Por sus características, la ópera bien puede clasificarse como un bien cultural de élite, es decir, para su existencia y realización se requieren medios económicos, logísticos y artísticos amplios y muy sofisticados. Montar una ópera implica poseer una orquesta que sepa no sólo acompañar, sino respirar con los cantantes. Un director de orquesta que defina los fraseos y posea empatía con los cantantes, llevándolos de las manos a las más altas o graves notas. Un director de escena que entienda el concepto general de la ópera en cuestión; que sepa contar historias, sin traicionar el argumento con innovaciones fuera de contexto. La ópera, también, requiere de un rol de cantantes que no necesariamente sea el mejor disponible, sino que se acople a la perfección, excluyendo los divismos. Y, por último, la ópera solicita un equipo técnico que soporte la iluminación, sonido, escenografía, etc. Es, por ello, el más completo de los espectáculos artísticos.

La ópera, como espectáculo escénico, surgió a finales del siglo xvi, en Florencia. Al respecto nos dice el musicólogo español José María Triana: “Cuando Jacopo Peri estrenó en los carnavales de 1597, en el palacio de Jacopo Corsi en Florencia, una “Fábula Dramática”, con libreto de Octavio Rinuccini titulada La Dafne, seguramente ninguno de los presentes, ni siquiera sus progenitores, pensó que con ella nacía el género musical más denostado y, al mismo tiempo, alabado, ni que al cabo de casi cuatro siglos, la pieza en cuestión tendría una sucesión de unas 30.000 obras… Sin embargo, tras 4 siglos de existencia, al repertorio internacional sólo han pasado unas cuantas obras, que con mucho llegan a 100”.1

Un repertorio que, es cierto, debe ser ampliado. Una de las razones por las que la ópera pareciese no avanzar es que las presentaciones se centran en los títulos más conocidos, descartando, para empezar, los propios orígenes. Si bien es cierto que las primeras óperas no son tan dinámicas como quisiéramos (pueden llegar al tedio tras media hora de escucha), poseen partes musicales de encanto y, sobre todo, principios teóricos que nos introducen a todo lo que vino después. Nos comenta al respecto la cantante Laia Falcón: “¿Cómo nace un arte nuevo? En los últimos años del siglo xvi, Europa vibraba en un humeante laboratorio de creación. Los ropajes y las paredes, los lienzos y los pergaminos… todo aprovechaba cualquier oportunidad para gritar a los cuatro vientos que el futuro había vuelto…En torno a diferentes mecenas y escuelas, se reunían grupos de artistas y pensadores, locos de pasión ante la idea de encontrar otro tipo de espectáculo –distinto y completo– con el que ponerse a la altura de los nuevos tiempos: los mejores salones cortesanos venían asistiendo desde hacía décadas a muy variados intentos de unir danza, poesía, música y artes plásticas, en un irrepetible torneo de fórmulas y bocetos donde todo hallazgo podía ser definitivo”.2

Esta idea de concentrar todas las artes en una sola nos lleva al concepto wagneriano de Obra de Arte Total (GesamtKunstWerk) y a la dicotomía palabra-música que tan interesantemente expusiera Richard Strauss en su ópera Capricho, compuesta en 1942. ¿Qué va primero, el sonido o la letra?

Lo cierto es que la ópera es un invento del ser humano. Un invento maravilloso del Renacimiento, el cual surgió de esta forma: “Entre la selva de búsquedas e intentos que nació esta tormenta, parece que el ansiado nuevo lenguaje llegó de la mano de un grupo de artistas y pensadores que se reunía en Florencia en torno al conde Giovanni de Bardi y su histórica Camerana: un sorprendete jardín de creación y debate donde las más brillantes mentes trataban de volver a enhebrar la unión entre música y palabra. El conde de Bardi creía en la importancia que el estudio de las artes tenía para casi todo y convirtió los salones de su palacio florentino en una irrepetible fábrica de ideas… Todos, en cualquier caso, pasaron juntos a la historia reunidos bajo un dorado apellido –La Camerata Florentina– y luciendo orgullosos la medalla de haber inventado las primeras óperas de la historia”.3

Pero la ópera no es nada si no es conocida. Su elitismo no debiese venir de ser gustada y admirada exclusivamente por públicos entendidos o por esnobistas que pueden presenciarle por poseer los recursos financieros para tal caso. Su elitismo debiese ser, exclusivamente, aquel de los espíritus que valoran el arte supremo, la conjunción de todas las manifestaciones estéticas en una sola. Bien lo dice el escritor francés Maurice Maclair: “Pocos hombres son accesibles a los secretos de las artes, siempre habrá cosas que sólo una élite restringida podrá comprender; pero es perjudicial que un arte parezca el dominio de una sociedad secreta; de todas las artes, la música es aquella cuyo tallo se sumerge más hondamente en la humanidad, porque la música actúa directamente sobre lo inconsciente, de él procede y a él regresa”.4

Fue, en este sentido, que el tenor mexicano Fernando de la Mora tuvo a bien trabajar en un loable proyecto titulado Ópera para todos, el cual busca acercar masivamente al pueblo mexicano al llamado “Espectáculo sin límites”.5 El título seleccionado fue Los Payasos, del compositor verista Ruggiero Leoncavallo y el lugar: el Zócalo Capitalino.6

En conferencia de prensa previa, De La Mora hizo bien en citar al artículo cuarto de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, el cual menciona que: “Toda persona tiene derecho al acceso a la cultura y al disfrute de los bienes y servicios que presta el Estado en la materia, así como el ejercicio de sus derechos culturales. El Estado promoverá los medios para la difusión y desarrollo de la cultura, atendiendo a la diversidad cultural en todas sus manifestaciones y expresiones con pleno respeto a la libertad creativa. La ley establecerá los mecanismos para el acceso y participación a cualquier manifestación cultural”.7

La cita del tenor mexicano es totalmente oportuna. La ópera no es un bien cultural exclusivista. Tradicionalmente se le ha visto así, pero esto no tiene porque ser determinista si se le difunde correctamente. Para cambiar ello, en el caso de nuestro país, han existido afortunadas acciones que van en la dirección correcta, como lo son: colocar pantallas panorámicas en plazas públicas, con transmisiones de ópera en vivo o vía satélite; escuchas guiadas en fonotecas; el supertitulaje de las funciones en vivo; programas de radio especializados en ópera; Internet y sus infinitas posibilidades; conferencias y cursos de apreciación operística.

De hecho, los discos y la radio habían hecho su parte, incluso desde antes de la aparición de los discos compactos y las descargas; al respecto, el pianista y divulgador David Dubai nos dice lo siguiente: “El advenimiento de los discos de larga duración, en 1948, generó una mayor y más sofisticada audiencia para la música clásica. Este incremento de audiencia fue substancial, también, gracias al desarrollo de la frecuencia de fm, la cual había sido inventada por Edwin Armstrong en 1933, teniendo en mente la música de arte. Cuando la estereofonía arribó en 1960, el número de grabaciones del repertorio estandarizado estalló, mientras mucha música, que abarcaba del periodo barroco a lo contemporáneo, fue grabada por primera vez”.8 Aun con los impedimentos, trabas, burocratismos y enemistades hacia las artes escénicas, la música está ahí.

El cine y la literatura también han contribuido a la popularización de la ópera. Valga como ejemplo la notable novela de Edith Wharton, La edad de la inocencia, escrita en 1920 y llevada al cine por Martín Scorsese, en 1993. En esta obra maestra existe una clara referencia a la emoción y la vivencia que se viven en un palco de ópera, al momento de escuchar la ópera Fausto, de Charles Gounod, concretamente la escena del tercer acto, en la que Margarita desoja una margarita para saber si Fausto la ama. Este es el fragmento literario: “Y ligeramente apartada se sentaba una joven vestida de blanco cuyos ojos se fijaban extáticos en los amantes del escenario. Cuando el ¡Me ama! de Madame Nilsson llenó la sala silenciosa (la conversación siempre cesaba en los palcos durante el aria de Margarita), un cálido rubor cubrió las mejillas de la muchacha, expandiéndose por su ceño hasta las raíces de los rubios cabellos y bañando la joven pendiente del pecho hasta la línea donde topaba con un sencillo escote de tul sujeto por una solitaria gardenia. La joven bajó los ojos hacia el inmenso ramillete de lirios silvestres que reposaba en su regazo y Newland Archer vio cómo las yemas de sus dedos, cubiertos por guantes blancos, rozaban dulcemente las flores. Respiró un hálito de vanidad satisfecha y posó de nuevo sus ojos en el escenario”.9 Esta escena, en la fascinante adaptación cinematográfica a cargo de Scorsese, retrata todo el glamour de una función de ópera en el Nueva York de la década de los 1870. Imborrables y embriagadoras imágenes con la música del dúo de Fausto y Margarita.

Lo hecho en el Zócalo Capitalino por Ópera para todos es encomiable. Aquí no deben importar colores, ni debemos señalar errores que seguramente existieron en su organización. Aquí lo importante es aplaudir la osadía, el sentido del deber que lleva a un grupo de artistas mexicanos a atreverse a llevar el arte a grupos numerosos sin cambiar un ápice del sentido artístico. En estos días hemos sido testigos de cómo otro símbolo operístico, el café-sala de conciertos parisino Bataclán, fue escenario de una matanza terrorista. Su nombre proviene de una cándida y exquisita operetta de Jacques Offenabach que tiene por tema historias de enredos en escenarios orientales, de ahí que el Bataclán sea una pagoda. Esta operetta no es tan conocida y sólo existe una grabación de referencia de ella bajo el sello Erato. Pero los fragmentos que disponemos en redes sociales bastan para darnos una idea de la magia transformadora del canto en nuestros estados de ánimo que el arte lírico puede regalarnos. Quien así lo vea, quien así lo promueva, debe ganar el aprecio ciudadano.

 


1 José María Martín Triana, El libro de la ópera, Alianza Editorial, 2007, p.17.

2Laia Falcón, La Òpera: Voz, Emoción y Personaje, Alianza Música, Biblioteca Básica, 2014, pp. 16-17.

3 Ibid, pp. 18-19.

4 Camile Mauclair, La religión de la música, Empresa Letras, 1920, p. 218.
Tal y como lo hace la Fundación Kasparov para Iberoamérica, para el caso del Ajedrez.

5 Tal y como lo hace la Fundación Kasparov para Iberoamérica, para el caso del Ajedrez.

6 Yanet Aguilar Sosa, Ópera Payasos reúne a 15 000 en el Zócalo, en El Universal, http://www.eluniversal.com.mx/articulo/cultura/
musica/2015/11/22/opera-payasos-reune-mas-de-15-mil-en-el-zocalo
Consultado el 23 de noviembre de 2015.

7 Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, http://www.diputados.gob.mx/LeyesBiblio/htm/1.htm Consultado el 23 de noviembre de 2014.

8 David Dubai, The Essential Canon of Classical Music, North Point Press, 2003, p. 3.

9 Edith Warton, La Edad de la Inocencia, Tusquets, Fábula, 2009, pp.13-14.