Hicieron lo único que podían hacer: bebieron. Las velas fueron apagándose una por una y en el cielo no se veía un solo rastro de luz. Adivinaban sus siluetas en la noche y escuchaban el quedo sonido de sus respiraciones. Afuera, la lluvia no cesaba. Las láminas del techo crepitaban al borde del quiebre, aunque a ratos, el ruido se convertía en un siseo leve que se desvanecía en las ventanas. En esos momentos, Tomás intentaba levantarse para buscar los cerillos y encender las mechas de las velas, pero el primer movimiento para ponerse en pie hacía que el estómago le diera un brinco y las ganas de vomitar se volvían casi incontrolables. Se sentaba de nuevo y oía la respiración de Héctor y la lluvia galopando y el crujido de las láminas, pero le retumbaban las últimas palabras de su padre.

—Ya no recen por mí. Los muertos no tienen dios. A los muertos no nos queda nada.

Y no dijo más. Él, de cuclillas frente al cuerpo, quedó mudo. Sólo asintió con la cabeza, aun cuando su padre ya tenía los ojos cerrados. Era un gesto para sí mismo. Héctor, su hermano, estaba dormido y no escuchó nada, pero despertó justo cuando el anciano dejó de respirar. No hubo siquiera un quejido leve o el más tenue indicio de su muerte, pero él lo sabía. Su padre estaba muerto. Ese hombre al que habían velado por tres días y tres noches enteras estaba muerto. Quedaron en silencio, pero fue un silencio muy breve, porque Héctor empezó a rezar un padre nuestro, hasta que Tomás le repitió la última petición de su padre. A Héctor no le quedó más que dejar de rezar y se quedó con el ceño fruncido mirando el rostro de su hermano, y luego el de su padre. Se levantó para ir hacia la sala y se plantó de frente a la ventana, donde la lluvia en realidad no dejaba ver otra cosa sino una luz macilenta, gris, porque aún era de día. Se quedó allí hasta que caminó a su cuarto y sacó de un cajón el aguardiente, vertió el líquido en un vaso y bebió de él una, dos, tres veces, y no fue sino hasta la cuarta cuando miró a su hermano, que tenía los ojos pegados al suelo, y le preguntó, desde el otro lado de la casa:

—¿Quieres?

Aunque Tomás no respondió, Héctor le sirvió en un solo vaso lo que él se había bebido en cuatro. Cuando ambos iban por la segunda ronda, pensaron que sería mejor acomodar a su padre en el suelo de la sala, porque a ratos la lluvia cesaba y quizá pronto se acabaría del todo, y desde ahí, desde la sala, les sería más fácil cargar a su padre hasta la casa de don Feliciano, el hombre del pueblo que limpiaba los cuerpos para que fueran dignos de ser tragados por la tierra. Acomodaron el cadáver de su padre sobre el suelo, le pusieron encima una sábana que le cubría desde los pies hasta el cuello y colocaron a su alrededor cinco velas, para calentar el cuerpo, que seguía tibio y con un gesto que engañaba a la muerte, como si solo estuviera dormido, pero acaso se trataba de un sueño intranquilo, porque las cejas y la boca habían quedado contraídas. Y ellos siguieron bebiendo hasta que se hizo de noche, las velas se apagaron y la lluvia no paró.

Tomás quería ponerse de pie y buscar algo para alumbrar el cuarto, pero el aguardiente le revolvía el estómago y en su nariz nacía un olor amargo, pútrido. Hubiera querido decirle a su hermano que el cuerpo de su padre se pudría frente a ellos, que estaban encerrados con la muerte, en un estado donde no se puede ser bueno ni malo, donde no hay luz ni oscuridad, sino una capa gris de nada, cuando Héctor empezó a roncar; y roncar, pensó Tomás, era peor que rezar. Así que a tientas se guió por el sonido estertóreo de su hermano, sintió su hombro y lo picó varias veces, hasta que despertó y le dijo:

—¿Qué pasa?

Pero Tomás no respondió, porque el esfuerzo lo hizo sentir como si de pronto cayera por un barranco, y sus tripas y sus huesos y absolutamente todo lo que tenía entre los tobillos y el pecho subía tras cada palmo de caída, y antes de acomodarse en el suelo, vomitó larga, dolorosamente, sobre el cuerpo de su padre, sin que la noche le permitiera verlo. Así que continuó. Lo hizo hasta que su estómago no pudo más y, finalmente, se dejó caer de espaldas.

Entonces, Héctor, amodorrado, tallándose los ojos en las sombras, se levantó y trastabilló un poco antes de llegar a la cocina, donde alcanzó un cerillo que prendió vacilando, sin que la flama alumbrara más allá de su pulgar y su índice. Caminó así, con la llama levantada a altura de la cara, hasta llegar a la sala, sin darse cuenta de que su hermano, acostado como un ovillo, vomitaba otra vez, sin que le importara batirse en sus propias tripas. Con cada convulsión empezó a soltar un lamento suave, muy suave, susurrando que los muertos no tienen dios, hasta que cada murmullo se convirtió en grito y Héctor, sin ver nada más que la pequeña flama del cerillo titilando, tropezó y cayó sobre los cuerpos. Quizá fue el aullido de Tomás en medio de la noche, quizá el ardor del alcohol, pero también él, Héctor, empezó a llorar, a gritar, a preguntar por qué.

Y así, los tres en el suelo, batidos en esa repugnancia, los encontró el hilillo de luz que se asomó por la entrada. Era el quinqué de don Feliciano, que abría la puerta con un crujido leve, porque la tormenta había pasado y todos, absolutamente todos en el pueblo, escuchaban los gritos de aquella casa y se preguntaban qué les sucedía a los hermanos que velaban a su padre, a su pobre padre moribundo.