Agita brazos y piernas mientras cae. Se impacta contra el mar. La velocidad que ganó en la caída libre lo sumerge. Antes de perder el conocimiento, logra entrever un pez de color rosado con franjas anaranjadas.

Abre los ojos, la luz es enceguecedora. Sus labios saben a sal. Le arde la garganta. Extraña a su padre y una sensación de abandono lo embarga, como la primera vez que se perdió. Tenía cinco años. Dos vecinos lo hallaron al cuidado de una jauría de perros y lo llevaron de vuelta a casa.

Siente una frustración desmedida que le provoca un nudo en la garganta. Quería volar muy alto, para que su padre estuviera orgulloso de él; impresionarlo, para que dejara de querer a otros hombres por hijos.

Se acostumbra a la luz. El cúmulo de sensaciones tristes deja sitio a un dolor que primero es mínimo, soportable.

Grita. La espalda le duele. Tiene incrustado el aparato que diseñó su padre para que pudiera volar. Apenas intenta moverse un poco, el aparato se entierra más, sobre todo en la joroba que sobresale del lado izquierdo de su espalda. Es un ángel deforme al que le duelen las alas —aunque los ángeles no existen aún y eso lo anula por partida doble: por su padre y por mí—.

Ícaro grita más. La espalda no es lo único que ha comenzado a dolerle. Se percata de que perdió el pie derecho. Se siente impotente: apenas intenta incorporarse, el aparato para volar se incrusta más y la sal que trae consigo cada marea le quema cuando alcanza el muñón.

Berrea con el puño levantado hacia el cielo e hilos de baba salen disparados de su boca. Su rostro se transfigura por la furia. Frunce las cejas, la nariz y la protuberancia que se cierne sobre su párpado derecho, ocupando la mayor parte de su rostro; la cicatriz que le cruza el lado izquierdo de la cara deja de ser una línea más o menos recta y se convierte en un zigzag; sus dientes deformes rechinan. Ícaro piensa que esta desgracia es culpa de su padre. Recuerda todas las veces que lo llevó al límite en nombre de la eficiencia. La disciplina férrea y violenta a la que lo sometió durante sus más tiernos años. Tenía ocho cuando le prohibió jugar con los demás niños; diez cuando su padre lo ató a un árbol y lo dejó a su suerte durante tres días. Al año siguiente, lo llevaría consigo en un viaje de trabajo a Creta y lo pondría a trabajar con los demás hombres en la construcción de un laberinto, sin importar las rudas condiciones de la tarea. “Para formar tu carácter”, dijo su padre.

La furia retrocede, la tristeza lo embarga: quizás no se perdió cuando tenía cinco años, piensa; probablemente su padre lo abandonó. No recuerda un abrazo, ni una caricia. Llora. El sol comienza a ocultarse.

La temperatura desciende. La garganta le duele, siente sus extremidades entumecerse paulatinamente, seguramente se va a enfermar. Tiene miedo. Cree escuchar voces que dicen cosas ininteligibles. “Monstruos”, piensa. Cree que son monstruos como los que su padre le decía habitaban bajo su cama, bestias que se comen a los niños que no obedecen y son orgullosos; monstruos que castigan a los que no siguen órdenes; criaturas espantosas que su padre inventó para que se resignara a ser su hijo y de nadie más.

Las voces se acercan. Ícaro quiere incorporarse para huir, pero apenas lo intenta, el dolor reaparece con mayor intensidad. Algo tronó en el intento fallido, no sabe si fue el dispositivo que se aferra a su espalda o un hueso. Entretanto, ha caído la noche y ésta le pertenece a los monstruos.

Un par de dedos de piel rugosa se pasean por el rostro de Ícaro, por su protuberancia y su cicatriz, por su oreja izquierda, más grande que la derecha. Los dedos regresan, con lentitud, hacia la protuberancia, la palpan, la rodean. Ícaro está sumido en un ligero éxtasis, consecuencia de las caricias tan suaves que producen los dedos a pesar de lo áspero de la piel. Una voz grave se escucha y vuelve a poner a Ícaro en alerta. Al instante, dos pares de manos lo sujetan y levantan sin importar la resistencia que él opone. “El Minotauro tiene la fuerza de cien hombres”, le decía su padre.

Ícaro tiene fiebre y ve peces rosados con franjas anaranjadas que surcan velozmente el cielo oscuro bajo el que monstruos bicéfalos, peludos todos ellos, lo llevan hacia su escondite para devorarlo. Mientras tanto, pareciera que el mar le regala una tonada ciertamente sombría que revela el carácter trágico de la situación. Una tonada que él silbaría una vez recuperado de la fiebre y que quedaría prendida a los oídos de sus captores. Más tarde, aquellos le agregarían el sonido de tambores y algunos instrumentos de viento. Una vez convertida en una pieza musical, sería accidentalmente exportada al interior del continente por los piratas de Anaxímenes de Samos, que luego de encallar en esa isla y convertirla en un centro de descanso de sus correrías por el Mediterráneo, aprenderían, entre otras cosas, la ejecución de dicha pieza, convertida para entonces en una especie de seña de identidad colectiva. Claro que la interpretación de los piratas distaría mucho de la original. Con el devenir de los años, aquella pieza musical atravesaría Sicilia, se adentraría en Tarento, cruzaría la Italia etrusca, llegaría a la Pannonia romana, solo para volver a Italia coreada por los hombres de Alarico I durante el saqueo a Roma, y sería un comerciante de Florencia quien llevaría aquella pieza musical a Inglaterra, convertida en un mero silbido con matices alegres, que poco o nada tendrían que ver con la composición original. Siglos más tarde, y habiendo permanecido latente en el folclor inglés, sería motivo de inspiración para la composición del cuarto interludio marino Storm, que escribiera Benjamin Britten luego de un breve paseo dominical por las calles salinas de Dover, haciendo parecer todo una extraña coincidencia. Pero justo así, como suena Storm, suena la tonada que pareciera llega del mar hasta los oídos de Ícaro. Quizá sea escritura divina que se revela en la tragedia, o simplemente fiebre.

La picadura de un mosquito lo despierta. Está recostado boca abajo sobre una esterilla. El calor demasiado húmedo provoca que el despertar sea pesado. Pareciera que sale de una alucinación o de una pelea perdida.

Siente alivio. Cree que todo ha sido un sueño: la prisión, el vuelo, la caída, el dolor, las heridas y los monstruos. Intenta ponerse de pie y se da cuenta de que no es así, le hace falta el pie derecho y en la espalda tiene incrustadas las alas que su padre diseñó.

Está en un habitáculo rudimentario. Afuera, el trino de los pájaros es secundado por el rumor que producen muchas voces que dicen cosas que él no entiende, ni siquiera comprende las emociones que hay detrás de esos sonidos guturales. Imagina que afuera no hay sino monstruos peludos, bestias bicéfalas. La sed lo agobia y en ese habitáculo no hay agua. Quizá esas criaturas entiendan que está muriendo de sed.

Grita algo que no se entiende, pero que para él significa agua, luego se arrepiente. Inmediatamente, un hombre, no un monstruo, irrumpe en el habitáculo, se detiene en la entrada y desde ahí llama a otros. Dos hombres desnudos, de olor extraño, llegan hasta Ícaro; luego de una honda reverencia, lo ayudan a ponerse de pie, lo sostienen. Con sumo cuidado lo conducen fuera del habitáculo, ante la sonrisa amable del Hombre. Entretanto, Ícaro berrea y lucha violentamente para zafarse. Cuando lo logra, se tira a los pies del Hombre, se abraza a sus piernas y berrea con más fuerza. Al instante, los tres hombres caen de hinojos y musitan largas oraciones en una lengua muy antigua. Ícaro deja de llorar, sorprendido por lo que los otros tres hacen. Entonces, un recuerdo aflora: su padre rezaba con él y, aunque él no sabía rezar, le gustaba intentarlo, porque era el único momento del día en el que ambos compartían tiempo.

Afuera, lo sientan en una silla extraña. A sus pies se encuentran congregados, de hinojos, otros hombres, mujeres y niños, no monstruos; todos están desnudos. Recitan una plegaria que le dirigen a Ícaro ante la anuencia del Hombre, quien alienta a los suyos moviendo violentamente los brazos para que reciten más fuerte y más rápido. Le rezan a un ángel al que le duelen, aún, las alas. Tras un movimiento del Hombre, los demás guardan silencio. Éste se acerca a Ícaro y le ofrece, ceremoniosamente y con movimientos exagerados, un recipiente lleno de lo que el niño cree que es agua. Ícaro la bebe desesperadamente. Una vez satisfecho, el Hombre retira cuidadosamente de sus manos el recipiente y ordena a un grupo de hombres apostados a la diestra de Ícaro que se acerquen.

Quince hombres, con signos pintados sobre la piel, llegan hasta Ícaro y levantan su silla ante la algarabía del resto, quienes lanzan aullidos y toda clase de sonidos guturales. Ícaro no entiende lo que sucede, pero de golpe ha llegado a su memoria el día en que su padre le enseñó a silbar como un pájaro cuyo nombre no recuerda. Un pájaro de pecho amarillo al que le gustan los dátiles.

El grupo que carga a Ícaro encabeza la procesión que recorre la isla, mientras entonan un cántico que a veces se torna tenebroso. Un cántico bello, por cierto, que apenas fuera conquistada la isla por los romanos, sería llevado al interior de Italia y convertido en canción popular que los niños corearían con singular alegría. Nerón entonaría aquel sombrío, pero bello canto la noche del 19 de julio del año 64. Siglos más tarde, serviría de inspiración a Prokofiev para componer la “Danza de los caballeros” de su ballet Romeo y Julieta. Y vaya casualidad, la composición hecha por Prokofiev serviría para musicalizar una película dirigida por Tinto Brass, basada en la vida del emperador Calígula, primo de Nerón, ambos miembros de la dinastía Julio-Claudia, cosa nimia si no se considera a Augusto, quien fuera descendiente indirecto de Dédalo. Probablemente sí es escritura divina o fiebre, pero Ícaro, sentado en esa silla extraña, aullando como los que lo alaban, se siente feliz, disfruta la vista. Poco o nada le duelen las alas en las que las mujeres, de piel tostada, lanzan collares con cuentas de ámbar.

La procesión se detiene al llegar al punto donde encontraron a Ícaro, y él sigue sin entender lo que sucede. Nada puede preguntar, porque nadie habla su lengua, porque los ángeles no existen aún, los ángeles son guardianes del ministerio de la fe cristiana y aquel pueblo ignoto adora algo que no se llama Dios. Y porque Ícaro no sabe decir palabras, a pesar de los esfuerzos de su padre, a veces violentos, para que aprendiera, no ya a leer, sino a hablar.

Los quince hombres colocan la extraña silla en la que va sentado Ícaro de tal forma que éste pueda ver el mar y ordenan a un grupo de mujeres que se acerque. Éstas, presurosas, le ofrecen a Ícaro fruta de colores extravagantes y caricias que él no desprecia. Una joven mujer con una cicatriz que le cruza el rostro destaca del grupo que lo alimenta, y es ella quien le ofrece un recipiente que contiene el mismo líquido que bebió antes. Ícaro lo bebe sin prestar demasiada atención; mira el rostro de la Mujer y una sensación desconocida hasta entonces le recorre la espalda. Mientras tanto, frente a él, los hombres comienzan a levantar lo que pareciera ser un monumento para honrar su fortuita aparición, ante el aplauso de los más viejos y la aprobación del Hombre, quien dirige los trabajos. Entonces, Ícaro piensa en su padre, en que si estuviera aquí y fuera testigo de la adoración que le proveen otros hombres, mujeres y niños, se sentiría muy orgulloso de él y, muy probablemente, hasta lo abrazaría.

El sol se ha ocultado y el monumento ha sido concluido. Una asta sobresale, pero Ícaro no sabe lo que es, su padre es el arquitecto, no él, él sólo quería un perrito.

El Hombre ordena que enciendan fuego, se quedarán ahí a dormir.

La vista de Ícaro se nubla, el estómago se le retuerce y una cierta embriaguez da calor a su pecho. Siente alegría. Quiere quedarse ahí para comer mucha fruta, beber esa cosa que le sabe deliciosa y recibir caricias y abrazos de todos. Se ensimisma en sus ensoñaciones hasta que escucha la voz de una mujer que le acaricia las alas que, más que alas, son ya pedazos de madera que cuelgan de más pedazos de madera que están, a su vez, incrustados en su joroba. Es la Mujer. Ella sonríe al encontrarse con su mirada y a él le tiembla el corazón; sus manos se han entumecido. Ícaro no lo sabe, pero la Mujer será llevada a Lidia por los piratas de Anaxímenes y luego vendida como esclava. La Mujer se enredará con su amo y, posteriormente, habrá de dar a luz a una muchacha de belleza inusual. Huma Hatum se llamaría la niña, esclava también que, a su vez, y repitiendo un misterioso patrón, se enredará con su amo, el sultán otomano Murat II, quien a la postre la convertirá en la madre de Mehmed II, cuya espada dará muerte a uno de los tantos descendientes de Dédalo en el sitio de Constantinopla.

Ícaro, embriagado, silba la melodía extraña que llegó a sus oídos cuando languidecía por la fiebre. La Mujer parece embelesada y canturrea la melodía, a manera de acompañamiento, mientras Ícaro se va quedando dormido poco a poco. Sueña que está en casa; que su madre está viva y su padre es feliz; que éste le talla leoncitos de madera, mientras su madre prepara un guiso con pescado; que él no tiene esa cosa rara en la cara, ni en la espalda; que sus orejas son del mismo tamaño y que tiene muchos amigos.

La brisa marina lo despierta. Está frente al mar, en el mismo sitio donde lo hallaron sus adoradores. Está aturdido, pero cuando comienza a salir del sopor, se percata de que está amarrado de pies a cabeza al asta del monumento, justo como su padre lo amarró al árbol cuando tenía diez años.

Todos están de rodillas, dispuestos alrededor de él, mientras recitan una plegaria, la misma que recitaron el día anterior. Ícaro se agita y pelea por zafarse, pero los nudos no ceden. Berrea, llora y grandes espumajos de baba salen disparados, pero nadie se compadece de él. Busca entre la multitud y encuentra a la Mujer. Ella llora y él la mira. Ícaro grita algo que no se entiende, pero que para él significa “¡ayúdame!”.

Ícaro detiene momentáneamente su lucha. Vino a su memoria el recuerdo de su padre llorando al pie de su cama cuando él, teniendo 7 u 8 años, enfermó gravemente y nadie sabía dar razones de una posible cura. Ícaro se esfuerza y trata de recordar qué sucedió después, pero el recuerdo es vago.

Mira el mar, sus labios saben a sal. Extraña a su padre. “Qué bonito es el mar”, piensa.

El Hombre se acerca hasta Ícaro, mientras el resto acelera la plegaria y la Mujer llora desconsolada, a ratos aúlla un dolor que pareciera no caberle en el cuerpo.

Ícaro cierra los ojos mientras el Hombre le sujeta firmemente el cabello y una marea alcanza su muñón. Sí, recuerda —y el recuerdo es claro—, su padre sí lo abrazó alguna vez; cuando se perdió y Dédalo, no los vecinos, lo encontró a merced de una jauría de perros.

—Me sentí morir, sangre de mi sangre —le dijo su padre, sollozando, aquella vez.

Un pez de color rosado con franjas anaranjadas emerge de las profundidades del mar. Ícaro sonríe.