¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo
José Gorostiza

—Te vino a buscar el Diablo.

—¿Qué quería?

—No sé. “¿Aquí puede encontrar uno a Gildardo Sámano?”, escuché. “Aquí vive, pero orita no está. Venga más tarde”, le respondí, pero fue sin querer. Luego comprendí que era él.

—¿Se fue volando?

—No te sé decir eso, Gildardo, pero se estuvo un rato aquí. ¿Ya ves que el cielo se pone colorado cuando el día se está apagando?, pues ese color se volvió espeso y el aire empezó a descolgarse bien despacito y cayó poquito a poco en forma de neblina. Me di cuenta de que el cielo se estaba cayendo porque las flores de la jacaranda se confundían y se perdían en esa neblina. Ni las cocotitas, ni los chiscos cantaban, Gildardo. De los laureles caían lamanquescas. Del jegüite saltaban grillos negros. Los hormigueros vomitaban coralillos. El zacate y la leña se perdieron debajo de las alacranes. Y vas a decir que miento, pero el guamúchil y el huizache sudaban sanguaza, por Dios.

—¿Qué tanto miedo tuviste?

—El miedo es canijo, Gildardo, pero el Diablo más. No tenía ningún temor y le pregunté: “¿Qué buscas aquí, Diablo?”. “Fortino Sámano, no es a ti a quien busco”, me respondió con una voz que salía de todos y de ningún lado. Se paseó entre las hojas y a veces se metía en el aire, porque de pronto jedía a azufre y todo olía a Diablo. Yo fumaba mis Alitas, pensando y buscando, buscando la jacaranda que se había perdido, reconociendo el cielo que se había caído y pensando en que hacía tiempo que no me sentaba a fumar un cigarro mientras pensaba. “¿En qué piensas?”, me preguntó, sacudiéndose en el aire. “En lo que busca aquí el señor Diablo”, le respondí mientras levantaba el cigarro que me había tumbado el viento. Alcancé a ver que el humo de mi tabaco se movía como un gusano blanco entre esa espesura roja en que se había convertido el cielo.

—¿Por qué no le dijiste que se fuera?

—Porque no sentí ningún miedo, Gildardo, ¿por qué otra cosa ha de ser?

—¿A qué horas se fue?

—Mi luz sea la Cruz Santa, no sea el demonio mi guía… ¡Apártate…

—¡Fortino, te estoy hablando!

—¡Qué no oyes que estoy rezando?

—¿Y por qué?

—Porque ya me llegó el espanto, Gildardo. Va a venir otra vez. Le dije que volviera más tarde, pero fue sin querer. Va a venir otra vuelta. Te anda buscando. ¿Qué le hiciste al Diablo, Gildardo? ¿Pa’ qué te quiere? ¿Y si no te jalla y se las quiere cobrar conmigo? No sé qué habrás hecho, pero yo no tengo la culpa de tus actos. Aquí te esperas y te las ves con él. ¡No, no, no! ¡Tú no te vas! No me hagas sacar el 22.

—Te estás tardando, Fortino, ve por él —le dije dándole la espalda.

—Va a venir de nuevo, Gildardo. No te vayas, entiende, ¡por favor!…

Escuché su voz suplicante. Volteé. Estaba en la puerta con el 22 y el miedo entre las manos, con la tristeza en la cara y el llanto de toda una vida amontonado en sus ojos, punzándolos, sin poder brotar, sin poder derramarse. Pero no había modo de quedarme ahí, ya había tomado la determinación de irlo a buscar también.

Agarré la calle de los Santos. «A ver quién jalla a quién», iba pensando, «a ver quién jalla a quién»…

***

La mera verdad, cuando lo vi abrazado al laurel, gritando y enterrándole las uñas al árbol, no daba fe de que fuera el Colorado, Tomás, el maestro.

—¡No, no! ¡Vete! ¡Lárgate! —gritaba. Cruz, cruz que se vaya el Diablo y que venga Jesús —rezaba llorando.

—¡Maestro, maestro! ¡Qué tiene? —pregunté.

Volteó su cara de pronto, estaba sudada, más colorada y chimada de tanto refregarla en el laurel. Me miró con los ojos bien abiertos. Miraba pa’ un lado y pa’ otro, pa’rriba y pa’bajo.

—Soy Sofía, maestro, ¡qué tiene? —volví a preguntar.

Nomás de repente se le voltearon los ojos y se fue de boca. Cuando lo puse bocarriba comenzó a temblar y a retorcerse, su espinazo se le arqueaba y le tronaba. Yo, por las dudas, me reculé. Cuando se calmó, me acerqué. Seguía con los ojos volteados y jadeaba como perro. De repente, suspiró bien fuertísimo, se sentó y me dijo: “Dile a Gildardo Sámano que lo ando buscando”. Después de eso, se le fue el resuello y quedó con el pescuezo colgando. Al poco rato levantó la cara colorada y soltó un quejido, que hasta la fecha todavía oigo, y con los ojos medio dormidos volvió a mirarme.

—¿Qué día es hoy, Sofía? —preguntó con ganas de llorar.

—Miércoles, maestro.

—¿Las 2?

—Ajá —respondí.

Tenía mucha sed, me imagino yo, porque se empezó a humedecer los labios con hartísima desesperación, con tanta que hasta se oían los chasquidos de su boca. Se paró, se sacudió la ropa, se arregló el cabello y se fue a sentar a las banquitas del Señor de la capilla. Por la calle de los Santos Degollados bajaba don Gildardo y cuando pasó al lado del Colorado lo saludó con el sombrero.

—Buenas tardes, Tomás…

El maestro se le quedó viendo, pero no le devolvió el saludo. No movió la boca, ni siquiera por la mucha sed que tenía. Don Gildardo se siguió derecho, pasó frente a mí y me sonrió. Cuando iba por el árbol de veneno le grité:

—¡Gildardo Sámano, el Diablo te anda buscando!

—¡Qué quería, niña?

—¡Pregúntale al maestro Tomás!

Don Gildardo regresó con el paso apurado, casi corriendo. Podían sentirse su muina y su coraje en cada pisada. Esta vez, ni de reojo me vio.

***

El Colorado, tirado en la entrada de la capilla, estaba muerto cuando fui a preguntarle qué tanto le había dicho el Diablo. Tenía las manos tiesas, con las coyunturas retorcidas por el miedo, tapándole los ojos. Se los destapé, estaban vivos y con ganas de llorar.

—Chilla, Tomás, chilla si quieres. Ya no tiene caso que te aguantes, ya estás muerto —le dije, mientras me daba cuenta de que su piel se estaba marchitando, de que su carne estaba consumiéndose entre sus huesos y de que sus labios, de tan secos, parecían adobe. Así, ni vivo iba a poder decirme algo.

—¿Por qué no te bebiste el agua bendita, Tomás? El Señor te hubiera entendido —le susurraba—, o ya de perdida te hubieras bebido este llanto que te estás aguantando. Quise cerrarle los ojos, pero me dio miedo que se resquebrajaran como hojarasca.

—Quédate con tus ojitos, Tomás, guárdatelos, los vas a ocupar pa’ llorar allá, a donde sea que vayas o donde ya estés.

***

Entré a la cantina de Silverio, el Toca, y llegué derechito a la barra. Yolanda se acercó.

—Hoy nomás quiero aguardiente, Yolanda, otro día será. Sírveme uno, Silverio.

El conjunto de Dago y el Guara se estaba alistando.

—¿Qué te pasa, Gildardo?

—Nada, Yolanda. ¡Toca!, sírveme otro.

El conjunto preparaba sus acordes.

Decían que cargaba el diablo… Sonaba en el lugar.

—Vente a echar un conquián, Sámano.

—Otro día será, Lino.

… mataba gente porque así se divertía…

—¿Dónde dejaste a Fortino?

—No sé, no lo ando cuidando, ni que fuera su padre.

—Andas muy nervioso, Sámano, mejor tómate tu agüita. No vaya a ser que te mate por unas barajas. El conquián será otro día, como bien dices.

… los rurales le temían como si fuera veneno…

—Gildardo.

—¡Qué quieres, Silverio?

—Tomás está muerto y la gente está hablando. Los que fueron a levantar el cuerpo cuentan que soplaba un viento suave que desmoronó los labios de Tomás, que tenía la lengua podrida y que sus ojos no paraban de llorar. El último que lo vio con vida fuiste tú, tú le quitaste el aliento. Eso dicen. Así que te voy a pedir, por las buenas, que te vayas de aquí, Gildardo.

—Déjame la botella y quédate con el vuelto.

—¡Gildardo!

… en el rancho de Canales se aparecen tres mujeres que en vida fueron…

—La niña.

… causante de sus muertes…

—¿Qué niña?

—Sofía, tu hija. Ella fue quien lo vio con vida por última vez y me dio un recadito que me dejó el difunto.

… se oían gritos de mujeres cuando ya el sol se ocultaba. Eran aquellas valientes que ya de muertas penaban…

—Cuida lo que dices, Gildardo.

… quién había de pensarlo, que allá murió en el panteón…

—Pregúntale a ella si no me crees.

Silverio me agarró de la camisa, pero me soltó cuando el viejo Paulino entró. Llegó como siempre, amenazando y mentando madres. Venía de matar a su compadre Edgardo Auliz por un agravio que le hizo, nos dijo. Se sentó a mi lado y olía… ¿cómo podría decirse? A rencor, a muina y a odio rancios de tan viejos que se confundían con su sudor. Sus latidos enojados y violentos retumbaban tan fuerte que los sentía en mi pecho, tanto que hasta los confundí con los míos.

—Compadre, si me va a matar, hágalo bien, conforme a su naturaleza —dijo que le rogó don Edgardo y por eso le dio un machetazo y le sacó las entrañas.

Paulino tenía el brazo empapado de sangre, como si su piel quisiera conservarla por todo lo que le quedara de vida, como si quisiera mantener vivos el dolor y la muerte de don Edgardo. Pero la sangre huía despacio —hasta podía sentir en mi propia piel cómo se escurría entre los vellos de Paulino—, escapaba de su asesino coagulándose y cayendo en gotas gruesas y pesadas.

—Estás sudando sangre, Paulino —Silverio se atrevió a decirle.

—Déjala, Toca, no es mía, es de mi compadre Auliz. Lo que pasa, amigo Toca, es que también me bebí su sangre y ora ésta quiere ir a buscar a su dueño. Déjala que se vaya, amigo Toca, déjala. A ver qué cosa jalla.

Era sangre moribunda y agonizante, era el recuerdo rojo de Edgardo Auliz cayendo al suelo, arrastrándose en la tierra, revolviéndose en ella, yendo hacia el olvido.

—¿Y no va a querer que te guardes, Paulino? La autoridad ya te ha de andar buscando.

… cuiden muy bien el pellejo porque la vida se acaba…

—Cállate y sírveme, que no vine a escuchar consejos.

… la muerte andaba en el aire, ellos no la presintieron…

—¿A poco no temes condenarte, Paulino?

—Qué temor voy a tenerle yo a ése. Es más, tráemelo a él y a su mujer y verás qué tanto miedo tengo.

***

—Por culpa del Diablo, la Andalona mató a sus hijitos, pero le hizo creer que los había perdido. Todo por un desaire, allá en tiempos muy lejanos, casi olvidados. Y cuentan que más aparte la condenó a vivir a su lado para siempre.

—¿Cómo sabes eso, Fortino?

—Oí una vez, Gil, cuando don Paulino le contó a abuelito. Le dijo también que la vio en la cañada de Amolac.

***

Le dejé la botella y el vuelto a Silverio. Agarré un candil, salí de la cantina y fui a buscarla. Atravesé todo el pueblo para llegar al camino real a Xixingo. Para cuando encontré la vereda a Amolac, el sol ya se había metido y dejado la calor en cada piedra palpitante y dentro de la brisa, como el aliento de tierra que es. Pero se me afiguraba que un viento delgado y frío me perseguía, un viento que el rumor de los árboles delataba.

—¿Quién eres? —pregunté frente a un tlahuitole.

Era una sombra tan oscura, que ni el candil alumbraba. Poco a poco, como saliendo de esa oscuridad, apareció Tomás.

—Tienes los ojos tristes, Tomás, ¿qué te acongoja?

—Que siga muerto, Gildardo.

—¿Y qué puedo hacer por ti? ¿Por qué me andas siguiendo?

—Vine a decirte que…

—Ya sé quién me está buscando.

—No, que aquí te esperes, no subas el cerro si te interesa saber qué quiere. Tal vez ella sepa algo, pero no subas si no quieres ser un recuerdo despreciado, una pena olvidada. Espérala —me dijo y regresó a la sombra.

Antes de entrar en ella, volteó y me miró, estaba llorando.

—Esto que acabo de hacer tal vez me cueste los ojos, pero por el favor que me hiciste vine a advertirte —dijo y me dio una sonrisa tristísima.

Volvió a ser aire frío y siguió penando entre los árboles.

Comencé a oír pasos cansados, pero que hacían temblar la tierra; luego me imaginé que venía la Andalona. La reconocí casi sin verla, bajaba a duras penas de un tlacolole abandonado. No es cierto eso que dicen: que va de blanco, que su cabello llega casi hasta el suelo, que anda sin necesidad de asentar los pies. Me acerqué. Anda chimeca, eso sí, tenía la mugre de todos lados endurecida: de la cara, de los tobillos, de los codos… Su piel ya se había perdido en ese como tizne que era el polvo de tantos años; el cabello, en partes corto, en partes largo, estaba enmarañado y reseco, como de muñeca vieja; usaba un rebozo, deshilachado y comido por ratones, sobre sus hombros; sus pies descalzos y llenos de ámpulas apenas habían dejado una uña en alguna piedra. Le hablé:

—Ira, mujer, va a estar canijo que jalles verdad donde hay mentira. Tus hijitos no están vivos, ya no los busques, están muertos. Te los mató el Diablo. Ora dime, ¿dónde está ese hijo de su tal por cual? Lo ando buscando.

La Andalona seguía caminando, arrastrando el dolor en la tierra, llenando de sangre el polvo que levantaba, pero tampoco es cierto que vaya echando lamentos. Llevaba la mirada tiesa y fija en el suelo y, por momentos, se tapaba los oídos con harta fuerza.

—Ira, cuando lo veas, dile que…

—No quise hacerlo, no quise hacerlo, Sámano. El Malo sembró en mi pecho el odio, puso en mis ojos todo su enojo, llenó mis brazos con su fuerza y untó sus rencores en mis manos. Dile a mis hijos que no quise hacerlo, díselo a la gente también, por favor, Gildardo, por favor. Anda, anda… Sigue tu camino, éste es el mío —me dijo, apretándome el brazo y mirándome a la cara. La suya tenía dos surcos que el llanto de años le había rascado. Me soltó y se fue perdiendo entre las cubatas.

Vi su sombra hasta donde el candil me dejó. Tras ella iban las voces de sus niños.

***

—Gil, Gil… ¿Oyes? Gil, Gil…

—Mmmh…

—Despiértate, manito. Oye.

—¿Qué?

—¿Oyes?

—Sí. ¿Qué es eso, Fortino?

—Es la carreta del Diablo, Gil. Ya anda por aquí.

—No es cierto, Fortino. Me estás engañando.

—No, fíjate qué horas son, las 12. Ya te había dicho que el Diablo siempre llega a estas horas. Viste de negro y unos dicen que de charro. Va montado en una carreta jalada por un caballo azabache bien grandísimo que no tiene ojos, sino huecos más oscuros que su pelo. Ya te había contado.

—Ah que no es cierto, Fortino; los caballos no pueden andar sin ojos.

—Pero este no es como los caballos que conocemos, Gil. Haz de cuenta que es como otro brazo del Diablo, lo mueve pa’ onde quiere, como quiere. No necesita ojos, ve con los del Diablo. Es otra parte de él.

—No es cierto, Fortino. Me estás diciendo puras mentiras para asustarme. Abuelita ya me dijo que de por sí no te haga caso cuando me cuentes cosas de espantos.

—Bueno pues, ahi te lo haiga. Yo nomás te digo pa’ que te aprevengas. Anda por todo el pueblo buscando a los niños que no se han dormido, se los lleva y nadie los vuelve a ver jamás. Cuentan también que si no jalla a ninguno despierto y anda aburrido, se trepa a las casas y comienza a hacer ruido rasguñando —con unas uñísimas así de grandes— la teja, el adobe y hasta el cemento, para despertarlos y llevárselos. Y si de plano es mucha su maldá, se mete a las casas, apaga los candiles, tira cosas y comienza a hablarles con voces que conocen y que sólo ellos oyen. Cuentan también que lo último que ven son unos ojos rojos y una sonrisa amarilla y podrida. Petra dice que se los lleva a la tierra de Amolac, donde tiene una cueva, ahí los mete y se los come. He oído decir que sus lamentos, sus llantos se escuchan desde el camino real a Xixingo. Nadie vuelve a verlos, Gil, nadie.

—¿Y si viene pa’cá, Fortino? ¿Qué vamos a hacer?

—Yo no voy a hacer nada, Gil. Te va a llevar a su cueva por andar despierto.

—Tú fuiste quien me despertó, Fortino. Yo estaba dormido.

—¿Y cómo sabes que fue él y no yo, Gildardo Sámano?

—Angelito de mi guarda, de mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día…

***

Me acuerdo bien bien de esa noche. Entre mí decía que no era cierto, que no era cierto, que no era cierto… Que Fortino era quien me hablaba y no él. «Pero ya no tengo siete años», pensé.

Decidí hacerles caso a Tomás y a la Andalona, no subí el cerro y volví sobre mis pasos. La noche ya había llegado a todos los rincones de la tierra, los pitayos parecían muertos de pie. El candil a gatas se mantenía prendido y unos pasos tambaleantes se sentían venir. Oí un murmullo acongojado. «Alguien viene rezando», pensé. Me detuve. La voz pasó a mi lado:

—Mi compadre me mató.

—Auliz, ¿qué haces aquí?

—Mi compadre me mató —se fue perdiendo en la noche.

Llegué a Toltzinco por el lado de Santa Cruz. El velorio de Edgardo Auliz y Tomás se podía sentir en el aire y en la calor que venía de las velas y los cirios. Podía escuchar el dolor de la mujer y los hijos de Auliz y en mi pellejo sentía cómo los hermanos de Edgardo afilaban sus venganzas contra el viejo Paulino.

Como Tomás no era de por aquí, la gente decidió velarlo en casa de Auliz, junto a él. Estaban tendidos los petates, el de Tomás era de niño. «Te hiciste muy chiquito, Tomás», pensaba, y el de Edgardo enrollaba aire. En la parte de los ojos, el petate de Tomás estaba sumido. Y aunque en el cuarto había muchas velas y veladoras, se sentía frío a causa del silencio: las mujeres no rezaban. En un rincón se oía un murmullo:

—Comadrita, ¿cómo sigue mi ahijada?

—Pues ahí va, compadrito. Le salieron hartos incordios en la boca y sigue como ida.

—Debió ser el susto, comadrita, nada más.

—“¡Sofía, háblame! ¡Sofía, Sofía!”, le decía yo, compadrito, y no me respondía. Silverio llegó de pronto, asustado, a decirme lo que le había pasado a Edgardo y, al ver a Sofía, preguntó: “¿Qué tiene la niña?”. “No sé, no sé. Ayúdame a acostarla”.

—Llévela usted con Rosa, pa’ que le baje la sombra, y va a ver que luego luego se compone. Ver un muerto es difícil para cualquiera, más siendo chamaco.

Platicaban doña Eugenia y el hermano de Edgardo, Federico Auliz. Éste me miró y le dijo a su comadre:

—Orita nos vemos, comadrita.

—Pásele, compadrito.

—¿Qué haces aquí, Sámano?

—Vine a despedirme de los difuntos, Federico.

—Mira, Gildardo, yo contigo no tengo problemas; pero será mejor que te vayas, la gente ha hablado cosas tuyas.

—Está bien, Federico. Te dejo con los difuntos, no hay necesidad de enemistarnos —me salí de casa de Auliz. En el velorio de esos muertos las mujeres no rezaban.

Salí hacia la calle del centro, atravesé la explanada y me fui a sentar a una banquita, cerca de Telégrafos. Prendí un cigarro con la última flama que le quedaba al candil. El reloj de la iglesia marcaba casi la media noche. Vi bajar de la calle San Miguel a un hombre vestido de negro, montado en un burro de color plata… Me paré. «Aquí estoy y ya no tengo siete años», pensaba.

—¿Onde andas perdido, Gildardo Sámano? —preguntó Juan Ramón, el sereno.

—Buenas noches, Juan Ramón.

—¿Qué haces a estas horas por aquí?

—Se me perdió un chivito.

—Pero va estar muy carambas que lo jalles ahí sentado, vale.

—No creo, el chivito también me está buscando.

—Tú has de saber lo que haces, Sámano, pero de todos modos vas a necesitar un candil, quédate con éste. Buenas noches… —se despidió y picó espuela.

—Buenas…

—¡Las doooce y todo sereeeno! —oí más adelante.

Volví a sentarme.

***

Me quedé dormido. Pero tal vez el frío y el sereno me despertaron. Dejé la banquita y me fui a mi casa. Empujé la tranca, atravesé el patio. Los perros aullaban. Quise abrir la puerta, estaba atorada, volví a intentar…

—¡Tan-tan! ¡Tan-tan!

—¿Quién es?

—Es Gildardo. Abre.

—¿Dónde estuviste, Gildardo? Pensé que ya te habías muerto. ¿Ya supiste lo que le pasó a Tomás? Dicen que tú…

—Ya sé, cállate —agarré mi petate y lo tendí en el suelo. Fortino todavía tenía el rifle en las manos y sus ojos seguían consumiéndose, ahogándose en el mismo miedo, el que seguía sacudiendo sus manos desde a qué horas. Fui a lavarme la cara. “Orita vengo”, le dije.

Puse el candil al lado de la batea.

—¿Qué te pareció Amolac, Gildardo Sámano?

Me quedé callado.

—Gildardo, ¿te dieron mis recados?

—Sí, Diablo, ¿para qué me querías? Te fui a buscar y no te encontré, ¿dónde estabas? —le respondí, viendo mi cara en el agua.

—¿Yo? Yo estoy en cualquier lado. Hablé con Sofía. Me tomé unos tragos a tu lado, en la cantina de su papá, pero tú estabas en no sé qué parte, viviendo un recuerdo que ni tú sabes si es tuyo o de Fortino.

—¿Por qué mataste a Edgardo Auliz?

—No lo maté yo, Gildardo Sámano. Yo dije que tomé unos tragos a tu lado, no que hubiera matado a Auliz. Yo no mató así, lo tienes que saber. El viejo Paulino obró por cuenta propia, así como es él. Yo, déjame decirte, lo quiero mucho por eso, pero renegó de mí y le mandé a los Auliz. Así quiero yo, Gildardo. También sería bueno que lo fueras sabiendo.

—Sí, lo sé.

—¿Dónde está tu miedo, Gildardo Sámano? ¿Ya no rezas?

—No, Diablo.

—¿Por qué, Gildardo Sámano?

—¿Para qué, si ya no te tengo miedo?

—Más te valdría. De cualquier manera, va a querer que te andes con cuidado porque…

Alcancé a ver en el agua temblorosa la cara de Fortino, me estaba viendo. «Le pasó el miedo al agua», pensé. Soltó el rifle.

—¿Qué quieres, Fortino?

—¡No! ¡Aléjate, Demonio! ¡Aléjate! Mi sea luz Cruz Santa, el demonio no sea guía mi —trataba de rezar.

—¡Soy yo, Fortino, Gildardo!

—¡No, no! ¡Aléjate, Satanás!

—¡Fortino, soy yo, cálmate!

Mi hermano salió corriendo de la casa. Alcancé a verlo tropezar por la barranca. Cerré la puerta y me acosté en el petate. Entre sueños oí una carreta, escuché los lamentos de Edgardo Auliz, sentí el vacío de la cara de Tomás en la mía, el dolor de la Andolana en mis pies y su remordimiento en mi alma. Unos ruidos como de uñas me despertaron.

—¡Tan-tan!

—¿Quién es?

—Soy yo.

***

En estas tierras de Amolac, Fortino Sámano aventó el cuerpo de su hermano Gildardo la madrugada del jueves 13 de junio de 1957. Las veces que la autoridad le preguntó las razones que tuvo para matarlo, respondía que el Diablo se había metido a su casa y huyó de ahí, pero luego regresó armado de valor para acabar con él, que lo había hecho porque estaba cansado de los tormentos que le causaba a su hermano desde niño, que había matado al Diablo por defender a Gildardo.

Cuando le preguntaron en qué se había llevado el cuerpo de su hermano, respondió: “Para hacerle una afrenta más grande, me llevé al Diablo en su propia carreta. Me lo llevé a las tierras donde vivía con su esposa”. Cuando le preguntaron con qué había matado a su hermano, respondió: “Con mis propias fuerzas maté al Diablo, que lloraba y trataba de engañarme, mientras lo ahorcaba, diciéndome: ‘Soy yo, Gildardo, tu hermano’”.