En un lugar de Plutón, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de nombre Juan Quijano. Un hidalgo que había visto mejores días, pero ahora hacía su morada en la noche perpetua de la Mancha. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, pero los años en Plutón eran un poco más largos de lo normal y, al cabo de un tiempo, había perdido la cuenta. Era de complexión recia y enjuto de rostro. Como su nombre lo presume, la Mancha es el lugar más negro y frío dentro del Sistema Solar. El lado obscuro de Plutón, eternamente alejado del astro rey, vive sofocado por un cielo bituminoso. Nadie en su sano juicio escogería vivir ahí. Cuando corría ésta tan verdadera historia, el planeta enano transitaba su larga órbita de 249 años y, dentro de muy poco, estaría más cerca del sol que Neptuno mismo durante un par de décadas, antes de regresar en su excéntrica órbita a las afueras del Sistema. Quijano recordaba haber leído, pues leía mucho con tanta afición y gusto, que en alguna ocasión Plutón había sido uno de los planetas del Sistema Solar, con su lugar de honor en la jerarquía, pero eso fue antes de que establecieran la ley de dominancia orbital y ahora Plutón era, como Quijano, un objeto olvidado.

Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a estudiar las estrellas más allá del Cinturón de Kuiper, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, por lo que olvidó casi de todo punto el ejercicio de su misión, y aun la administración de su solitaria estación de tránsito.
Y así fue que lo encontró, perdido espiando a las estrellas con su telescopio, la brillante luz blanca que llegó de súbito a la Mancha.

Quijano dudó, pero vistió su escafandra espacial y salió a averiguar lo que ocurría. Durante varios minutos persiguió la luz, dando saltos en la ínfima gravedad, y con cada elevación recordó lo que era ser niño y sonrió de oreja a oreja dentro de su casco espacial. A pesar del hielo eterno, la particular combinación de elementos minerales hacía que la superficie blanca estuviera moteada como la piel de un leopardo, cual manchas de sarampión, y si Quijano caía mal y se rompía una pierna dentro de una de esas manchas, nadie jamás lo volvería a ver, pero nuestro hidalgo era muy ducho para esas actividades. Solo con su alma durante más tiempo del que deseaba recordar, no era ésta la primera vez que había visto algo en la noche de Plutón que resultó ser nada más que su imaginación, pero como no tenía nada mejor que hacer lo seguía, lo seguía siempre, como aquellos hombres que corretean con ahínco algo a lo que no pueden nombrar.

El paraje era desierto y llano. Caronte colgaba sobre el horizonte. La cercanía del hermano planeta enano lo hacía parecer una enorme mole que ocupaba casi un quinto del cielo, junto al sol, un brillante punto en la distancia imposible. La nave descendió lentamente en un silencio absoluto y Quijano se agazapó detrás de una pendiente para poder espiar todo lo que ocurría. De nuevo, no sería la primera vez que dedicaba horas a acechar algo que sólo tenía lugar dentro de su cabeza, y Quijano no le veía el caso a intentar hacer la distinción de cualquier manera.

Era un cohete con forma de aguja, de un plateado tan brillante que parecía mercurio. Nubes de vapor se elevaban a su alrededor, efluvios que instantáneamente se congelaban. Ahora, una pátina de escarcha cubría al deslumbrante cohete, haciéndolo fulgurar aún más, si es posible creerlo. Una aguja de diamantes en la noche de Plutón, la obscuridad enredada en el humo de cohetes químicos. Una puerta se abrió silenciosamente en uno de los costados y una larga escalinata descendió hasta tocar el suelo congelado.

Un enorme caballero en armadura resplandeciente apareció del interior de la aguja y bajó a lo largo de la escalinata. En su pesado traje espacial relucía un feroz león tallado sobre el pecho de su cota. Detrás del gigante marcharon varios paladines en armaduras igual de brillantes.

Con una inmensa sonrisa, Ricardo Plantagenet hincó la bandera de Inglaterra en la superficie cristalizada de Plutón.

***

Los guantes de su traje espacial eran gruesos e incómodos, pero el regolito era fino como talco y el asta penetró con facilidad. Había un enjambre de cámaras revoloteando a su alrededor, atentas a todos sus movimientos y ofreciendo imágenes estereoscópicas al resto del Sistema, pero debido a la distancia, la señal se cortaba a cada momento.
Así, pues, la mayoría se perdió de lo que sucedió a continuación.

—En el nombre de Albión, St. Michael y St. George…

Ricardo se interrumpió cuando vio a los hombres aparecer sobre el borde del cráter. Ricardo contó una docena. Todos llevaban el emblema del Espurio en el pecho de sus trajes espaciales. El mismísimo Patrick Paternóster iba al frente de sus paladines.

Ricardo no se inmutó y empuñó su espada. El Heredero Espurio hizo lo mismo.

***

El hombre que lideraba a los recién llegados era físicamente todo lo contrario a Ricardo Plantagenet, siendo de corta estatura y amplia panza, pero en el momento en que levantó el visor solar de su armadura, se demostró por qué había resultado un rival tan feroz durante tantísimos años. Ojos de una inteligencia implacable brillaban dentro de su casco.

—Aterrizamos del otro lado del planeta y recorrimos su hemisferio según lo acordado —dijo Patrick Paternóster.

—Saludos —fue todo lo que contestó Ricardo Plantagenet.

Paternóster aseguró la careta reflejante de su casco espacial y saludó sin palabras a Ricardo Plantagenet. Acto seguido, desenvainó su espada y fue imitado por todos sus hombres. Patrick Paternóster tenía entonces casi setenta años de edad, por lo que se encontraba muy cerca del final del camino de la vida, según los Salmos de la Biblia, y por ende programado así antes de nacer por los genetistas del Vaticano en el Lado Obscuro de la Luna, pero sus facciones parecían las de un hombre aún más grande, delatando quizá una existencia de penurias insospechadas para alguien de la Grandeza.

—En el próximo aniversario, a mí me tocará la Gran Marcha —añadió Ricardo Plantagenet, como un modo de tranquilizar al otro hombre.

—Ningún sacrificio es demasiado por Dulcinea —dijo Patrick Paternóster, encogiendo los hombros. Y Quijano afirmó con la cabeza al escuchar esto, pues le pareció un nombre músico y peregrino y apropiado. Patrick Paternóster empuñó su espada con ambas manos y levantó la brillante hoja, mientras Ricardo Plantagenet hacía lo mismo.

Ambos hombres avanzaron con pasos seguros y confiados. Los caballeros detrás de cada uno simplemente observaron, como estatuas en el campo. Cuando los dos príncipes se encontraron frente a frente, se miraron el uno al otro con desprecio abierto. Acto seguido, se arrodillaron y apoyaron las puntas de sus respectivas espadas en el regolito plutoniano. Con ambas manos sobre el mango, descansaron sus frentes sobre las empuñaduras y rezaron. Sólo entonces descubrió Quijano la pequeña roca enterrada a mitad del planeta más distante del Sol.

Era una lápida negra.

***

Patrick Paternóster, que había recorrido el Sistema Solar de un extremo al otro y, por tanto, había conocido todo lo que la humanidad podía ofrecer, no lograba imaginar a una mujer más bella que la dama Dulcinea. Los problemas políticos y dinásticos se escapaban de su cabeza, pues la princesa de tan extremada hermosura era todavía una niña sin mancilla y, para los ojos de Paternóster, una visión angelical, pero el otro había ganado la contienda y no había nada que él pudiera hacer al respecto. Desde que Minkowski postuló las cuatro dimensiones del espacio-tiempo, a inicios del siglo xx, todo se había ido a la mierda.

—No es demasiado tarde —insistió absurdamente Paternóster—. No me iré sin ti.

—Sois mi señor —dijo ella, mientras acariciaba la larga cabellera negra de Paternóster—. Ahora y siempre, os amo, nunca olvidéis eso.

—No es justo.

—La vida no se caracteriza por eso.

Se encontraban en los jardines de la nueva residencia de la princesa, una jaula dorada, si acaso hubo una alguna vez. Enredaderas de buganvillas decoraban de magenta y amarillo todo a su alrededor, llenándolos con su fragancia, mientras que las magnolias vestían al jardín de blanco virginal. La vegetación a su alrededor hacía poco para derrotar su tristeza, sin embargo.

—Ojalá yo fuera un campesino —dijo Patrick Paternóster—. Ojalá no fueras de alta cuna. Ojalá fueras una mujer cualquiera, que no jugara ningún papel en los designios de los poderosos.

—Mejor desead que fuerais un cometa y yo una estrella, y que todas nuestras separaciones fueran tan solo pasajeras, que para el caso es igual de realista.

Paternóster levantó la mirada, desconsolado. El espacio sobre Plutón estaba erizado con las naves de los Plantagenet, con sus colores y escudo en sus enormes velas solares monomoleculares de más de cinco kilómetros de ancho. El séquito que acompañaba a Paternóster en su último viaje era muy nutrido, pero nada en comparación con el poderío de los nuevos legítimos gobernantes.

Abajo, el panorama era todavía más desconsolador. Ese pedazo de hielo no era lugar para una flor como Dulcinea.

—¡Al diablo! —rugió Paternóster—. Pelearemos contra todas esas naves hasta que el cielo este despejado.

—No, tú debes vivir. Escuchad a vuestros ministros. Si seguís vivo en algún lugar, donde sea, la esperanza no morirá.

—No me importa nada de eso —dijo Paternóster—. Yo me quedaría a pelear por ti.

—Lo sé, por eso os quiero, y por eso os estoy pidiendo que vayáis. Cumplid vuestra parte del pacto que vuestros ministros lograron establecer. Lo hicieron por vuestra seguridad, después de todo.

Paternóster no quiso decir en voz alta lo que opinaba de sus ministros en ese momento. ¿Para qué arruinar su último instante de felicidad?

—Algún día regresaré —prometió Paternóster—. Tenedlo por seguro. Observad vuestra ventana en esta maldita mansión todas las noches, porque un día me veréis.

—Espero que no, espero que hagáis una vida nueva allá en el Vacío, que conozcáis a una mujer de vuestra corte que os merezca.

—¡Jamás!

—Sois un hombre muy atractivo —le dijo Dulcinea, su mano en la mejilla sin rasurar de Patrick Paternóster—. No creo que tengáis muchos problemas para encontrar a una dama digna de vuestro amor.

—Os quiero a vos.

Dulcinea sonrió, un gesto que derritió la dureza del Vacío más allá del Cinturón de Kuiper, donde Patrick Paternóster estaba exiliado, y acarició a su necio pretendiente.

Patrick Paternóster sabía que estaba haciendo el ridículo. Nada más patético que un hombre de mediana edad, casi un viejo, correteando a una niña. Nel mezzo del cammin di nostra vita, como lo expresaban los doctores del Vaticano. A los treinta y cinco años, ya debería tener esposa, su posición lo exigía, pero ahora, cuando finalmente la había encontrado, la historia se la arrebataba de las manos. En otra vida pudo haber sido libre para perseguir y cortejar a la bella Dulcinea, pero así eran las cosas y Patrick Paternóster debía aceptarlo, pues esa es la maldición de la Grandeza. La reunión de emergencia del parlamento había terminado bien, tomando en cuenta el número de votos en su contra que Ricardo Plantagenet había conseguido de antemano. El karma de los Plantagenet no parecía tener fin, pero el pacto había sido aceptado.

Precisamente en ese momento, como conjurado por los negros pensamientos de Patrick Paternóster, apareció Ricardo Plantagenet en el jardín, espada en mano.

—¡Soltadla! —ordenó, pensado quizá que estaba en su cocina ladrando órdenes a sus sirvientes.

Patrick Paternóster conocía bien los artículos del pacto, pero no por eso estaba dispuesto a perdonar ese tipo de insolencias por parte de un mozalbete.

Por su parte, Ricardo estaba furioso, pero no ciego. Sabía que las naves del Espurio debían estar todavía muy cerca como para arriesgarse de esa manera. Aun así, Ricardo no estaba dispuesto a retirarse y conceder el juego.

—Estáis invadiendo mis tierras —dijo Ricardo.

—Curioso que lo pongáis de esa manera —Patrick contestó—. Estaba a punto de decir lo mismo.

Jack Haiku entró corriendo hasta alcanzar a Ricardo Plantagenet y se detuvo a la derecha de su señor y soberano. Trenzas rastafaris de fibra óptica colgaban de su nuca, manteniéndolo en constante comunicación con el resto de la nueva corte. Dentro de poco, ese lugar estaría lleno de gente. Sin demostrar temor alguno, encaró a Paternóster.

—No más discusión/ Aceptaste el pacto/ La lid acabó.

—Cumpliré mi parte del pacto.

—¿Qué caso tiene?/ ¿Para qué seguís aquí?/ Por favor, iros.

—Cumpliré mi parte del pacto —insistió Paternóster con parsimonia.

—Patrick Paternóster es hombre de palabra —dijo una mujer que apareció a sus espaldas—, a diferencia de otros que podría nombrar.

Todos observaron a Mercedes Mercator, la antigua amante de Ricardo Plantagenet y que ahora militaba en las fuerzas del Espurio.

Paternóster suspiró. Agradecía el apoyo, pero mientras más gente llegaba, se le acababa el tiempo a solas con la bella Dulcinea.

—Admiro la elegancia del pacto —dijo Ricardo a la mujer—, pues aunque no era su intención, ya no tendré que ver vuestro rostro.

—Antes me susurrabais versos al oído, mi príncipe —dijo Mercedes con una sonrisa cruel.

Ricardo no podía creer que alguna vez la consideró atractiva.

—Después de todo/ hasta los grandes hombres/ se equivocan —dijo Jack Haiku antes de que su señor perdiera la cabeza.

—Sobre todo cuando se involucran mujeres falsas —explotó Ricardo.

Mercedes rio.

—El príncipe ciertamente conoce a bastantes.

Un gran estruendo acompañó la llegada de varios ministros y miembros de la nueva corte a los jardines. Al frente de todos ellos venía el doctor Hu en persona, el enigmático consejero que había logrado ganar el parlamento a la causa de Plantagenet gracias a sus ingeniosos argumentos.

—¿Insistís en humillarte a ti misma? —dijo el doctor Hu—. Alguna vez fuisteis una mujer de respeto en la corte. ¿Por qué mejor no os retiráis en silencio?

—Si no podéis poseerme, lo mejor es mandarme muy lejos, donde no tengáis que lidiar conmigo, ¿no es así? Despreocupaos, que ya nadie más tiene la atención de Ricardo.

—Hasta el final con vuestra cizaña —contestó el doctor Hu con una sonrisa de triunfo.

Ricardo avanzó hasta donde estaba Dulcinea y puso su brazo alrededor de su cintura, jalándola a su lado. La joven no se resistió. Paternóster apretó los dientes. No había nada que hacer y, en todo caso, había sido Mercedes la que empezó ese juego.

—Los inocentes/ son los primeros que caen/ en nuestros juegos —dijo Jack Haiku, mirándolo fijamente.

Paternóster afirmó con la cabeza. Lo peor del caso es que Haiku siempre le había agradado. En otra vida, otro universo, podrían haber sido amigos.

—Algún día regresaré —dijo.

—Ya nadie confía/ Heredero Espurio/ en tus promesas.

—Mejor aún. Los hechos hablarán más fuerte que mis palabras.

—Camino muerto/ ya sólo recorrido/ por el Silencio.

—Es hora de que te retires —sentenció Ricardo.

Antes de hacerlo, Patrick Paternóster lanzó una última mirada a Dulcinea y levantó su camisa. La joven empezó a reírse, sin importarle lo que su futuro esposo pensara.

Patrick Paternóster no tenía ombligo. Por el contrario, Ricardo Plantagenet debía ocultar el suyo. En esos días cuando todos en el Sistema exigían derechos sociales para klonos y eidolones, era de mal gusto enseñar que uno era de nacimiento natural. El Espurio, por otra parte, había salido de un tubo de ensayo y no tenía que preocuparse por detalles como ese.

Finalmente, Patrick Paternóster abandonó los jardines reales sin voltear hacia atrás ni siquiera una vez. Dulcinea miró la salida mucho tiempo después de que su único amor hubiera desaparecido.

—Sé que lo amabais —le murmuró Ricardo Plantagenet—. Espero que con el tiempo veáis que yo también os quiero. Lo último que yo deseaba era lastimarte.

—Vos sois mi señor de ahora en adelante. Mi amor es irrelevante.

—No es así —insistió Ricardo, y la condujo fuera de los jardines.

Solo Jack Haiku se quedó un rato más, respirando el perfume de las azaleas.

—Reyes y pobres/ acaban todos igual/ en su soledad.

***

Paternóster se levantó con lentitud. Los años no habían pasado en balde en el frío implacable, más allá de la cálida luz del Sistema Solar, y el traje era incómodo.

—Sé que fue feliz —dijo—, y que sus últimas horas fueron tranquilas.

—Yo la amaba —dijo Ricardo, levantándose también—. Nunca dejé de insistir en que abandonara este lugar y regresara al calor del Sistema, pero jamás aceptó. “Un punto intermedio entre sus dos hombres”, fue lo que dijo una y otra vez. Nunca se inclinaría a favor del otro. En verdad, merecía a alguien mejor que nosotros.

—En eso, y en nada más, estamos de acuerdo. Fuimos tú y yo los arquitectos de su desgracia.

Ambos hombres estudiaron el desolado páramo a su alrededor. De los hermosos jardines no quedaba absolutamente nada, así como ella lo había querido. Aparte de esa lápida solitaria, ningún otro detalle indicaba que la mujer más bella del Sistema había vivido su vida entera en ese lugar. Las buganvillas y magnolias, sus vivos colores y alegres olores, sólo perduraban en los recuerdos de ambos.

—No puedo decirlo en público, pero tengo fe —dijo Ricardo—, fe en que ella está ahora en un lugar mejor y es feliz.

—Es precisamente nuestra fe la que nos distingue del resto de los animales.

—Imagino que el Espurio se debe estar refiriendo a los británicos de parto natural —dijo el doctor Hu, adelantándose.

Ricardo hizo un gesto impaciente. No habían venido a pelear. Patrick Paternóster se limitó a sonreírle a sus viejos enemigos. El viejo seguía tan combativo como siempre y a veces es bueno comprobar que no todo cambia.

—Quizá el buen doctor tenga la razón, como siempre. Aquí me tienen, privado de tierras y de títulos. Todos hemos envejecido y las probabilidades que algún día regrese a reclamar mi trono son cada vez más escasas, pero hice una promesa una vez y soy hombre de palabra, como mi viuda alguna vez dijo.

—Tu falta de respeto es casi blasfema, primo.

—¿Acaso no fue el mismo Byron quien recomendó no rechazar la blasfemia, pues la gente la aceptará como ingenio?

Ricardo sonrió y, acto seguido, envainó la espada. Patrick Paternóster dudó por unos segundos y estudió la hoja de su espada, como si nunca la hubiera visto. Ricardo contuvo la respiración. Finalmente, Patrick Paternóster se arrodilló una vez más y clavó la punta de su espada en el regolito virgen de Plutón, sujetando la empuñadura con ambas manos. Sus paladines imitaron su acto y se arrodillaron frente a la bandera. Ricardo soltó una larga exhalación que sonó como estática dentro de su casco y continuó la ceremonia.

—En el nombre de Albión, St. Michael y St. George, declaro esta fecha como el Día de la Tregua, en honor a nuestra queridísima esposa.

Técnicamente, Ricardo Plantagenet no debió usar el plural en ese momento, pero ni siquiera el doctor Hu protestó. Los paladines vitorearon, al igual que los caballeros Plantagenet. General gusto causaron las palabras del rey en todos los que le habían escuchado. Las cámaras perdieron algunos detalles, pero la fotografía de ese momento en la historia logró transmitirse a todos los planetas, lunas y colonias dentro del Sistema. En años venideros, todos recordarían, o pretenderían recordar, dónde estaban y qué hacían en ese instante, cuando la monarquía terminó por fin la larga Guerra Fría y el Sistema Solar conoció la paz.

Patrick Paternóster, como hacía tantos años, se alejó del cuerpo de su amada sin voltear ni una vez. Había bajado su visera para que nadie pudiera ver las emociones que desfilaban por su rostro en aquel momento. En silencio, inició la larga caminata hacia el otro lado de Plutón, seguido por todos sus hombres.

Ricardo Plantagenet ofreció una rápida plegaria en dirección a la tumba de su mujer y bajó también la visera de su casco. El rey del Sistema Solar dio media vuelta y regresó pesadamente hacia su prístina nave, escoltado por sus brillantes caballeros.

La parte inferior de la nave se encendió y brilló como ascuas en la noche. Sin ningún ruido, se elevó lentamente hasta que finalmente desapareció de la vista.

***

Quijano dio fin a su narración, pero pasaron algunos segundos antes de que apagara el micrófono. Era difícil saber si era un buen relato o no, poder adivinar la reacción del público cuando no había nadie con quien compartirlo. Quijano tenía discos duros enteros llenos de historias que había podido observar en su largo exilio en Plutón. Ni él mismo creía que todas fueran buenas, pero le gustaba pensar que más de una lo era. Los eventos de los que había sido testigo eran todos maravillosos, pero su talento como cronista quizá no siempre estaba a la altura.

Regresó el micrófono a su lugar y se levantó en busca de su traje espacial. Mientras se vestía, sus ojos se aseguraron de que la orquídea negra estuviera lista. Los gruesos pétalos granates estaban abiertos dentro de su pequeña campana de cristal. El invernadero portátil la mantenía fresca y húmeda. Le tomaba casi un mes cultivar la flor con hidroponía, pero eso le daba el tiempo necesario para visitar cada treinta días la tumba de Dulcinea. Los grandes señores sólo podían darse el lujo de recordarla cada año, pero Quijano gozaba de privilegios que ellos desconocían y no le parecía justo desaprovecharlos.

Una vez que terminó de verificar todos los sellos del traje, recogió con mucho cuidado la orquídea y abandonó su humilde estación.

Una flor negra para la Mancha, el sitio más obscuro y frío del Sistema Solar. Quijano se sentía feliz de ya no estar solo y tener alguien con quien compartir su hogar.