No quería dormir sola. Se había ido a la cama a las nueve; tras ella, escuchó a mamá consolar a Julio con palabras cariñosas. Antes de cerrar los ojos, aspiró el penetrante olor del mentol que mamá untaba en el pecho de Julio para bajarle la fiebre. Abajo, en la calle, el paso de los últimos camiones hizo vibrar el edificio, al tiempo que el bramar de los escapes se alejaba, seguido por el rumor de las llantas en el pavimento. Con la puerta entreabierta, la única compañía fueron los crujidos del edificio asentándose tras el calor polvoriento de la jornada. Después de un rato, se preguntó si tendría los ojos cerrados o abiertos. Soñó que volvía a la escuela, al quinto grado, como si el tiempo no se hubiera movido en el salón de clases a la espera de su regreso. Caminaba por los pasillos de la escuela oyendo voces, pero cada salón al que asomaba la cabeza estaba vacío, y entonces le llegaba de ninguna dirección un eco de pisadas suaves; luego, escuchó el llanto de ratón de Julio y se sacudió el sueño. Despertó en la oscuridad y aguzó el oído: de nuevo un sollozo quedo y las palabras murmuradas de mamá. El frío le recorrió los antebrazos. Se levantó y fue al cuarto de junto. Al entrar, miró el reloj sobre la mesa apenas iluminada por una lucecita, la laminilla cambió de minuto. Dio un paso con las manos extendidas en la oscuridad y a su izquierda sintió el muro; se separó de él y tanteó con los pies, buscando el colchón en el piso, siguiendo la respiración clara de mamá abrazada a la de Julio, sibilante y obstruida. Halló el colchón con la punta del pie y se hincó para rodear por la espalda a mamá, quien, acostada de lado, acunaba a Julio.

La alarma sonó a las cinco y media. Sintió a mamá levantarse del colchón, entreabrió los ojos y siguió su espalda, la vio desaparecer tras la puerta. Luego, miró hacia la ventana: una luz casi ausente enmarcaba las cortinas. Soñolienta, volvió los ojos y en la penumbra vio a Julio, tembloroso debajo de la sábana. Levantó la cabeza: en el espejo, el colchón, Julio y ella, y una mesa pequeña, cubierta de envases: cremas para el cuerpo, polvos de maquillar, un cepillo, un peine. El agua del excusado bajando por las cañerías anunció la vuelta de mamá, quien se acercó a ella, le dio un beso en la frente y apagó la alarma. Duérmete otro ratito, Oli. Le acarició la mejilla. Olivia se deslizó entre las sábanas y abrazó a Julio, quien se acurrucó junto a ella y tembló de nuevo. Olivia se tapó la cabeza y esperó el cepillar de dientes y el clic de la puerta, luego el rumor del agua en las tuberías y en el baño. Alrededor comenzaron a sonar pasos arrastrados, golpes de muebles en algún piso de arriba, el edificio crujiendo de nuevo como una máquina reanimada; en la calle, los motores de los camiones hacían tronar sus escapes ennegrecidos. El cuarto se llenó con el olor a flores del jabón: mamá salió del baño, la cabeza envuelta en una toalla azul, el cuerpo cubierto con otra de color violeta; volvió a la recámara y se secó; se hincó sobre el colchón para ver a Julio, le pasó la mano por la frente, lo destapó hasta los hombros, le dio un beso; se puso los calzones y el sostén y se pasó el cepillo por el cabello, frente al espejo. La luz entibiaba ya tras las cortinas. Mamá le sacudió el hombro. Ya levántate, Olivia. La besó de nuevo, esta vez en la mejilla.

Salió otra vez tarde, apenas le dio tiempo de preparar el desayuno: huevos, pan tostado con miel, café para ellas, alguna fruta. El niño apenas quiso probar la leche. Al terminar, mamá lo llevó de nuevo a la cama, lo acostó murmurándole algo y lo tapó. Después, le apartó el cabello de la frente y se quedó viéndolo. Se colgó la bolsa en el hombro, corrió, abrió la puerta y regresó a tomar el suéter del brazo del sillón. No le abras a nadie, Olivia. Mamá se pasó el cabello húmedo sobre el hombro. Cuidas a tu hermano, regreso a las cinco. Cerró la puerta con un tintineo de llaves; un momento después, puso el cerrojo. Mamá se fue. Sentada frente a la televisión, en la alfombra, Olivia escuchó bajar por las escaleras el sonido de sus pasos, cada vez más lejanos. Subió el volumen y dejó ir la mañana.
Se estiró en la alfombra un rato; había visto programas de cantantes, de chistes y de cocina. Se aburrió con el análisis del partido y apagó la televisión para oír a Julio, que seguía dormido; escuchó una tos húmeda y fue al cuarto; le sintió la frente mojada y le pasó la mano por las mejillas enrojecidas: tenía la boca seca. Fue a traerle agua. Lo ayudó a incorporarse y le llevó el vaso a la boca. Julio bebió espaciando los sorbos con aspiraciones constipadas. ¿Y mamá? Mamá viene hasta al rato, Julín, si quieres más agua aquí te la dejo. Puso el vaso junto al colchón y luego le sonó la nariz al niño, quien sopló sin fuerza y se enredó entre las cobijas hecho ovillo. Antes de irse, Olivia lo escuchó toser, dos, tres veces. Tomó su propia toalla y, con un suspiro, salió del cuarto.

La voz de una cantante escapaba entre el siseo de la banda. El sol entraba por la ventana de la sala y aclaraba el verde serio del helecho de mamá. Faltaban pocos platos. Había colgado ya las toallas, había recogido la ropa y limpiado la mesa. El raspar del cepillo contra el fondo áspero del sartén acompañaba la tonada. Olivia talló los restos de comida y abrió el grifo. Se enjuagaba las manos cuando oyó un par de golpecitos huecos. Erguida sobre el banquito que usaba para alcanzar el fregadero, sonrojada, se pasó el cabello tras la oreja y miró hacia la puerta. Esperó: palabras apagadas y lejanas, un chillar de suelas; un portazo en el pasillo que se apagó en la escalera. El tremor del edificio entre los escapes. En la radio, la voz de la mujer se perdió de nuevo entre la estática. Molesta, Olivia apagó el interruptor y se sacó la sudadera de la piyama. En el vano del edificio, dejaba ecos la canción de las noticias de la una. Se secó las manos en los muslos, fue al baño y lanzó la toalla a lo alto, hasta que logró colgarla del cancel; en mangas de camiseta, se asomó a la ventana y bajó la mirada: cinco pisos más abajo, atrapados en una jardinera polvorienta, algunos mechones de hierba buscaban un rayo de sol. Arriba, contenido en el cuadro que formaban las paredes del edificio, tras las láminas de acrílico, brillaba difuso el cielo; la luz arañaba el color del cemento, las costras de pintura, las manchas de humedad y de salitre en las paredes, interrumpidas a tramos por las ventanas. Abrió la llave de la regadera y puso la mano bajo el chorro de agua; resopló: se le había olvidado prender el calentador. Oyó la voz del noticiero anunciar una pausa y cerró la ventana.

La flama del calentador emitió un soplido azul al encenderse. Olivia fue a ver a Julio antes de bañarse; lo encontró cubierto con una almohada y con la sábana en las piernas. ¿Quieres venir, Julín? ¿Te prendo la tele? El niño se encogió sobre el colchón con un gruñido. ¿Te pongo las caricaturas? ¿Quieres que te prenda la tele para que la oigas? Olivia apartó la almohada y lo destapó. Julio dio un tosido húmedo y hueco. A su lado, el vaso estaba casi vacío. Olivia corrió a la cocina por agua. Julio se quejó cuando lo tomó de la nuca, pero bebió más de la mitad del vaso. Las caricaturas. Olivia fue a la sala y se agachó para prender la tele; pasó los canales sin encontrar algo para Julio; se conformó con uno de música de moda. Cuando levantó los ojos, vio tirado en el piso un papel blanco frente a la puerta. Pasó la vista por el departamento: un par de medias de mamá se había quedado en el sillón, el cerrojo estaba puesto, el reloj marcaba las dos y media. Recogió el papel y leyó en silencio, repasando con los labios la última palabra: nena. Puso el papel sobre la mesa y miró de nuevo hacia la puerta, los ojos fijos en la chapa, que insinuó el comienzo de un giro y topó en sí misma. En la televisión sonaba una canción alegre. Olivia apretó los labios, escuchó los tosidos de Julio y tensó las piernas sin apartar los ojos de la chapa. El calentador se apagó de golpe. Contuvo la respiración y escuchó con claridad los mínimos, tenues, intermitentes golpecitos en la puerta. Corrió al cuarto de mamá y abrazó a Julio, quien se quedó callado. Olivia murmuró algo a su oído. La música dio paso a los anuncios. Se quitó las sandalias, fue a la sala y apagó la televisión. Se quedó quieta, escuchando los jadeos bajos de Julín, quien, constipado, respiraba por la boca. El reflejo de las lámparas en el pasillo se colaba limpio bajo la puerta. Olivia suspiró; el aire olía a cebolla frita. Sintió hambre. Julio debía tener también un hueco en la panza.

El acero mate del cuchillo arrastró al sartén el jitomate picado. Olivia batió huevos, mientras el aceite soltaba un siseo. Había encendido la televisión de nuevo, con volumen bajo, y ahora pasaban las películas de siempre, arrullando a Julio. La vaharada caliente de las verduras le hizo sentir un agujero en el estómago. Atenta al crepitar del sartén, fue a abrir la ventana del baño. En el vano, el anuncio de un programa de concursos, adornado con trompetas, parecía suspendido en el aire seco del edificio; escuchó el goteo de la regadera, a contratiempo de la música, en el piso de azulejo; subieron de volumen los aplausos y el ulular de las trompetas, hasta llenar el vacío entre la jardinera y la lámina traslúcida del domo. Molesta, levantó los ojos hacia ninguna parte, regresó a la estufa y removió con una pala de madera el huevo, sazonado con sal y pimienta. Volvió al cuarto con el plato; Julio dormía de nuevo. Julín, te traje huevos revueltos. Lo escuchó suspirar y esperó a que se levantara, pero Julio no se movió. Tras pasarle la mano por el cuello sudoroso, Olivia dejó el plato a la espera sobre la cama. Abrió también la ventana de mamá y, cuando volvió la mirada, Julín tomaba ya el primer bocado. No comió mucho, pero se bebió otros dos vasos de agua; no estaba tan sonrojado como hacía un rato, aunque temblaba por momentos, encogido en el centro del colchón. La música de los concursos se mezclaba en la sala con el rumor de la tele. Sintió un hueco ácido en el cuerpo y fue a la cocina a servir su plato; un par de golpecitos más fuertes en la puerta dejaron el tenedor suspendido en el aire, inmóvil en la mano de Olivia; tronando desde la calle hasta hacer vibrar las ventanas, subió por las paredes el rugido de un camión. Corrió a subir el volumen de la tele y esperó, girando la cabeza para escuchar mejor. En la puerta, pausados, con firmeza, sonaron uno, dos, tres golpes… y luego silencio. Y luego otro, más fuerte. Olivia juntó las rodillas y miró el reflejo de la luz dos veces interrumpido bajo la puerta, dos manchas detenidas al otro lado; se apartó de un salto con el ruido de la chapa sacudiéndose y, de inmediato, volvió con un grito para estampar las palmas, los brazos enteros, contra la puerta. Sorbió por la nariz y se fijó de nuevo: las sombras ya no estaban. Se acercó y puso atención. Pudo ser que escuchara pisadas. Vio el papel sobre la mesa de la cocina: nena, escrito en tinta roja. Lo tomó de un golpe y lo arrugó entre las manos. Corrió al baño, lo arrojó al excusado y bajó la palanca. El agua lamió la bola de papel sin llevársela al desagüe. En el baño sonaba con más fuerza el noticiero y alguien arrastraba muebles otra vez, en el piso de arriba. Respiró hondo. El grito de Julio y un estampido seco en el cuarto de junto, y luego otro, y otro más fuerte, la hicieron saltar en su sitio. Salió corriendo del baño y se detuvo para ver a Julio, que entre moqueos y gritos lanzaba manotazos hacia la puerta de la recámara. Se acercó midiendo los pasos. Julín, ven… vente conmigo. El niño se revolvió entre tosidos cuando lo rodeó con los brazos y lo llevó de nuevo al colchón. Olivia recogió la sudadera de la piyama y se la puso. Volvió a tapar a Julín, se arrodilló junto a él para acariciarle el cabello e intentó cantarle una canción, pero no pudo recordar ninguna de las tonadas de la escuela. Más allá de la ventana, un horizonte de edificios y antenas ondulaba contra el sol como un incendio. Julio se apretó contra su regazo. La línea de luz del corredor parpadeaba. Vio por última vez los platos a medias en la mesa; la sombra del helecho alargada hasta el cuarto; las medias de mamá en el sillón. Había ahora música de anuncios. Olivia le dio la espalda a la puerta y volvió los ojos a la ventana, al hueco entre las cortinas. Oyó lento, dilatado, el primer crujido de la chapa y la madera. Apretando a Julio contra su pecho, se secó los ojos y miró la laminilla del reloj marcar las seis y media.