Hace poco viajé a Estados Unidos. Al sur, para ser más exactos, porque al igual que México, la llamada “América” es también muchas Américas al mismo tiempo. La del norte, la del sur; la West Coast, la East Coast.

Por lo tanto, decir que se fue a Nueva York implica algo inmensamente diferente a decir que se visitó Florida o Arkansas. Yo visité el sur, ahí donde la comida es más grasienta que en todos los demás lugares, donde hay más estaciones de country en el cuadrante radial que de cualquier otro estilo musical. Pero del country feo, de plástico, muy blanco. El sur, donde el rythm and blues se sigue escuchando y entendiendo como un estilo puramente negro, donde los negros siguen siendo segregados y donde la admiración de representantes de la cultura afroamericana, como Ray Charles y Aretha Franklin, está —aún en este siglo— muy lejos de ser extendida a los demás representantes de su cultura.

Llegué primero a Orlando, renté un coche y tomé camino con dirección a Georgia. Por mi mente, una y otra vez, Gladys Knight y sus Pips cantaban “Last Train to Georgia” y uno no entiende precisamente esas cosas, esas canciones, hasta que está en el escenario mismo que les sirvió de inspiración. Ahí iba yo, por la ruta 95, a setenta aburridas y reglamentarias millas por hora, esperando delante de mí cuatro horas y media de camino que, al final, se convirtieron en una especie de epifanía.

A mi paso por Florida, con todo y sus highways, sus extravagantes y grises puentes a las entradas de Daytona Beach y Jacksonville, pensaba en cuando esa tierra era completamente virgen, completamente húmeda. Al ver al lado del camino la maleza tropical —que con los kilómetros se volvía boscosa, pero no menos húmeda— pensaba en aquello que los exploradores españoles se habían venido a encontrar: kilómetros y kilómetros de zonas verdes perpetuas, pantanos por doquier, algo completamente ajeno a la península de la cual habían zarpado. Una tierra rica, explotable, infinita. “Por eso la Florida, nada más por florida”, pensé.

Siempre que pienso en los años que me han antecedido, en los siglos y en todo eso que implica el tiempo y su grandeza incomprensible, el estómago me duele, se me hace una especie de vacío que ronda entre la incredulidad de estar aquí y ahora, y la fantasía de que tal vez lo que veo a mi alrededor no tiene nada de verdad. Paradojas.

Aquel sentimiento se agravó cuando caí en cuenta de que desde esa misma península que estaba recorriendo sobre concreto hidráulico la humanidad —al menos la occidental— había emprendido su más grande hazaña: conquistar la Luna. Y todo eso, combinado con el paso y la velocidad, los anuncios publicitarios como huella de la civilización, me hicieron darme cuenta de varias cosas. “Parecemos un cáncer”, pensé justo al cruzar la frontera de Florida con Georgia. “Somos una enfermedad. Termitas carcomiendo el gran mueble de madera vieja”. Me dolió el estómago, pero no como cuando pienso en el tiempo, sino con la misma sensación que tenía en la panza cuando sabía perfectamente que mis padres me regañarían por haber llegado “cuando ya no había sol” después de andar en bicicleta. Me carcomió, ahí, a setenta millas por hora, un sentimiento de culpa.

De pronto, parecía que las ruedas de mi rent-a-car giraban lentamente y el pavimento se volvía espeso, los anuncios a mi alrededor que anunciaban gasolineras se volvieron un síntoma de mi impotencia, la de no soportar la idea de que cada uno consumimos bastante, producimos bastante y destruimos bastante a nuestro paso, a cada paso. Así lo vi: Ya llegamos a la Luna, ya creamos y completamos hazañas, libramos guerras, pero y todo eso, ¿para qué? Si somos como termitas que se están acabando con concreto hidráulico, carreteras, gasolineras y restaurantes de comida rápida que producen cantidades exorbitantes de basura la única cosa, el único lugar, el único sentimiento que todos tenemos en común: la Tierra.

A mi llegada a Savannah no vi más que una vida mecanizada y falta de espontaneidad, una vida egoísta donde lo único que importa es la comodidad. Aire acondicionado, espacios para estacionarse y concreto, mucho concreto. Pero no era Savannah, no se trata de despreciar la belleza urbana y la creación del hombre, sino de pensar que todo se ha deformado, todo se ha contaminado. Las ciudades, en lugar de ser el escenario en el que se desenvuelve la historia de la civilización, como en todos los países, se ha vuelto el modelo perfecto de la decadencia y el exceso. ¿Ya no cabemos?, perfecto, talemos más árboles, entubemos más ríos para que nuestros coches puedan circular. Miles y miles de coches usados que nunca se venderán y que probablemente acaben siendo prensados o vendidos por partes. Todo eso me generó un vacío. Estamos completamente desligados de la naturaleza, de todo lo que representa.

Para cuando llegué al lugar donde pasaría la noche estaba desalentado, triste. Me sentía culpable cuando prendía el aire acondicionado, me sentía parte de la destrucción, del egoísmo, de esa enfermedad que se come al planeta. Salí a comprar algo de cenar, comida rápida, y de pronto me sentí miserable, comiendo entre basura, entre el vaso de Coca-Cola, el cartón de las papas, la envoltura del sándwich, el mantel de papel. Fui a dormir luego.

Cuando desperté al otro día, todo se me había olvidado. Era un nuevo amanecer, todo estaba verde y el sol seguía ahí. ¿Qué podía estar mal?