Apenas me acuerdo de esos años

cuando regresaba de la escuela a acostarme en el jardín

y debajo del floripondio veía cómo sus flores llegaban al cielo

porque nadie las entiende.

Nadie entiende que miran hacia abajo porque han ido tan arriba que ahora tienen la consigna de volver a darnos un poco

pero en fin nadie entiende.

Yo quería ser futbolista

y veía pasmado los juegos de Careca,

la sombra que ya nadie recuerda del tridente del Nápoli.

Traía mis espinilleras y mis tacos y mi balón y mis guantes

y olvidaba a los señores

que se bebían la tarde con la política del nuevo mundo.

Las burladas del astro eran como mi vida:

una trampa de despertadores que no funcionan.

Salía a jugar con Juan, Pedro, Lupe

que ya a esa edad decían que estaba loco,

pero se sentaban a escuchar mis historias sobre el pasto y la lumbre de las cosas, antes de que nos reclamaran nuestros dioses.

Recuerdo el día más triste de mi vida

Lupe se iba porque su papá no tenía trabajo y no había dinero, y en la tele decían que el país estaba muy bien y el comercio se abría y la inversión llegaba y pronto venceríamos a los feos comunoides.

Y Lupe se iba y no hay cosa más triste para un niño que salir a la calle y no ver su bicicleta

pero esta era la bicicleta de Lupe, que se había ido en una camioneta con batea grande y terminado probablemente en un bazar de sábado, rematada junto con otros pocos de sus juguetes.

Y no sé qué hice después de eso:

si salí a jugar con Juan y Pedro y les dije lo mal que me sentía, o si me fui a llorar con mi madre, o si me escondí en ese cuadrito de mi cuarto de ropa donde una vez me convertí en animal.

En el nosocomio le decían a mi madre que era un niño enfermizo y ella volteaba a verme como para asegurarse de que ninguna otra enfermedad me atacara mientras los doctores le hablaban.

Ahí perdí al tiempo.

Pero sé que algunas cosas pasaron porque llegó Burroughs a ayudarme y a las prostitutas ya no las veía igual.

Los juegos de la calle se tornaron renacimientos y caos. Blake contra Rilke, Miller contra Hesse y Revueltas que no dejaba ir a los malditos gringos.

Retornamientos en la calle que se volvieron mi día y mi noche y mi sueño de algún día sentarme los domingos en la tarde a beber el fútbol con dos hijos, una esposa y la suciedad de otro nuevo mundo.

Cada día en la esquina esperaba un señor el camión para llegar a tiempo a la oficina, y yo perdía la paciencia de verlo y no poder decirle que cargaba un portafolio de culebras y que si lo dejaba podría correr y echarse sobre la maleza de un terreno baldío.

Y si tenía veinte años no había perdido un país ni tenía un sueño.

Me veía como un ventrílocuo lector de Hesse y Lihn y Vallejo y Tolstoi que jugaba a la pelota para sentirse esquiador.

Porque los lectores corren de todo y mi corrida había terminado estampada en un poste que el gobierno municipal puso un día antes.

Yo había ganado un tapete, una bola de cristal para adivinar el futuro que creí haber perdido en la secundaria y un mundo que no quería leer mis poemas.

La poesía no es así, me decía un profesor

la poesía es refinamiento y precisión y belleza y hermosura y la poesía es y es y es.

Pero en el lugar donde vivía el timbre seguía sonando a las seis de la mañana y tenía que quitarme rápido el whiskey de los lagrimales para salir al pueblo ese a divagar.

Alguien busca la soledad cuando se detiene a esperar el cruce en una calle. Espera cruzar su vida y saltar con cuidado al abismo de la inconciencia en que sus tenis rojo vino cambian de color.

Así eran mis amigos de por ahí de mis treintas que afuera de Bellas Artes se sentaban a ver la fusión de las personas. Uno de ellos decía que enfrente había un monstruo que mutaba y que el día que se le antojara nos saludaría a todos. Yo no le creo, pasaba diario y sólo veía abstracciones para las que nunca fui bueno.

En lo que quedaba de mi casa escuchaba que sería una buena idea conseguirme una mujer porque la soledad no es buena compañera de las sábanas deslavadas.

Al día siguiente un gato capado me recibió en casa de Lupe y me di cuenta de que no volvería a hablarme en su memoria.

Se hacía tarde y mi sueño blando.

Llamé a un anuncio donde solicitaban choferes para manejar un tráiler y llegar a Tierra de Fuego.

En Costa Rica tuve que pagar cinco dólares para cruzar un río que tenía cocodrilos que eran estatuas que eran una farsa.

En Panamá me perdí en una selva de pseudoascetas que le rezaban a Moloch porque aman el sabor de los niños.

Y podría seguir narrando mi peripecia, pero no llegué a la tierra del fuego.

Me quedé en un lugar más digno para acabar con Lupe y con Juan y con Pedro.

No llegué solo,

llegué con un poema que no me ha llevado a ninguna parte y me ha dejado bebiéndome a mí mismo.

Aquí estoy, arrumbado entre el crujido y el bicho escupehielo

y no voy a salir, voy a esperar a que la tarde me devuelva el poema perdido.

Barreto, Sasha, Linografía, 2013.

Barreto, Sasha, Linografía, 2013.