, y los comercios abrieron, y los vecinos encendieron la radio, la televisión, la licuadora. Y tú te metiste a bañar y yo besé nuevamente tus lunares, y preparamos café y afuera ya no existían el ruido y la furia espectral sino una cordillera lumínica llena de nieve. Y teníamos de nuevo proyectos y en la barra de la cocina estaban nuestros pasaportes y nuestros boletos de avión. ¿Fue así, Virginia? Era un tiempo real, aunque nosotros no lo fuéramos. Y ahora que te recuerdo y te hablo como si existieras, me da miedo pensar que tú no fuiste en el sentido estricto, que en realidad no estabas o no eras, y que tu consistencia fantasmal que se ha ido resistiendo a desaparecer durante estos diez años, sigue aquí, como una impronta, una silueta diluída que aún proyecta sombra en mí. ¿Cuántas siluetas siguen proyectando sombra hoy sobre nosotros?, ¿qué dirías de todos nuestros desaparecidos?, ¿qué miedo nos uniría hoy, aquí, en México?, ¿qué voces escucharíamos juntos, temblando en la madrugada? Porque ahora los desaparecidos y muertos también son legión acá, no en el lejano país de los poetas que tú y yo conocimos, no en el Chile de Pinochet sino acá, en nuestra patria parricida, nuestra patria infanticida, en nuestro país de muertos sin sepultura, sangrante, roto, el de los torturados y torturadas con el tiro de gracia en la frente o la nuca, el de los desollados vivos en tramos carreteros, el del Mictlán desenterrado, el país de las fosas comunes, descomunales, anónimas, aterradoras. ¿Qué dirías de Ayotzinapa? Y es que llevo diez años aguantando este impuslo de hablarte en voz alta, como si me escucharas (quizá aún me escuchas) y he contenido el impulso de escribir o recordar. Pero el tiempo, la memoria dialéctica y sincrónica, no nos suelta nunca, sólo nos recobra. No fuimos capaces de detener aquellos ríos. Porque la Historia con mayúscula sigue siendo una espiral violenta como el acto de escribir o recordar. Un espectro de espectros que regresa una y otra vez con su mano invisible a cambiarnos el rostro, y a llevarse a nuestras vírgenes, borrar nuestra isla negra y nuestro nombre. A fantasmear los cuerpos que amábamos. La Historia, como tú Virginia, tiene esta consistencia espectral que hace temblar los destinos manifiestos y las utopías manifestadas, los cimientos de las torres de Babel y las simientes de las generaciones por venir. Y que nos hace dudar de todo, confundir lo vivido, lo recordado y lo deseado, como si los pedazos de un espejo roto se mezclaran en la niebla. Quizá nunca existimos, quizá sólo fuiste una tergiversación de mi memoria cansada. Pero, por eso, Virginia, tengo necesidad de hablarte, de decirte todo esto.