Han pasado quince años y aún sigo viviendo en el mismo apartamento, rodeado más o menos del mismo mobiliario, de los mismos olores y texturas, que perduran a pesar de las capas de pintura, polvo y grasa que se van superponiendo en las paredes, de la misma forma en que se acumulan las muchas o pocas historias que vamos siendo y que vamos dejando atrás. En cuanto al edificio, es permisible afirmar que parece más cansado, con grietas que lo surcan como arrugas, y casi podría aventurar –pero mejor no– que una incipiente joroba comienza a abombar su lomo de concreto. El antiguo jardín, antes poblado de invisibles grillos y pausadas arañas, no es ahora más que una pequeña porción de tierra salpicada con botellas de cerveza descoloridas y restos de carbones marchitos.

A pesar de todo el tiempo que ha pasado, todavía no me atrevo a botar la basura por el bajante en el pasillo. Prefiero dejarla acumular lo suficiente, a veces hasta tres semanas, y sólo cuando tengo cinco bolsas grandes bajo las escaleras hasta los contendores ubicados en la avenida y allí las abandono. Dayana, aunque sabe la historia –o  fragmentos de la historia o la versión que yo le conté de la historia–, siempre se queja de mi mala maña de acumular la basura dentro del apartamento en vez de ir a botarla al bajante como lo hacen el resto de los vecinos.

A veces, aunque cada vez con menos frecuencia, me despierto escuchando la voz de Julio que nos llama; no dice ningún nombre en específico pero sabemos que nos llama a nosotros. No es un grito, ni tampoco un susurro, sino su voz en un tono apacible, como quien pregunta la hora a un desconocido.

Recuerdo de Julio que sus padres siempre peleaban por cualquier motivo; el más recurrente era que, supuestamente, su papá gastaba gran parte de su sueldo en vacas. En ese entonces yo no entendía lo que eran las vacas a pesar de que Gustavo, el mayor de todos, nos explicaba que las vacas eran las putas que se podían conseguir en algunos edificios de la avenida Urdaneta; y aunque la mamá de Julio las llamaba vacas, en alusión a sus blandas ubres largas y a sus cuatro estómagos, Gustavo aseguraba que no todas eran así.

A la mamá de Julio la evoco como la señora más bella del edificio, así que no entendíamos cómo era que el papá de Julio prefería irse de pastoreo con unas vacas fofas. No era una señora como las demás (las de la junta parroquial, las de la asociación de vecinos y las amigas de la iglesia); tenía 25 años en ese entonces y para nosotros, niños entre nueve y once años, era una mujer inaccesible. Lo que más recuerdo es su boca pintada de rojo brillante y su cabellera ensortijada, casi siempre húmeda. Fumaba tanto que inevitablemente la rememoro envuelta en una tenue nube gris. Me encantaba verla en sandalias aunque no sé qué era lo que me gustaba de sus pies, si es que acaso me gustaban; quizá era el deseo satisfecho de ver más piel desnuda. Una vez, a escondidas, me robé de su casa una colilla de un cigarrillo que ella había fumado; estaba empapada del rojo de su pintura labial y tenía un extraño olor que fluctuaba entre aromatizador de baño y frijoles amargos. Guardé la colilla debajo de mi colchón y cada noche, durante varios meses, la sacaba de allí y la apretaba un poquito. La olía, simulaba que me la fumaba y pensaba en la buena suerte que tenía Julio o, más bien en la suerte de su padre; de nuevo no entendía por qué él iba adonde las vacas, cuestión que ni siquiera comprendí años más tarde cuando yo mismo empecé a gastar mis primeros salarios en la bulliciosa Urdaneta, sin encontrar en mis incursiones ninguna mujer que tuviera la talla de su madre.

No puedo afirmar que él era un niño al que maltrataban físicamente, pero más de una vez (y un par de veces nosotros) salía perjudicado por retruque. Durante ardientes riñas, sus papás se atacaban lanzándose y, en algunas contiendas, Julio quedaba en medio del fuego cruzado mientras iban y venían por el aire diversos utensilios de cocina y aparatos electrodomésticos. La más memorable de esas batallas fue cuando se rompió el televisor justo al final de la temporada de béisbol, lo que puso a Julio en una especie de duelo por varios meses.

Las peleas alcanzaron tal intensidad que no volvimos a reunirnos en su apartamento. De algún modo sentimos –no con estas palabras, claro está– que habíamos violado su intimidad o, más bien, que su intimidad nos había violado a nosotros. Así que sólo nos reuníamos a jugar con él fuera de su casa. Para mí, lo más lamentable de eso fue no ver más, al menos de cerca, los pies en sandalias de su mamá.

Julio era el más rápido, el más hábil y el más arriesgado del grupo. Es probable que yo lo odiara un poco en secreto, sobre todo porque a pesar de que era varios meses menor que yo, me molestaba que me ganara, a mí y a casi todos, en la mayoría de los juegos. No obstante, nunca le demostré de manera evidente ningún tipo de animadversión, desempeñé el papel de admirarlo cuando ganaba, sin mezquindad y con la distancia apropiada de un buen perdedor.

En ocasiones yo me decía que simplemente él tenía suerte para encestar el balón de espaldas o para dar un batazo que definiera un partido, pero un día supe que era más que suerte o esa palabra perdió el significado que para mí había tenido hasta en ese momento y se mezcló con otros vocablos más poderosos como magia o milagro.

Fue un día que subimos a la azotea. Aunque el acceso desde el último piso estaba clausurado por una reja con candados, nuestra talla nos permitía deslizarnos entre los barrotes y burlar esa protección que la conserje había colocado. Aunque no me agradaba mucho estar allí y el mero resoplar del viento me daba vértigo, fingía que me gustaba subir y, más aún, me manifestaba deseoso de subir cuando sabía que los demás estaban muy cansados y que no harían eco de mi propuesta. Eso sí, evitaba decir eso en presencia de Julio, porque él a cualquier hora se animaba a ir hasta allá arriba.

Nuestra torre y la contigua están separadas por escasos metros, de manera que desde la azotea bastaría dar un pequeño gran brinco para alcanzar la del edificio de al lado. A Marlon se le ocurrió la idea, pero fue Julio el único que la llevó a cabo. Sin pensar si otros lo seguirían o no, se limitó a decir: “Yo primero”. Se remangó la bota de los pantalones, desanudó y volvió a anudar las trenzas de los zapatos, apretándolas con exageración, se volteó la gorra, se la ajustó como si buscara algún tipo de efecto aerodinámico y, finalmente, se agachó en la posición de arranque de un corredor de cien metros planos para agarrar impulso. Me parecía (me sigue pareciendo) un salto imposible, no tanto por la distancia entre ambos edificios sino por el reborde que hay en cada uno, de manera que había que subir un pequeño escalón antes de saltar, lo que mermaría el impulso tomado. Pero nadie dijo nada, ni siquiera una sencilla palabra de ánimo. Sólo Omar, para disimular su miedo, balbuceó en tono optimista: “El viento sopla hacia allá, eso es bueno”.

Tiempo después supe que yo no era el único que tenía miedo y que, de hecho, otros estuvieron aguantando las ganas de derramarse a llorar o de disolverse en orines mientras deseaban que algún adulto entrase por la puerta de la azotea y suspendiera aquel acto circense, y después nos mandaran castigados a nuestros cuartos para toda la eternidad.

Pero nada de eso ocurrió. Lo que sobrevino a las palabras de Omar fue la carrera veloz de Julio, no en cámara lenta, sino acelerada, tanto así que únicamente puedo recordarlo de esa forma, en tres o cinco segundos como máximo, calculo yo. Dio quince zancadas antes de posicionarse sobre el reborde y luego un salto más, tan fuerte que la gorra se le salió y revoloteó en el aire en caída libre al tiempo que sus pies tocaban el otro edificio para luego caer de palmas y codos sobre la azotea.

Aunque manifestamos (y hoy me avergüenzo de ello) que la distancia no era tanta como nos habíamos figurado antes del salto, igual a nadie se le ocurrió repetir la hazaña. Nos limitamos a dar gritos de felicitación y de ovación y a asomarnos por el borde de la azotea. Oscar, el más alto, logró estirar su brazo hasta rozar las yemas de los dedos de Julio. Los demás reconocimos a viva voz que no seríamos capaces de hacerlo, que fue tan arrecho que nadie lo creería. En ese momento pensé que ningún tipo de juego tendría sentido desde ahora, que al menos que jugásemos a la ruleta rusa o a algo similar ningún juego serviría ya para demostrar nada.

Me sentí estúpido por haber atribuido a la suerte los grandes logros de Julio en el pasado; en definitiva, acepté todo lo de él como algo que estaba por encima de nosotros, mil veces más arriba, tan alto como un labial rojo brillante sobre una boca poblada de humo. Todo esto lo pensaba, con otras palabras y en otro orden, mientras Julio iba hacia la puerta de la azotea del otro edificio y forcejeaba con ella para abrirla. Aparentemente tenía un candado por adentro, nos explicó él mientras la halaba, apoyando una pierna contra la pared. Cuando se dio cuenta de que era vano cualquier esfuerzo, retornó hasta el borde de la azotea, donde lo esperábamos con ansias y el miedo redoblado.

A ninguno se nos ocurrió que lo más lógico sería bajar hasta la planta baja, buscar al conserje de la otra torre y explicarle la situación: que había un niño en la azotea de su edificio que no podía bajar porque la puerta tenía un candado por dentro. Y, si el conserje no nos creía, lo haríamos salir y asomarse desde abajo y decirle a Julio que saludara con la mano, pero como el sol entorpecía la visión a esa altura de ocho pisos, tendríamos que decirle al conserje que subiera a nuestra azotea para que desde allí viera que de verdad había un niño en su azotea. Para ello tendríamos que fastidiar a la conserje de nuestro edificio para que abriera con llave la reja por la que nosotros nos colábamos con cierta facilidad de lagartija, pero que el otro conserje no hubiese podido franquear al menos que estuviese abierta, y etc.

En fin, el hecho es que decidimos no buscar a nadie. La solución que yo propuse –y que a nadie le pareció descabellada– fue que los bomberos o los militares vinieran a buscar a Julio en un helicóptero y con una escalera de sogas lo trasladaran de la azotea del otro edificio a la del nuestro.

Otra idea que también fue aplaudida e incluso puesta a prueba fue la de Marlon: colocar una tabla entre ambas azoteas para así facilitar el regreso de Julio. Pero su propuesta quedó descartada cuando logramos colocar dos listones de madera para comunicar ambas torres y, apenas quisimos asegurarnos que estaban firmes, se vinieron abajo y desaparecieron en caída libre.

Fue Julio quien tomó la decisión más lógica y más simple: devolverse tal como había llegado, así que sin pensarlo mucho volvió a tomar impulso; esta vez no lo hizo desde tan atrás porque quizá se dio cuenta de que no necesitaba tanta fuerza sino al momento de dar el salto desde el reborde. Alguien comentó que ya no tenía la gorra. Como respuesta (aunque estoy seguro de que Julio no escuchó ese comentario pronunciado en voz muy baja y casi avergonzada), él se santiguó; lo hizo mal. No hizo una cruz sino un triángulo o algún polígono irregular, no por desidia sino seguramente porque le temblaban las manos tanto como a nosotros nos temblaba todo el cuerpo: la lengua, los brazos, las piernas, los esfínteres. Y más rápido que el primer salto, e incluso con más clase, Julio ya estaba de nuestro lado. Fue recibido con aplausos y llevado en alzas por toda la azotea, eso sí, evitando las orillas.

No sólo lo había hecho una vez, sino dos veces, y estoy seguro de que lo habría hecho cien veces más, mil veces más si el resto no hubiésemos asumido el pacto implícito de no volver a subir allí. De hecho, yo no volví a subir más nunca desde esa vez; ni siquiera años después cuando instalaron en los bordes de la azotea cercas de alambre debido a que fue acondicionada como lavandero.

Lo que sí fue explícito es que no le contaríamos lo de la azotea a nadie, sobre todo porque nos iban a tener castigados un montón de siglos, lo cual para Julio sería peor que para los demás porque la televisión de su casa estaba rota; aunque lo más seguro también es que a él no lo iban a castigar por ningún motivo ya que sus papás tenían otros asuntos de qué preocuparse.

Y aunque seguimos jugando los mismos juegos, a las mismas horas, y con las mismas reglas, ya nada era igual que antes, al menos desde mi óptica. El único añadido fue que nuestra admiración por Julio se disparó al mil por cien y que su palabra era santa para cualquier cosa, desde elegir a los integrantes de un equipo, hasta ponerle fin a un juego que estaba estancado en el marcador desde hacía rato. Nadie discutía su autoridad, aunque la verdad es que él no era nada pretencioso, ni se sentía más que los demás por haber realizado tamaña hazaña. El placer de la adrenalina era su único premio cada vez que lograba algo. Y si aún estuviera aquí y tuviera la edad que tenía entonces, las cercas de alambre hubiesen sido un estímulo más y las hubiese trepado para pasar de una torre a la otra.

Un día el papá de Julio se fue de la casa o, más bien, un día nos enteramos de que el papá de Julio se había ido hacía varios días de la casa. Quizá ya no había más objetos que romper, más nada que lanzarse. Por una parte, yo estaba alegre porque pensé que retornaríamos a la casa de Julio y podría ver de nuevo a su mamá en sandalias, fumando cigarrillo tras cigarrillo mientras miraba la telenovela, sin importarle que nosotros estuviésemos ahí haciendo y deshaciendo. Pero ese deseo no se llevó a cabo debido a que la casa de Julio comenzó a ser frecuentada por un tipo de rostro cuadrado, a quien apodamos “El Mecánico” porque siempre andaba con una braga azul embadurnada de grasa.

Julio nos contó que una vez escupió a El Mecánico en la cara porque lo vio jurungando la cartera de su mamá. Estaba preparado para recibir un golpe del tipo, pero éste lo que hizo fue un gesto de hiena hambrienta para espantar a Julio, quien salió del apartamento, derrotado, pero sin quitarle la mirada a su enemigo. Creo que ese día Julio acababa de llorar, lo que era raro porque se nos había metido en la cabeza que él no lloraba nunca.

Aunque El Mecánico no se quedaba a dormir en casa de Julio, salvo algunos fines de semana, siempre había un mal rollo entre ellos; no se soportaban y Julio lo único que deseaba era huir a casa de su tía, que vivía algo lejos pero no tanto si se va en autobús, y volver dentro de cinco años a partirle la cara a El Mecánico.

Un día el sujeto pretendió hacer el papel de su papá. Fue la tarde en que nos vio jugando a mí y a Julio en el pasillo, afuera de su apartamento, con unos tractores que transportaban barro y piedritas en cantidades moderadas.

El Mecánico llegó arrastrándose con pesadez y mal humor, gritó que habíamos ensuciado todo de mierda, cuando más bien fue él quien pisó nuestra área de juego y llenó de barro la sala del apartamento. Amenazó a Julio con que si no dejaba el suelo limpio y brillante, no lo iba a dejar salir a jugar durante un mes, y que él se quedaría en la casa todo ese tiempo para garantizar que así fuera. Julio se le plantó y El Mecánico, con sus manos y uñas renegridas, lo frenó en el pecho, y con ese gesto silencioso Julio supo que estaba derrotado de nuevo.

Para asegurar que Julio no incumpliera la ley, El Mecánico se instaló con su equipo de soldar frente a la escalera. Se puso a reparar una pieza de motocicleta, y si bien no podría ver desde allí el pasillo donde nosotros jugábamos, sí tenía resguardadas las rutas de salida que eran la escalera y el ascensor.

Julio dijo que aunque fuera por la ventana se tenía que escapar de esa insoportable injusticia, pero estaba en un séptimo piso y por más valiente que fuera era demasiado arriesgado burlar al carcelero de ese modo.

Así que se me ocurrió la idea a mí (no al ingenioso Omar, ni al valeroso Julio) de que se escapara por el bajante de desperdicios ubicado en el pasillo; había uno en cada piso, y El Mecánico no podía verlo desde su posición. El ducto del bajante no era ni muy ancho ni muy estrecho, así que con paciencia podría ir descendiendo, deslizando la espalda poco a poco en conjunto con la planta de los pies.

Julio aprobó mi idea como si fuera la más ingeniosa jamás concebida y su confianza me transmitió un poco de su grandeza, por lo que me sentí el segundo con mayor autoridad. Como era más fácil entrar en el ducto que salir de él, el plan no era descender hasta el piso seis y de allí huir por las escaleras, sino que debía bajar hasta planta baja para luego salir por el cuarto de la basura, cuya puerta estábamos seguros que se podía abrir desde adentro porque una vez habíamos estado en ese lugar espiando la labor de la conserje.

El plan terminaba allí. Ninguno de los dos sabía si su escapatoria tenía como fin último que pudiera irse a jugar con nosotros en la cancha o si implicaba una huida a un lugar más lejano. El hecho es que Julio me dijo que me quedara en el pasillo haciendo como que limpiaba o recogía los tractores para que El Mecánico no sospechara que andábamos en alguna movida extraña. Y así estuve como veinte minutos para darle chance a Julio de llegar hasta abajo. Pasado ese tiempo, cuando pasé frente a El Mecánico para bajar por las escaleras le dije que Julio estaba dejando bien limpio todo y que lo perdonara, pero el tipo ni se inmutó y siguió reparando su pieza automotriz.

Julio no fue a la cancha durante toda la tarde, ni en la noche; pensé que quizá El Mecánico se dio cuenta de nuestro plan y haló a Julio desde dentro del ducto y le triplicó el castigo.

El sueño se me había espantado cuando escuché la voz de Julio que parecía estar diciendo (no gritando, ni susurrando, sino como quien pregunta la hora a un desconocido) mi nombre o el de alguno de nosotros, y me pareció estar escuchado unos golpes en la pared justo cuando la puerta de mi cuarto se abrió con algo de estrépito. Al encenderse la luz se iluminó el rostro de mi mamá preguntándome si yo sabía algo de Julio. Me contó que su mamá estuvo preguntando por él, pues no sabía dónde estaba.

Lo habían buscado en la cancha, en el estacionamiento, en la azotea y en cada apartamento del edificio. Tanto escándalo a medianoche me llenó de temor, pero luego me sobrevino una alegría súbita: sentí que Julio nuevamente había sido un héroe, se había escapado y se habría marchado a donde su tía y volvería dentro de varios años a cobrar venganza, con nuestra ayuda, por supuesto.

Como, en teoría, yo fui el último que lo vio, me interrogaron una y otra vez durante las horas siguientes. Repetí mil veces que dejé a Julio en su casa porque estaba castigado y no podía salir. De hecho, no sin inocencia, insistí en que seguramente el último que lo vio tuvo que haber sido El Mecánico ya que éste le prohibió la salida a Julio y estaba instalado cerca de las escaleras, única vía de escape. No voy a negar que me sentí contento cuando la madre de Julio empezó a golpear en el pecho a El Mecánico a la vez que lo inculpaba del extravío de su hijo.

A Omar, que también había sido despertado por sus padres, tan sólo le dije en secreto sumarial que Julio se había escapado a donde una tía. No di detalles de cómo se fugó, así que asumió que fue a través del balcón, cuestión que no le impresionó.

Al día siguiente, como al mediodía, me remordió la conciencia de ocultarle la verdad a la mamá de Julio. Así que le toqué a su puerta y le dije que él se había ido a donde su tía, que la llamara y lo buscara allí; ella me respondió, con una lástima envuelta de pesadez, que si estuviese allí, su hermana ya lo habría traído de regreso, que además la casa de la tía no estaba nada cerca, que era muy pequeño para llegar hasta allá. Sin embargo, no sé si para complacerme ­–lo dudo–, llamó a su hermana sólo para comprobar que ésta no tenía noticias de su sobrino. Yo me acerqué a ella y la abracé, quería darle una especie de consuelo viril pero terminé lloriqueando sobre sus hombros; ella me abrazó y supongo que cerró los ojos y se imaginó que yo era su hijo.

Fue hasta el tercer día cuando los vecinos comenzaron a quejarse del bajante tapado, porque las bolsas y desechos que se estaban acumulando entre los pisos ocho y cuatro. Primero la conserje probó con un palo de escoba, luego vinieron los encargados del mantenimiento del edificio y después unos hombres de batas blancas.

Apenas supe la noticia, corrí a mi cuarto, busqué debajo del colchón la colilla de cigarrillo casi desintegrada y la arrojé al retrete; no se desapareció en la espiral de agua sino hasta la tercera bajada.

Aún hoy, prefiero acumular la basura en mi apartamento y luego llevarla, en grupos de cinco bolsas, directamente a los contenedores que están en la avenida. Lo hago muy lento, con modorra, como casi todas las cosas que hago desde hace un buen tiempo.