En un ITAM que ya no existe: aún no se transformaba en auditorio lo que seguía pareciendo capilla de jesuitas, ni se pronunciaba en francés el apellido del fundador; hablo de cuando aún no se construía el Partenón —consta que fue un lugar donde cantaron Silvio y Pablo, sobre una explanada que se volvió insólito estacionamiento—, y se honraban por igual las horas en la biblioteca y las sobremesas en la cafetería que se prolongaban, ya por culpa del dominó, ya por aires de grandes discusiones ideológicas; el tiempo de un itam que, entre muchos profesores, podía presumir las cátedras de no pocos auténticos maestros, y donde imperaba, por encima de las cuadrículas de todo lo tecnócrata, la sana nebulosa del humanismo.

En esa ínsula, que parece ahora recuerdo inventado, Opción fue un tabloide, y luego fue impreso en otros formatos, donde casi todos los itamitas no solo respiraban el libre aire de la opinión sin censura, sino también la desatada creación literaria.

Algunos nos atrevimos a publicar más que reseñas, opiniones en tinta, relatos inverosímiles e inventos inverificables, que nada tenían que ver con el álgebra de todas las mates y las gráficas de todas las ecos, mucho más cercanos al entrañable corredor de los llamados Estudios Generales, donde se preparaban las materias que aliviaban el peso de tantos números.

Opción era papel de discusión y diatriba, escaparate de libres albedríos y ventana al mundo que se asomaba más allá del Río Hondo, al filo del Periférico; era el bastón que se llevaba bajo el brazo cuando se tomaba cerveza en la única tiendita de las inmediaciones (mucho antes de la proliferación nefanda de tanto bebedero ahora tolerado) y vitrina casi exclusiva de los alumnos, algunos al filo de licenciarse, pero principalmente aglomerados bajo el común empeño de que en sus páginas, todos —lectores y autores— encontrábamos precisamente lo que significaba su nombre: la Opción para decidir, opinar, dudar, afirmar, negar y demás verbos, por nosotros mismos… incluso, para equivocarnos.