El pasillo era estrecho, dos personas no habrían podido caminar lado a lado. También era largo. Detenido en la boca, sosteniendo en la mano una bolsa, Bláez levantó la cara y siguió con los ojos la altura de los muros, repellados de mal modo. La humedad bajaba por el mortero desnudo hasta el suelo, haciendo charcos donde brillaba, ya escasa, la luz del sol. Vio la hora y reanudó el paso. A lo lejos sonaban truenos. Había encontrado en el camión, el día anterior, al padre de Lizalde. El autobús iba lleno; el motor caldeaba más la tarde y olía a gasolina y humo. Bláez dejaba ir la vista sobre las fachadas lisas de las casas, cuando un fuerte carraspeo lo sacó de sus pensamientos. Al volver la cabeza lo vio: arrugado por una mano salpicada de manchas, un pañuelo recogía la tos del anciano, que apretaba los párpados y resollaba. Bláez tardó una calle más en reconocerlo; cuando la memoria ubicó en su haber el rostro del hombre, este asía ya un par de bolsas y aferraba con la mano el barandal para salir. Bláez se deslizó entre espaldas y hombros hasta el fondo. Bajó a media calle y giró la cabeza a ambos lados: vio las bolsas esfumarse tras la esquina; apretó el paso con el olor del aire sucio en la nariz, entre los bocinazos de la hora pico. Cuando lo alcanzó, el viejo parpadeaba hacia un letrero con el nombre de la calle y movía los labios sin cerrar la boca por completo. Sin verlo de frente, Bláez se detuvo a su lado. En torno a ellos bajaban las cortinas metálicas de las tiendas y se cerraban las persianas de las casas; un entramado de cables negros, tendidos sobre las calles de lado a lado, se recortaba contra el cielo. Bláez dio las buenas tardes e hizo una pausa. El hombre no contestó, arrugando el rostro hacia el letrero. Soy Luis Bláez, dijo. Sí, respondió el viejo, como distraído, y volteó sobre el hombro hacia otra parte. Fui compañero de su hijo, insistió Bláez. Sí, sí, interrumpió el anciano, mirándolo esta vez de reojo. Bláez dudó un momento, oteó con discreción en torno y pareció darse cuenta de algo. El viejo miró al semáforo de la esquina. Bláez notó que tenía los ojos enrojecidos. ¿Cómo está Lizalde?, preguntó al fin. El semáforo dio el verde, sonaron de nuevo las bocinas y el tráfico elevó su fragor. La mirada acuosa del hombre se fijó por primera vez en Bláez, quien se quedó callado un instante. En el rostro del viejo se anudaban las arrugas. ¿Se acuerda usted de mí? El viejo hizo una seña con la cabeza. Bláez dudó un momento y lo siguió, atento a no caminar junto a él; atravesaron un par de calles y caminaron por una banqueta cubierta con la sombra de una cenefa, donde las cañerías desahogaban un vapor agrio. Recordaba al padre de Lizalde un poco más erguido. Dieron vuelta a contraflujo de los coches y rodearon una plaza vacía; el viejo echó una ojeada atrás, sin menguar el paso; salieron por un callejón y continuaron hasta llegar a la fachada de un café vetusto y oscuro, donde no había más de una persona por mesa. Un coche dio la vuelta a la esquina y encendió los faros. Con las manos en las bolsas, Bláez estrujo los dedos. Separados varios metros, esperaron. El coche siguió su camino. El padre de Lizalde le indico con un gesto de la mano que aguardara. A través de la ventana, Bláez lo vio acodarse en la barra y hablar con el mesero, que se llevó la mano a la bolsa. Sintió los ojos resecos: extrajo del bolsillo un frasco de gotas y se aplicó un par en cada ojo; luego se secó con la manga de la camisa y puso atención a la calle saturada. En la barra, el viejo garabateaba en una servilleta, ojeando alrededor con disimulo. Salió del café con un vaso en la mano, al mismo tiempo que Bláez entraba. Está en cama, dijo antes de irse. Fue todo. Bláez pidió un café para llevar al hombre detrás de la barra. Con el siseo de la máquina como fondo, se recargó y leyó la servilleta: una dirección, una hora. La dobló en cuatro, se frotó los ojos y volvió a mirar en torno: el anochecer parecía tranquilo. Está en cama, repitió Bláez para sí mismo. Se prendían las luces naranjas del alumbrado. Escuchó en un altavoz una orden seca y un pitido; los motores sonaron con más fuerza. Consultó la hora y apuró el paso rumbo a casa.

Dio vuelta a la izquierda al llegar al fondo del pasillo: a varios metros, había una puerta con barrotes en la ventana. El único sonido era el de sus pasos. Revisó la servilleta y la guardó en la bolsa de la camisa. Hizo cuentas: más de veinte años sin ver a Lizalde. Se habían conocido en las marchas hacía años, cuando la ciudad era otra cosa; los basurales aún no mandaban sus vaharadas pegajosas al aire todo el día, y apenas se asomaba un polvo amarillento que hoy venía de todas partes. En aquellos días, hacía tanto, Lizalde había sido importante. Precedida de un chasquido, la luz intensa de un foco alumbró las paredes de ladrillo desbastado y Bláez levantó la mano para cubrirse el rostro. La puerta se abrió antes de que llamara: con gesto nervioso, el anciano escudriñó el pasillo a espaldas de la visita. Lo hizo pasar sin una palabra. La luz del foco se apagó de inmediato. De pie, a la espera de que el viejo terminara de espiar tras los barrotes, Bláez fijó su atención en el tapiz, alguna vez rojo, de un vestíbulo apretado. Cerca, vio el contorno de una estancia y, más allá, la luz que se colaba por debajo de una puerta. Si había ventanas, la luz no entraba por ellas. Una casa como engullida por las sombras de los edificios que la rodeaban. En las paredes había algunos retratos que no pudo ver con claridad a la luz débil de la única lámpara encendida. El padre de Lizalde se volvió hacia él y lo contempló un momento. Bláez escuchó el sonido de un segundero. No cambias, Bláez… siempre se te vio grande la ropa, dijo el padre de Lizalde. Tenía la voz cascada. Siempre, no importa si engordo, asintió Bláez. ¿Me había visto ya en el camión?, preguntó. Sí, pero mejor no dije nada, contestó el viejo. Bláez volvió a asentir. Hablaban casi en murmullos. El anciano inclinó la cabeza y guardaron silencio. Del edificio contiguo llegó un par de golpes apagados. Le va a dar gusto verte, dijo después y señaló la luz bajo la puerta. A su paso, Bláez echó una ojeada a la cocina: una mesa pequeña, una parrilla eléctrica sobre una alacena, un fregadero y una silla. Al acercarse al fondo, el corredor se fue llenando de un olor tibio a alcohol y medicamentos. Antes de entrar, se volvió hacia el padre de Lizalde, se metió la mano en la bolsa del pantalón y le dio un frasco de gotas para los ojos. El viejo asintió y dio las gracias. Luego caminó rumbo a la cocina. Bláez escuchó a Lizalde sorber por la nariz, llamó a la puerta y entró al cuarto.

El mismo tapiz gastado cubría los muros, desnudos a excepción de uno, en el que había empotrado un librero. Sobre un buró se apilaban pastillas, alguna jeringa y cajas de medicina. Sonaba en el aire un crepitar lejano. Habían hablado al menos una hora. La cama de Lizalde estaba pegada a una ventana que daba a un patio apagado por las sombras de los edificios y por donde, imaginó Bláez, se vería en lo alto un trozo de cielo. Había dejado junto a la televisión las películas que llevaba en la bolsa. Lizalde pidió que pusiera una de fondo. Le gustaba escuchar algo distinto a los programas de siempre y al silencio de la casa. Escuchó a Bláez hablar sobre la sonorización y la fotografía, y discutieron los parlamentos. Preguntó luego a qué se dedicaba. Lizalde hablaba con voz nasal, movía un poco la cabeza y gesticulaba sin mover otro músculo. Untado a la cama, el rostro parecía hundirse en un cuello demasiado grueso. A lo que vaya saliendo, respondió Bláez desviando la mirada. Escucharon el ruido grave de un motor acercarse. A veces son artículos en un periódico, alguna nota a la semana, talleres de lo que sea. Nada que haga mucho ruido, dijo resistiendo un parpadeo. Se frotó los ojos. Van saliendo las cosas, dijo. Las ventanas comenzaron a vibrar. Lizalde dijo algo, levantó la voz lo más que pudo y movió los labios sin que Bláez escuchara otra cosa que un crepitar de aspas cortando el aire; Lizalde cerró los ojos y el patio quedó desnudo un instante bajo una luz blanca. Escucharon el ulular de la sirena y el rugir del helicóptero sobrevolando, hasta apagarse poco a poco en la distancia. La televisión emitía un murmullo de voces difusas, apoyada sobre un escritorio. Con la cabeza gacha, Bláez se dio cuenta de que tenía entrelazados los dedos. Me acuerdo en ese tiempo, dijo Lizalde ya con los ojos abiertos, me acuerdo que imaginaba ver un cuadro, un paisaje inmóvil de cerros que parecían desiertos. ¿Te acuerdas tú de ese tiempo? Bláez se acordaba: las calles cerradas con frecuencia, las marchas que pasaban en barahúnda, llovía y se inundaban los puentes, se multiplicaba el concreto. Buscaban empleo. Muchos se iban, como si anticiparan un incendio. Lizalde era maestro por las mañanas y coordinaba una delegación del movimiento por las tardes. Bláez trabajaba haciendo llamadas telefónicas para ofrecer tarjetas bancarias. Por las noches visitaban algún bar y discutían cerveza en mano. Ya no me acuerdo, dijo. Hubiera querido decir que prefería no acordarse. Ya nos veían entonces, dijo Lizalde mirando por la ventana, sin detenerse en la respuesta. Algunas gotas de lluvia golpearon el cristal en ráfaga. ¿Tú los veías, Bláez? Yo leía los periódicos y pensaba en el paisaje del cuadro: cerca del horizonte subían manchas de humo. Subían todas en silencio. Primero estaban en las pantallas, treinta segundos en el noticiero: un lugar muy lejos, donde se había efectuado una intervención necesaria, decían. Todos seguíamos en lo nuestro. Siguiente noticia: un encargado de laboratorio toma muestras y entrega, a los cinco días, hojas impresas con un membrete, una tras otra, con resultados negativos; el laboratorio carece de todo instrumento. ¿No te apenaban esas cosas? A la mañana siguiente, íbamos al trabajo y los encontrábamos en el Zócalo, mostrando sus coches y sus camiones de redilas, vestidos de gala, saludando a los niños con gentileza. Podías, si querías, tomarte una foto. Al otro día, en el periódico, diez líneas, ninguna fotografía: detenciones múltiples en un operativo llevado a cabo con éxito. Siguiente sección, Policía: detenido respetable jefe de familia que llega de madrugada y se cuela una vez más en la habitación de su hija: le susurra al oído que no hable; el humo asciende, esta vez más cerca. Íbamos al cine cualquier fin de semana y, en los anuncios, aparecían ellos, llenos de sonrisas, hablaba un locutor con voz tersa, que seguro también sonreía; se ufanaban, izaban la bandera; después, la película y, al salir, de camino a casa, uno era la nota: un coche certificado se desvía de pronto de su ruta, entra en una calle solitaria, a pleno día, y el chofer levanta los seguros. Entran por todas las puertas. Conocen tu nombre. Conocen los nombres de tu familia, tus amigos. A partir de esto, miras sobre el hombro cada vez que sales. Oyes rechinidos de llantas. Se asoman cabezas, rostros cubiertos en una marcha. Retumban pasos de madrugada cerca de donde duermes. Semanas después, regresas del trabajo y la calle está tomada, rodean la plaza; las noticias dicen, durante veinte segundos, que estallan ductos; a cualquier hora, una llamada telefónica como un mensaje en una botella vacía, el mensaje es silencio y, aún así, escuchas una respiración, crees escuchar una risa; hay hombres siguiendo pasos, manos enguantadas de blanco entre la gente; detienen autobuses: la humareda sube, entra en las casas y la única hoguera que admiten, no ocurrió nunca. Lizalde hizo una pausa. Tensó los labios y de su nariz salió un ronquido seco. Cuando quisimos darnos cuenta, vigilaban ya todas las esquinas. Ya no sonreían. Ya no tenían por qué hacerlo. Lizalde apartó la vista de la ventana y miró a Bláez. No estábamos ciegos, cerramos los ojos. Y cuando nos los abrieron, lo que vimos fue carne abierta. Olía a pólvora y tosíamos entre el humo. Volvimos a cerrarlos. ¿Te acuerdas?

Bláez suspiró sin separar las manos. El helicóptero tronaba, rondando algún lugar indeterminado. Se quedaron callados otro rato. Luego, Bláez se levantó de su asiento. Antes de irse, apretó la mano de Lizalde.

El padre le ofreció pasar la noche. Bláez prefirió darse prisa. Al salir de la casa, buscó la sombra. Tras despedirse, miró atrás, al fondo del corredor, y vio la luz de la entrada apagarse. Miró la hora y caminó más aprisa: no había que arriesgarse; pasó frente a locales de venta oscuros, cerrados. Las calles ya estaban vacías. Antes de llegar a casa, desvió el paso y se dirigió a la esquina. Vio al hombre esperando a la sombra de una arcada y sintió los muslos de pronto endurecidos. Caminó en su dirección y se detuvo al escuchar el clic del seguro. Una luz intensa le iluminó otra vez la cara. Empañada por la estática, una voz de mando transmitió en fragmentos una orden radiada. Bláez entrecerró los ojos esta vez, sin cubrirse el rostro: la luz bajó a su pecho. Datos, le ordenaron. José Eduardo Sánchez Ruiz, alias Lizalde, dijo Bláez. Entregó la servilleta con la dirección y dio también la descripción y el nombre del viejo. Una sirena hizo eco al fondo de la calle. El hombre transmitió los datos por el radio prendido a la solapa. Levantó de nuevo la lámpara y preguntó a Bláez su nombre. Tras escucharlo, dijo una sola palabra y movió la lámpara. Con la cabeza baja, Bláez se dirigió a casa. Escuchó de nuevo el clic del seguro. En ningún momento le vio la cara.