Cuando soñamos

parece que vivimos,

cuando vivimos

parece que soñamos.

Y así,

confundiendo los

sueños con la vida

y la vida con los sueños,

sin sentir

nos apagamos.

Elías Nandino

 

Que no puedo querer vivir mañana

sin la pensión de procurar mi muerte.

Quevedo

 

A mis muertos.

 

Philip Guston. Untitled, 1969. Carbón sobre papel.

Philip Guston. Untitled, 1969. Carbón sobre papel.

 

Lo ando buscando desdenantes, quiero contarle las razones por las que usté me jalló tirado y ahogado en punchi en el cazahuate ese; aquel que está por la barranca del Tecomate, ¿se acuerda? Bueno, pues ai’ le va la historia:

Yo estaba chamaco y más flaco que ahora; tenía quince pero ya había entrado a los dieciséis. Por lo flaco, ve usté, que mi tío Roma me decía “El Piligüiji”, y de seguro también se acuerda de esa vez que mi abuelita me mandó a un mandado allá abajo, a San José, y yo le contesté: Orita.

Pus orita –respondió.

Pero yo me puse más cerquita del tlecuile pa’ seguir comiendo esas tortillas con manteca y sal que usté sabe que me gustan harto.

Nomás no te apures chamaquito piligüiji, te voy a dar tu pela, vas a ver ―me dijo riéndose y amagando un manazo. Salí a la carrera de la cocina. Usté y mi abuelito estaban ai’ almorzando chilcapón o chilate, ya ni me acuerdo bien, pero de que estaba, estaba; de eso sí estoy bien seguro. ¿No se acuerda? Acuérdese, fue tres días antes de Todos Santos; me acuerdo bien bien, porque ya el aire se sentía medio frío y enveces se soltaba ese viento como de muerto. Acuérdese, ese mismo día, pero en la noche, mi abuelito se enojó bien fierísimo porque le había encargado, una semana antes, que fuera a recoger el zacate que le habían comprado a don Gotardo y usté ya no fue porque se puso bien pedo. Ya se acordó, ¿verdad? Ah, bueno, le sigo contando, pues. Mi abuelita me mandó por los moldes pa’ los tlaxcales que le había emprestado a mi tía Nieves. Me gustaba ir a la casa de mi tía, pero cuando eran las comidas, ahí o donde está mi tía Ofe, pero nomás por unos moldes me daba harta flojera, y ai’ voy con toda la sonsera, arrastrando los guarachis y patiando las piedras. Por la tienda de doña Cela me entretuvo Abelino, me contó que no tenía mucho que había ido a visitar a su primo a Huehuepiaxtla y que subieron a la Peña. Dizque ai’ se mataron un venado, y ya sabe usté cómo es de hablador: me dijo que los venados no lo ventean, que es él quien los ventea; que nomás de un riflazo tiró al animal, pero que ya no pudo traérselo porque le salieron quién sabe cuántas onzas y, pa’ que no lo mataran, les aventó el venado. Puros disparates me contaba Abelino cuando vi que entró en el cuarto una muchacha que llevaba un rebozo color verde, no gris como el de la mayoría, bien que me acuerdo de eso.

Llegó Todos Santos y fuimos al panteón de mi abuelita Melia. Llevamos nardos, nubes y azucenas, pero más nardos, porque esa es la flor que a todos en la casa nos gustaba más. Cuando terminamos de acomodar los floreros y de prender todas las velas y veladoras, mi tía Chelito prendió el copal y nos pusimos a rezar. A mi tía Cotita se le salió un gallo mientras decía la letanía y no sé a quién de mis hermanos le agarró la risa y todos nos empezamos a reír con él y, ¡viera! ¡Vaya si podíamos detenernos! Mi abuelito nos miró bien feo y mi mamá nos mandó a callar, yo me apreté los labios y cerré los ojos pa’ que no me volviera a ganar la risa. Cuando me calmé y volví a abrirlos me pareció ver, a lo lejos, otra vez a la muchacha de rebozo verde pero no estaba seguro porque, por el humo del copal, parecía como si hubiera neblina. Terminamos de rezar. De regreso a la casa yo me aparté y me fui por onde yo creiba que había visto a la muchacha. La busqué entre las gentes, me encontré al Chocolate y me preguntó por mi papá, le dije que iba allá adelante con mi abuelito; luego me saludaron la esposa y los hijitos del difunto Artemio y así pasaba yo por entre los panteones y no vi a la muchacha. Yo pensé que nomás había disvariado.

Esa noche la soñé: estábamos en el río de Cacalutla sentados bajo la sombra de las cubatas. Ella tenía su rebozo. Sabía que sabía su nombre pero no me acordaba cuál era. Estábamos agarrados de la mano y viera usté tan suavecitas que se sentían. La soñé una semana seguidita, todas las noches, toda la noche. Algunos lugares donde la soñaba eran donde yo había estado, pero otros los conocía nomás de oídas. También cambiaba el color del rebozo: enveces era gris, enveces verde. Siempre que despertaba olvidaba cómo era su cara. Así fue el tiempo de los sueños.

Se acordará usté de que mi papá nos mandaba toda la semana al cerro desde temprano y volvíamos hasta que comenzaba a oscurecer; por eso sabía que la única forma de poder verla y por fin conocerla, aunque fuera de lejos, era ir a misa de seis. Y ai’ me ve usté madrugando el domingo y yendo a la iglesia. Allí la buscaba entre la gente, yo nomás hacía que me persinaba, como que rezaba, ¡hasta iba a comulgar! Así fueron los días de misa.

Luego luego que comenzó diciembre hubo muertito; decían que dos días antes al difunto le había dado un dolorcito cerquita del cogote y que sentía cómo el dolor le iba caminando pa’rriba. La noche que murió se fue a dormir temprano con el dolor en la cabeza y ya no despertó. El señor que había muerto era abuelito de mi amigo Efraín, además, compadre del mío. Así que mi abuelo, mi papá y yo fuimos al velorio. En esos sucesos la compañía es buena, y pues yo ya sabía cómo es eso de que se te muera alguien; yo ya sabía que ese dolor le revuelve las tripas a cualquiera. También sabía que se te va el resuello porque son tantas las lágrimas que todas quieren salir de un jalón. Pero pues no se puede, y uno las siente amontonadas en los ojos y ¡parió de madre que uno solo no aguanta ese dolor tan fierísimo, vaya!

En el velorio estuvo la banda San Gabriel y cuando se echaron Te vas, ángel mío nomás escuchaba cómo resonaba en mi cabeza la parte esa que dice: “Te vas y me dejas un inmenso dolor. Recuerdo inolvidable me ha quedado de tu amor”. Yo no aguanté las ganas de chillar, me paré de sopetón y me fui a la calle a agarrar aire. Ya no me acuerdo pero de seguro había luna llena porque, si no, no sé cómo pude ver lo que voy a contarle, de veras que no jallo cómo decirle que me quedé como ido, así como esos loquitos que ven a algún lado o alguna cosa y no le quitan de encima el ojo. Así mero me quedé yo. Julia, porque así la llamó su mamá, se quitó el rebozo antes de entrar a la casa del muertito. Julia tenía los cabellos negros, los ojos grandes y de color miel, la boca chiquita y labios colorados como manchados de pitaya. Julia me miró y yo no pude moverme. Sólo sentí ese temblor que le da a uno en las canillas cuando tiene miedo. Julia llevaba un rebozo verde. Esa noche nos quedamos a velar el cuerpo del difunto y yo, además, velé la belleza de Julia. En la procesión del entierro, Julia tuvo entre sus manos un ramito de nardos recién reventados.

Julia es del barrio de Maravillas, su casa estaba junto a la de don Proto, el de los guarachis. Tenía dos hermanos: Humberto, de dieciséis, y Plácido, de doce; dos hermanas: Josefina, de ocho, y Guillermina, de diecisiete. Julia tenía quince cuando la conocí. Su papá era un pariente de don Cheo, compadre de mi abuelito, y tenía una joya ai’ por las minas, más adelante del terreno de don Leno; su mamá llegó a Tulcingo desde Pochutla cuando era chiquilla. Todo esto me lo contó Efraín cuando regresamos del entierro. Y con una risa, que le costó harto, me dijo: Y cómo no va a gustarte si tiene ojos de “síguemependejo”.

En el novenario mis hermanos y yo íbamos un rato a ayudar en lo que se ofreciera, enveces servíamos el café o acarreábamos agua pa’ las flores, pero casi siempre nos quedábamos afuera mirando quién llegaba y quién se iba. No podía dejar de ver a Julia, de ella me gustaba todo: la piel que parecía arena de río, de esa finita, de arena lisita que acaricia la mano cuando se agarra y que de a poco se escapa; el cabello largo, lacio y negro; ojos que me miraban como perdonándome, ojos que conocían y reconocían las cosas que veían; su voz que me hablaba como pa’ calmarme; sus labios colorados, colorados como pitaya. A Julia la veía siempre: en los rezos o en los sueños. En la levantada de cruz, las madrinas llevaban un vestidito blanco que les hizo doña Chay, tía de Julia; ese día las dos no estuvieron ai’. Plácido me contó la razón: Estuvo despierta casi toda la noche. Hasta me espantó porque gritaba que el cuarto estaba lleno de sangre, gritaba y lloraba con harto sentimiento. Así estuvo toda la noche. Cuando comenzaba a clarear, mi tía Chay la llevó a los evangelios y se quedó cuidándola.

Aquel diciembre, en la tardeada del treinta, todo el pueblo estuvo en el zócalo: estaba Juanito, el cieguito, cantando sus canciones; y entre canción y canción uno que otro despistado le preguntaba la hora y él con los ojos al cielo siempre le atinaba, ¿se acuerda usté, verdá que Juanito era muy gallo? También estaba “El Turco” vendiendo barquillos; doña Mine, la que vendía enchiladas en la primaria, y Petra, la de los dulces; estaba el puesto de torrejas de Mine chiquita y doña Mine, la esposa de don Chava. También había trompadas, pozole, tamales de marrano y de dulce, atole de granillo y champurrado. La gente grande bebía Don Pedro o Viejo Vergel, unos, ya bien perdidos, estaban en el suelo con una botella de damiana al lado.

Mis hermanos y yo llegamos con Efraín que, no si quería, a fuerza lo llevamos. Vi que Julia estaba con su mamá y sus hermanas en la lotería; me temblaron las canillas como la primera vez que la miré. De repente, ella se levantó y fue a uno de los puestos de tostadas. Como pude, traté de acercarme. Julia tenía el cabello trenzado, llevaba una falda larga y blanca, blusa negra, rebozo gris alrededor del cuello, usaba los guarachis con florecitas que hace don Proto; los míos también eran de esos pa’ dominguear, eran de los buenos, de esos que hacen de oscaria; yo llevaba un sombrero que le encargué a don Chanito Huertas, de esos que traiba de sus viajes a Olinalá. También le pedí una de esas cajitas que huelen bien bonito. Cuando estuve en frente de Julia, le di la cajita, la abrió y el aroma se regó por todo el aire, esas de ai’ son semillas de lináloe. Si tú quieres, las sembramos en un patio; cuando el árbol se dé, yo mismo te hago todas las cajitas que quieras ―le dije. A Julia le temblaron los labios de pitaya y a mí las canillas.

Por ai’ de mediados de enero fuimos a pedir a Julia. Mi papá me vendió un pedacito de terreno pa’ sembrar o hacer una casita. Julia y yo nos casamos a finales de febrero. En la víspera de la boda llevamos el presente y el mero día, cuando llegamos a la casa, nos bailaron las flores. Mucha gente nos ayudó: don Quico y don Sabas nos regalaron los cuatro chivos que se mataron, don Martín puso el horno pa’ hacer la barbacoa; doña Jose, doña Rafa, doña Elvira y doña Berta estuvieron desde un día antes preparando el almuerzo. También hicieron las tortillas y el esquite pa’l chivo. Ya ni me acuerdo quiénes sirvieron los platos en la fiesta. Los de la banda tocaron cinco horas pero nos cobraron dos. Aquel día Julia no paraba de reír y yo nomás la miraba y le sonreía como dándole las gracias.

De lo demás usté ya se habrá enterado, pero por las dudas ai’ le va: vivimos un tiempo en la casa de mis papás mientras terminábamos de hacer la casita. Mi abuelita y mi mamá me decían: Es buena gente la muchachita, bien acomedida. Y a mí pues me daba hartísimo gusto escuchar esas cosas. Pero yo digo que Julia no era de su tiempo, la mera verdad, porque si yo le decía algo y a ella no le gustaba, me decía: Ah no, eso no, tú tendrás tus razones, pero pus las mías también valen. Eso decía ella con cara de muina y con sus ojos mieleros clavados en los míos, y a mí, viera usté, cómo me gustaba que fuera así.

Cuando nos mudamos pa’ la casa debió ser por ai’ de junio o julio, poco antes de que empezaran las lluvias; vivíamos por la salida a Chila. Julia y yo éramos pobres, pero como decía mi abuelita, onde come uno, comen dos. Comíamos cosas sencillas, pues: chilcapón, chipilis y enveces hacía mole con el cuahuayote que yo traiba del cerro. Bebíamos leche con chocolate o puro chocolate, de ese que hace doña Rafa. Pero ya le decía yo que Julia era bien corajuda y me decía: A mí el pan de tata Cirilo no me gusta, tú te comes ése, pero yo voy a ir a traer pa’llá, onde está Ciro, y así mero le hacíamos. Cuando yo me iba al cerro pasaba por la panadería y nomás le gritaba a “La Chilasca”, el hijo de Cirilo, ai’ me aguardas mi pan. Y ya cuando regresaba, llegaba con mi jamoncillo, mis panaderos o mis nidos, bebíamos bien bueno, como ve usté.

 

Philip Guston. Untitled, 1964. Tinta sobre papel.

Philip Guston. Untitled, 1964. Tinta sobre papel.

 

Si Julita se veía bonita cuando se enmuinaba, cuando se chiveaba, ¡Táquerre! ¡Vaya que no tenía igual! A veces me le acercaba y le cantaba al oído esa parte de Cielo nublado que dice: “un pintor pintó una rosa con una flor de alelía, pero no hay pintor que pinte lo ojos de mi Julia”. También le susurraba: Julita, tú todavía no sabes cuánto me gustan esos labios de pitaya que tienes. Ella nomás me miraba y yo le decía: No te chivees, Pitayita. Se ponía colorada, colorada, y me soltaba un manazo en la espalda y lueguito me abrazaba y me daba unos besitos suavecitos que a mí siempre me sabían a eso, a pitaya.

Los domingos nos íbamos a dar nuestra vuelta a la plaza, andábamos de acá pa’llá. Comprábamos nieve de limón y nos sentábamos en el zócalo a mirar nomás; a mirar los árboles, las plantas o a las gentes. Un domingo de septiembre fuimos a los toros. Julia me animó a ir y ai’ nos ve usté, yendo al corral. El jaripeo terminó ya tarde, como a eso de las siete u ocho; todas las personas empezaron a irse y Julita y yo también. Y así, nomás de repente, las gentes comenzaron a hacer una escandalera, se amontonaron y algunos se echaron a correr, nos empujaron y Julita se me perdió. Lo único que se oía era el alboroto: niños llorando, mujeres gritando, perros ladrando. Nomás se miraban los rebozos y sombreros regados en el suelo. Botellas de Viejo o Don Pedro quebradas. Alcancé a ver cómo uno de los caporales, con la cabeza toda llena de sangre, se arrastraba gritando hacia el corral. Yo llamaba a gritos a Julia y la buscaba entre toda esa gente. La vi cerquita de la tranca como acongojada y le grité: ¡Pitaya, Pitayita! Me miró y me dijo: Pérame ai’. Se escucharon tiros como de balazos, Julia gritó y la perdí de vista. De pronto sentí lumbre adentro y caí de boca al suelo.

Desperté en una clínica de Tlapa y comencé a gritar: ¡Julia, Julita, mi Pitayita, me duele hartísimo el pecho, dónde andas, Julita! Yo nomás miraba sangre, los brazos manchados, la cama empapada y yo nomás gritaba porque me daba miedo y Julia no estaba. Porque una bala me atravesó el pecho estuve internado en esa clínica. Nadie supo decirme bien qué pasó la noche de los toros, nomás que unos fulanos se habían peleado y, como ya andaban borrachos, sacaron las pistolas y comenzaron a dar de balazos. Murió alguna gente. Unos hijos de su pinche madre mataron a mi Julia. Y a mí aquella noche me cargó la chingada.

Cuando regresé al pueblo me quedé en la casa de mis papás, no hablaba y casi no comía; estaba como ido y de a ratos como que perdía el sentido. No podía conciliar el sueño ni de noche ni de día, a veces sudaba frío. En balde eran los tés de flor de muerto o de azahar que me preparaban pa’ que pudiera dormir. Cuando pude lograrlo soñé con sangre, la misma sangre que Julia soñó la madrugada de aquella levantada de cruz; soñé con borrachos que bebían damianas y se quedaban tirados en las calles o en las barrancas y veía cómo los perros se acercaban a lamberlos como acariciándolos; esa misma noche soñé que me gritaban: ¡Loco! y que me aventaban de piedras. Yo, arrinconado en la pared, me mecía y me pegaba en la cabeza con las manos, así, como si de veras fuera loco. Por los piedrazos, me ponía a llorar y gritaba: ¡Julia, dónde estás Julita!, como si no supiera que a Julia me la habían matado unos hijos de la chingada; enveces sentía que las piedras se me clavaban en el cuerpo, pero por más que buscaba namás jallaba dolor. También soñé que doña Cuquita me levantaba del suelo y me decía: Mira nomás, criatura, cómo andas, aquí pérate, y se iba a darle aviso a mis hermanos pa’ que fueran a traerme; otra noche soñé que había soñado feo y que mi mamá me llevaba a los evangelios.

Desperté cerca de la barranca que viene de Chastipa. Todavía corría agua y el jegüite estaba bien crecido. Me paré y me quité el lodo, me acerqué a la barranca y en mi reflejo no me reconocí: ya tenía muchas canas, los ojos como hundidos y tristes, tenía en la cara cicatrices como de piedrazos, un perro se acercó a lamberme y yo lo patié.

Pablo, anda vete a tu casa a descansar ―dijo alguien. Me voltié: ¿Efraín? ―respondí― y mi amigo se quedó como admirado, traiba de la mano a una niña como de unos ochos años que me miraba espantada y se escondía detrás de él. Le pregunté por Julia, me apretó el brazo y respondió: Está muerta, Pablo, está muerta. Vente, vente a comer onque sea un taco. Nos fuimos pa’ su casa y cuando íbamos enfrente de la de don Rodo Saldívar me quedé mirando una escuela. La secundaria la cambiaron hace años ―dijo. Almorzamos chile frito. Clara, su esposa, me hizo tortillas con manteca y sal. Terminamos de almorzar y Efraín me dio unos trapos y me dijo: Báñate, te voy a llevar a tu casa. Ya en la calle, nomás sentía las miradas y escuchaba cómo cuchicheaban, Efraín me agarró del hombro. Le pregunté por mis abuelitos: Ya se murieron, Pablo, te viven tus papás y tus hermanos ―me dijo. ¿Y a Julia, cuándo la enterramos? ―lo interrumpí. A ella no la enterraste, andabas internado, pero a tus abuelos sí, a los cuatro ―respondió. ¿Y don Lázaro? ―volví a preguntar. Mi abuelito también tiene rato que murió ―dijo.

Mi mamá me abrazó nomás me vio entrar a la casa, mi papá se quitó el taco de la boca y me ayudó a sentarme como si estuviera enfermo. Le dieron las gracias a Efraín. Él se despidió, me apretó el hombro y me dijo que ai’ nos andaríamos viendo, yo le agarré la mano con harto cariño y como dándole las gracias. Más tarde, desde el patio de la casa, se escuchaba la música de los toros, me puse los guarachis y me salí. En el corral, la gente me mal miraba, unos muchachos me empujaron, otros se burlaban de mi ropa, pero hubo alguien que me acercó un jarro con punchi. Me lo bebí de un jalón, después de muchos tragos, me paré y me fui midiendo calle pa’l camposanto. Corté unas bugambilias y las amarré con un mecatito que me jallé por ai’.

Cuando llegué al camposanto, me puse como loco a buscar el panteón de Julia. Cerquita de un guamúchil vi una cruz de madera que decía Julia Olivares Sierra (1950 – 1967), descanse en paz. Recuerdo de su esposo y familia. Yo me dejé caer sobre las rodillas y me puse a llorar porque el pecho me dolía, también me dolía la bala que mató a mi Julita. Hincado ahí frente a su cruz, hincado como pidiéndole perdón, le dije: Mi Pitayita, no hubo nardos pero te traje onque sea unas bugambilias. Dejé las flores ai’ y me fui como pude. Pasé por el corral otra vuelta y me agarré una botella de damiana vacía, la llené de punchi y anduve por el pueblo bebiendo y llorando. Llegué al cazahuate ese que está por la barranca. Ahí me bebí la botella, ahí me jalló usté, ¿se acuerda?, ¿se acuerda que me dijo: Ya, muchacho, ya fue mucho, y me ayudó a levantarme? También que mi abuelita le mandó a decir que si no me iba con usté, me diera mi pela, ¿se acuerda, don Lázaro, que usté me dijo eso?, ¿se acuerda también que me dio unos nardos recién reventados?

Sí, Pablito, cómo no voy a acordarme. Anda, apúrate, que Julia te está esperando.

 

 

Franz Kline. Study for Sabro, 1957. Tinta/aceite sobre papel.

Franz Kline. Study for Sabro, 1957. Tinta/aceite sobre papel.