Las casas de las antiguas civilizaciones se han abierto. El hombre muerto y pecador, con una copa de licor en mano, ha caminado. Los dioses, juzgados por el hombre: la diversidad de los días, los colores a través del prisma o un ave con alas de fuego. Se extiende un bosque de silencio y de cautela. El jaguar, hombre primitivo, camina sigiloso y es hallado por otros hombres calzados de ramas. Ambos se miran como en un espejo a la distancia. La luz del cenit atraviesa las copas de los árboles y cae hasta la tierra. Los hombres que miran la sangre iluminada del jaguar alzan la vista hacia el cielo y el sol se transfigura en un ave de oro. Vuela por el tiempo como en un barco de madera. El viento sopla fuerte y acaricia las superficies de la tierra. Una voz diáfana estremece los sentidos y el ramaje a la entrada de las puertas. Mujeres y hombres se detienen un instante, se sacuden el saco, la camisa, miran hacia algún sitio, observan la hora. Los caminos se han bifurcado y se han multiplicado, no obstante el nacimiento de los ríos. Un bastón se ha apoyado casi en la sima de una colina, sostenido por una mano anciana. Sus arrugas son de cordilleras, como de venas sus ríos. Ríos de lágrimas, nostalgias, batallas perdidas, desilusión y muerte, mucha muerte, casi hasta la extinción. De tiempo espiralado y cuerpos en forma zizgagueante. El sueño cabalgado por la imaginación de nuestros días.