Mi relación con el diablo comenzó siendo yo pequeño. Mi primer recuerdo es verme manejando bicicleta, solo, por la escarpa en una calle de doble sentido, donde cada veinte minutos pasaban los autobuses del transporte público. Creo que mi padre estaba detrás de mí, no estoy seguro si retándome o arengándome para no caer y hacerlo bien. Imagina la presión que uno siente por querer quedar bien con el viejo. Aquella tarde le habían quitado las rueditas de apoyo a mi bicicleta Vagabundo y comenzaba a dar mis primeras rodadas conservando el equilibrio. Avanzaba por esa escarpa, con una larga barda de no más de un metro de altura del lado izquierdo y dos postes enfrente como únicos obstáculos; uno era del teléfono y el otro una señalización indicando que más adelante, sobre la calle 38 de la colonia Jesús Carranza, se encontraban las vías del ferrocarril. Yo daba pedaleadas seguras y trataba de controlar el manubrio para librar los escollos que se erguían en mi derrotero. Entonces lo vi. Tenía la forma de un blanco gato completamente estilizado que se paseaba por la barda. En ese momento no me dirigió la palabra, como luego haría un hábito; más bien, se recostó en la barda, dejando caer su derecha pata trasera y se quedó mirándome: se lamía la delantera pata derecha que había cruzado sobre la otra, y, sin parpadear, de manera burlona, como anunciando mi fracaso, no me quitaba la mirada de encima. Contraje las mandíbulas, apretando mis pequeños dientes de leche, y acepté el reto que lanzaba: ningún maldito gato iba a ser causa de mi derrota. Al final de la barda amarilla, con todo y gato recostado en ella, una mujer entrada en años, con anteojos y una mascada rosa cubriéndole la cabeza, apareció en mi ruta. No pude sortearla; le di de lleno en las espinillas con la rueda y le encajé el manubrio en la cadera, lo que la hizo caer hacia adelante y terminar a media calle. Yo quedé tirado en la banqueta. Escuché a mi padre y otros adultos correr para ayudarla, y un chirriar de llantas y el impacto de metales y vidrios cuando para no pasarle encima a la anciana, los autos chocaron entre sí. Aún llevo grabado en la mente el sonido de los metales retorciéndose, los “¡Cuidado!”, esos pequeños gritos ahogados que espantaron a los pájaros en los árboles que apenas brindaban algo de sombra. El gato arqueó el lomo, se relamió, volvió a arquearse desperezándose y continuó su camino sin apartar la mirada de mí. Se lanzó hacia abajo, pasó encima de mi bicicleta y cruzó entre mis piernas maullando. Yo quise patearlo, y entonces miré sus ojos: un colibrí batiendo las alas y esa desesperante visión de acertar el primer beso a Alejandrina. Aquel sudor de las carnes de Larissa desnuda y el enjambre de moscas en la ventana del departamento, imagen que habría de ser reincidente. Mis padres peleando. Mi hermano en la milicia, desaparecido. Y la maldita anciana sentada junto a mí, mientras todos se arremolinaban junto a su cuerpo a media calle. “Ya te llegará el momento, muchacho.” La anciana quiso coger al blanco gato pero desapareció. Apreté los puños, enojado, y el gato estornudó sin mirarme; levantó la cola, presumido, y corrió lejos de mi vista. Ya llegaría el tiempo del divorcio de mis padres, aquel beso de secundaria y esas moscas sobre el cadáver de Larissa, y los demás cuerpos que se irían acumulando. El gato blanco, sigue paseándose por la terraza. Me sigue retando.