Opción fue una isla durante mis años universitarios. Me acerqué a ella primero como lectora, esperando con ansia el día en que ponían un montón de revistas en la entrada de la biblioteca. Tanto me gustaba, que decidí involucrarme en su proceso editorial: quería ver cómo era por dentro. Eso fue hace más de diez años, pero recuerdo mis días en el Consejo Editorial de Opción como los más felices de mi paso por el ITAM. Me encantaba escoger y editar los textos, hablar con los autores, recibir la revista recién salida de la imprenta. Olerla. Tocarla. Trabajábamos mucho, pero recibíamos también aprendizajes a manos llenas. Desde el primer número en el que participé, supe que nunca quería dejar de hacerlo. Opción plantó en mí la semilla de lo que luego se convertiría en una vida profesional como editora.

Las revistas universitarias son reflejos de las comunidades en donde nacen, pero también son motores de cambio y empuje creativo en ellas. Sus páginas dan espacio a voces que necesitan ser escuchadas. ¿Por qué? Porque aportan diversidad, porque lanzan preguntas; en pocas palabras, porque la literatura nos obliga a cuestionar nuestras certezas, y ese cuestionamiento es esencial para abrir espacios de diálogo en un contexto universitario. Opción tiene una larga historia cumpliendo esta labor; reconocerlo importa no solo al interior del ITAM, sino afuera: si las universidades son ejes de desarrollo de un país, entonces, las publicaciones que en ellas se generan funcionan también como agentes políticos y culturales a gran escala.

Mi paso por Opción me marcó como pocas experiencias que he vivido, no solo en la universidad, sino en mi juventud entera. Los amigos, las noches en que nos desvelábamos corrigiendo (hacíamos pausas solo para ir por café), la emoción de ver materializadas, en cada nuevo número, nuestras ideas. Sobre todo, me marcó porque tendió ante mí un mundo que no esperaba. Fueron días tan radiantes, que su luz me alumbra todavía.