A Trinidad Acubal lo asesinó Águeda Martínez por asuntos de amor. “Hay que tener cuidado si esa hembra se siente herida”, se le vino a la mente a Trinidad cuando vio que Águeda atravesaba el patio de su casa, caminando con esa manera tan de ella, la cabeza gacha y los pasitos minúsculos y rápidos. Llevaba las manos metidas en el mandil. Trinidad empuñó el machete que tenía sobre la mesa, pero abandonó la idea de hacerle frente cuando notó sangre en un brazo y en su mandil. Trinidad comprendió que no era el primer objetivo de una venganza, sino la culminación. En ese instante, su vida perdió sentido y la puso a merced de ella.

Águeda Martínez abrió la puerta con mucha suavidad y entró lentamente, para hacer, de balde, más sordos sus de por sí desapercibidos pasos. Trinidad derramaba algunas lágrimas y miraba la lumbre del tlecuile, con la mente en una vida que ya no iba a ser. Águeda no dijo ni recriminó nada, tampoco le tembló el pulso y disparó muchas veces en la espalda de Trinidad, de manera inútil, pues este solo sufrió la bala que entró por el pulmón derecho y salió por el corazón, reventándolo. Los disparos siguientes solo le sirvieron a Águeda para desahogar algo de su dolor. Se quedó mirando el cuerpo durante algún tiempo. Cualquier otra cristiana hubiera rezado por el alma del hombre que acababa de matar, o desearle, por lo menos, que Dios lo perdonara, pero quedaba visto que Águeda Martínez no había podido ni querido, y no dijo nada. Guardó el revólver en el bolsillo de su mandil y volvió en silencio sobre sus pequeños pasos.

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Trinidad Acubal dejó plantada a Águeda Martínez el día de su boda. Águeda vivió los siguientes ocho meses, por lo menos, en una especie de luto oscurísimo. Trinidad Acubal, en cambio, fue a trabajar sus tierras al día siguiente, según su costumbre y tomaba sus tragos después de la jornada, como estilaba. A quien preguntara por qué había decidido no presentarse al casamiento, le respondía que simplemente no había sentido ganas de ir. Pero unas semanas pasaron y la vergüenza, la culpa o vaya usted a saber qué diablos, hicieron que Trinidad dejara Atzompa y nadie supo de él. Hubo quien lo daba por muerto y no faltó quien en Todos Santos prendiera una vela por su alma. Al cabo de tres años, regresó.

Águeda Martínez estaba esperando que la flecha que venía de Puebla siguiera su camino, para poder cruzar la carretera. El camión se fue alejando y del humo espeso que dejó, salió Trinidad Acubal. Águeda sintió que un frío le recorrió el espinazo y, por un momento, pensó que su ánima venía a perturbarla, porque iba a casarse con Cupertino Méndez. Pero Trinidad la saludó ladeando el sombrero, como si cualquier cosa. Águeda descubrió entonces que ese hombre no estaba muerto y, lo más importante, que tampoco tenía por él sentimiento alguno, ni bueno ni malo. Confirmó que tanto el tiempo como el amor que se procuraban ella y Cupertino habían sanado todas sus heridas. Entonces, Águeda respondió el saludo con una sonrisa amable y dulce, con la indiferencia que dan la paz y la felicidad.

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Los primeros tres años del matrimonio de Águeda y Cupertino fueron los mejores que cualquier pareja hubiera podido desear. Entre ellos todo era motivo de alegría: La lluvia del año y su consecuente cosecha, el cielo abierto de verano y los cerros reverdecidos, la comida del día, la fiesta del patrón San Gabriel… Durante todo ese tiempo, a Águeda Martínez el desaire, la existencia y el nombre de Trinidad Acubal no le decían nada. Cuando se lo encontraba, en el lugar que fuera, le costaba trabajo reconocer siquiera su cara. Era casi un extraño. Un solo hecho sin importancia ocurrió en ese tiempo: Una noche Cupertino regresó borracho del billar y se durmió sin darle un solo beso a Águeda.

La mañana que siguió, cuando salió a trabajar, Cupertino Méndez sintió cómo una sensación hueca ocupaba todo su cuerpo. Era como si de pronto hubiera perdido todo, como si no tuviera entrañas. A su mente le costaba pensar algo, lo que fuera, cualquier cosa… En la siembra, en el terreno, en los tejones que habían atacado de nuevo a sus perros, en Águeda, pero ni en ella podía pensar siquiera. Sintió, por un momento, que había perdido todos sus recuerdos, todas sus emociones. Lo tranquilizaron las punzadas que sentía en la cabeza. Esa cruda de todos los diablos era la causante del vacío que lo estaba carcomiendo y pensó con claridad, por fin, que era cosa de esperar a que se le pasara y volvería a ser el de siempre.

Pero esa maldita sensación no desapareció ni cuando la cruda se fue. Cupertino Méndez llegó a imaginar que esas punzadas no habían sido otra cosa sino el vacío rascando dentro de su cabeza. Cuando regresó a su casa —Águeda lo esperaba para comer—, dejó el almuerzo sobre la mesa y se fue a la cama. A ella no le extrañó y supuso que era la cruda obrando en su marido. Hacia las diez de la noche, salió del cuarto y bebió chocolate sin decir una sola palabra. Águeda tampoco dijo nada. Luego, se fueron a dormir. Ella lo besó y Cupertino respondió con una caricia somera. Cayeron rendidos, pero a partir de esa madrugada, a Águeda Martínez la despertaría Trinidad Acubal, el nombre que sus sueños le susurraban.

En las semanas que siguieron, Cupertino Méndez hizo de todo para llenar el vacío que se le había hecho en la vida. Intentó trabajar más de la cuenta, regresaba con las manos llenas de ámpulas, los pies sangrando y la piel enrojecida por el sol. Una mañana, no pudo levantarse. Águeda preparó árnica y cortó sábila para curar la hinchazón y las heridas de Cupertino. Hizo la comida que más le gustaba. Cuando la noche empezaba a anunciarse, él se recostaba en las piernas de ella o sobre su pecho. Y creyó que pasar más tiempo con Águeda habría de ayudarlo a recuperar, por fin, la sustancia que había perdido sabrá Dios en qué momento.

Pero el vacío seguía ahí, algo le faltaba y fue a buscarlo a las calles. Comenzó a ir a cantinas que nunca antes había pisado, salía a jugar lotería con Águeda o a las kermeses del sábado. Una noche, se decidió y volvió al billar donde todo comenzó.

Allí, no tardó en recordar los hechos: Impidió que Santiago Gutiérrez matara a Trinidad Acubal por una apuesta que este no quiso saldar. Se mantuvo firme entre la 22 y Trinidad, convenciendo a Santiago de que una muerte de juego no era buena para nadie, que guardara el arma y el valor para cosas de importancia. Santiago regresó la pistola a su cintura. Cupertino Méndez fue a la barra, pagó su cuenta y salió del billar. Había caminado cinco minutos, tal vez, cuando Trinidad lo alcanzó para darle las gracias y extenderle la mano. Cupertino se la estrechó y le recomendó que no apostara centavos que no iba a ser capaz de pagar. Trinidad asintió y se alejó un par de pasos, pero regresó y lo abrazó, Cupertino le dio unas palmadas y le dijo que se fuera a descansar. Trinidad se aferró a él, Cupertino trató de alejarlo, pero Trinidad lo besó. Cupertino respondió tumbándolo de una trompada y se dio la vuelta. Trinidad se puso de pie e intentó abrazarlo otra vez. Forcejearon. Trinidad se impuso y beso de nuevo a Cupertino. El tercero fue un beso tímido que no tardó en volverse largo.

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Como llovizna, así sintió Águeda Martínez los primeros rumores, pero no tardaron en caer como aguacero. Le dijeron, como no queriendo la cosa, que el chivo que Cupertino dizque perdió y fue a encontrar hasta Tequihua, estuvo amarrado todo ese tiempo en el cazahuate de su terreno. También le contaron que lo vieron andar por callejones a altas horas de la noche. Juraban que nunca tardó más de dos días en resolver sus asuntos en Chila, pero el resto de la semana se la pasaba en las tierras de ve tú a saber quién. Que la razón de sus viajes a Zapotitlán era un niño, de unos dos años, con ojos zarcos igualitos a los de él… Había días en que a Águeda todas esas habladurías le retumbaban en la cabeza y cuando sentía que estaba a punto de darles crédito, las desdecía con una y mil razones. Se convencía de que ella, nadie más, tenía la verdad, y entonces olía la ropa de su marido, sus camisas, sus pantalones, los pañuelos… Todo sin otro olor que no fuera el de Cupertino, el de su sudor y su trabajo. Pero por más que quisiera, por mucho que lo intentara, Águeda no podía negar la ausencia de Cupertino, aunque estuviera presente, y no le quedaba sino aferrarse al recuerdo de sus caricias y sus besos.

Una tarde de abril, motivada por el deseo de descubrir a Cupertino, Águeda Martínez decidió ir al terreno con el pretexto del almuerzo. Se envolvió en su rebozo y se encaminó. Cuando atravesó la tranca, reconoció la camisa que escogió para él; pasó junto al pozo, ahí estaba el sombrero de su marido. Escuchó voces. Se detuvo. Era la voz de Cupertino. No quiso reconocer la otra. Se concentró en lo que decía su esposo, estaba acariciando a alguien con las palabras que alguna vez la acariciaron a ella. Poco a poco, la voz que había sumergido en el susurro y el zumbido tomó forma. Luego luego reconoció el tono. Estaban ahí el hombre que amaba y el hombre que alguna vez amó.

El aire que el sol calentaba allá en los cerros llegaba y se metía entre las hojas del cazahuate y el guamúchil, se refrescaba en su sombra para volver a las ramas con regocijo y, entonces, suave y ligero, bajaba a soplar el rostro de Águeda. Pero ella no lo sentía, apenas podía respirar, algo le faltaba, no el aire sino la vida. Se podía creer que, más que rumor entre las hojas, aquello era el alma que se le escapaba. Si alguien más hubiera estado bajo ese sol radiante y ese azul de cielo abierto, se entristecería al ver la sombra en que se había convertido esta mujer. Y a ella llegaron, como en una noche de retumbos y truenos, los pretextos de Cupertino, las mentiras que construía, las excusas con que se disculpaba. Descubrió que no era Trinidad Acubal el nombre que sus sueños le susurraban, sino el nombre que Cupertino llamaba mientras dormía. Águeda se alejó de ahí, envuelta en su rebozo y su dolor.

Mientras ella se iba, Trinidad le propuso a Cupertino abandonar el pueblo en la madrugada, irse a cualquier otra parte. Él ya tenía el sí en los labios y aceptó, a pesar de que su mujer se había metido en su pensamiento para contenerlo por un instante.

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Era la noche de esas frescas, con la luz de la luna iluminando todo a medias. Cupertino Méndez vio caer una estrella antes de entrar a su casa. Cuando cruzó la puerta, Águeda lo miró como quien espera un milagro. Cupertino iba a abrazarla, pero Águeda se dio la vuelta —ni ella ni su dolor estaban dispuestos a recibir migajas o lástimas— y le preguntó dónde había estado y por qué había tardado tanto. Cupertino no se dio cuenta y repitió una mentira, dijo que había perdido un chivo y que lo fue a encontrar hasta Tequihua. No supo cómo ni dónde, pero Águeda se guardó el llanto y le ofreció la cena.

A esa noche, donde volvieron a cenar juntos, llegó el Cupertino de hace meses, el que sonreía por cualquier razón, el que golpeaba la mesa con los dedos por pura alegría. Su felicidad lo nubló tanto que no se dio cuenta de que los ojos de Águeda le pedían clemencia; tampoco notó que le estaban rogando que no fuera feliz con alguien más, y mucho menos con ése. Ése que había desaparecido de la vida de Águeda, que no era sino el humo que trajo un autobús, un rostro sin nombre. Cupertino no advirtió nada, dio las gracias y se puso de pie.

Águeda se quedó en la cocina, desde donde escuchó un ruido de cajas y se acercó al cuarto. Se detuvo en la puerta. Cupertino estaba acomodando ropa en el veliz viejo. Águeda preguntó a dónde iba, él respondió que tenía que hacer un viaje a Puebla para arreglar asuntos de su terreno, pero regresaría pronto. Ella no dijo nada. Cupertino Méndez estaba chiflando mientras guardaba sus cosas. Águeda fue a la sala y sacó un revólver del baúl. Volvió al cuarto. Estiró el brazo, bajó el martillo, “vete feliz, mi amor”, susurró y acomodó una bala en la nuca de su marido.

Se arrodilló junto a él, recargó la cabeza en sus piernas, le acarició el rostro, le besó la frente y le cerró los ojos. Primero fue una, luego dos, después vaya usted a saber cuántas lágrimas derramó Águeda sobre el cuerpo de Cupertino. Le hizo muchas preguntas: ¿Cuándo me dejaste de querer? ¿Cuándo se metió ése en tus ojos? ¿Por qué dejaste que entrara en nuestras vidas? ¿Por qué te enamoraste de ése, de ése, por qué no de alguien más? “Si tantas ganas tenías de irte con él, no te apures, te lo voy a mandar”, fue lo último que le dijo. Apretó la cabeza sobre su regazo y luego la puso suavemente en el suelo. Águeda Martínez, de rodillas, se enjugó las últimas lágrimas, alcanzó el revólver, lo guardó en el bolsillo de su mandil, se paró y salió a buscar a Trinidad Acubal.