Todo igual. Como si no se estuviera moviendo. Como en una película antigua, un horizonte cansado y repetido: las nubes rasgadas, el cielo azul pálido. Los cerros cada vez más pequeños en el espejo; la ventana abierta, el aire caliente, la estática en la radio. Durante muchos kilómetros, no había nada en el cuadrante: retazos de comerciales, voces distorsionadas, estática, voces lejanas, fragmentos. El sol agrietaba la pintura y el óxido del coche. La carretera en línea recta, los carriles tendidos a la distancia. A los lados, lo cercano era una mancha borrosa; a lo lejos, el erial ondulante se disolvía en el calor y hacía ver la cordillera oscura, al fondo, suspendida en el aire. A ratos, el viento venía orlado de polvo y tierra quemada. Quedaban atrás biznagas, huizaches, pedregales como osamentas rotas. Resoplaba, más que respirar, el olor a grasa y sal del coche. Se enjugó la frente con la manga y miró en el espejo las patas de gallo, la piel cuarteada, las ojeras. El roncar cíclico del motor se adormilaba y subía de nuevo con un tremor. Bajó los ojos a la mano izquierda, sobre el volante, al color opaco del anillo.

La noche anterior revisó el coche: pateó las llantas, le puso un litro de aceite y revisó el radiador; recogió la llanta de refacción y la echó al asiento trasero. Llenó de agua un tanque de cuatro galones y lo cargó en el lado del acompañante. La cajuela hacía rato que estaba llena. Amanecía cuando se levantó. Frente al espejo, se pasó la mano por el rostro. Tras la ventana opaca del baño, sonó el piar trémulo de un ave; la barba se asomaba ya en la piel curtida. Dejó la máquina de rasurar en el lavamanos y fue a ponerse el traje. Al abrir las puertas del cobertizo, el sol arañó la lámina del cofre, alumbró cubetas oxidadas, trapos olorosos a gasolina y costales deshilachados en el piso. Antes del mediodía, las llantas de atrás rozaban las salpicaderas. Había pasado ya los últimos pueblos: Huatambo, Culebrilla, San Carmel. En lo alto, los gavilanes daban vueltas como sombras densas. Pronto quedarían atrás, también, los puestos de comida. No habría más hasta llegar. Miró al cielo entrecerrando los ojos. Soltó el acelerador y enfiló el coche. Pidió carne y frijoles, refugiado del sol bajo una sombra plástica. Dio el último trago a la botella y metió los dedos a la bolsa de la camisa. Puso la fotografía sobre la mesa. Pidió otra cerveza sin apartar los ojos: la falda lisa, el color oscuro de los labios, los brazos descubiertos hasta las mangas cortas de la blusa; detrás de ella, el polvo, la franja horizontal de alguna carretera, el color opaco de los cerros bajo un cielo desvaído. Dio vuelta a la foto, leyó en voz baja. Dibujó con los labios la fecha escrita con una caligrafía delicada: el mes, el año, los números inclinados suavemente a la derecha. Algún viaje, la punta de la falda apenas movida por el viento. Apartó la vista del horizonte y dio otro trago. La cerveza bajó helada por la garganta. De golpe, sintió el aire seco del erial en la cara. Respiró profundo, pagó y apuró la botella.

Volvió a la carretera, al zumbido ronco del motor. Durante algunos kilómetros, intentó de nuevo con la radio. Se conformó con pedazos de la transmisión. Bajaba el sol cuando el llano se levantó sobre el asfalto como una mancha ocre. Las ventoleras se soltaban sin aviso. Terminaba de subir los vidrios cuando la arena comenzó a golpear la carrocería, raspando la pintura con un siseo desigual. En la radio, crujió otra vez la estática. El olor a sal le dolió entre los ojos, el calor se hizo denso, como si viniera del asiento trasero. El interior se llenó de brillos asfixiantes, diminutos, momentáneos; por algún lugar se colaba el polvo. Sintió la tierra pegada a las sienes, debajo de la nariz y en las manos sudorosas. Apretó con más fuerza el volante y se resignó al tufo caliente. El ardor no comenzaba en la piel: venía de lo profundo, lo cocinaba a fuego lento en un horno vibrante y rumoroso que apretaba el paso hacia la cordillera y su filo, encendido por el sol. Con la nariz sucia de tierra, salió del remolino estornudando. Dejó pasar unos segundos y bajó el vidrio despacio, sintiendo en el aire renovado el primer aviso de la noche y el olor del salitre queriendo quedarse atrás, pero presente siempre.

Háblale a Salo, le dijo al niño que entró a la casa corriendo descalzo. Sintió el frío subirle por la espalda mojada. Las estrellas se alejaban de los cerros. Se recargó en el coche y esperó, anticipando un temblor de todo el cuerpo. Comenzaba a sentirse enfermo. La casa tenía las luces prendidas; las había visto como dos y luego tres puntos amarillos, al acercarse, apenas al haber cruzado los límites del rancho. Por las ventanas, se insinuaban las siluetas. La lámina del coche se enfriaba y crujían en sus goznes las defensas. Sintió el olor del cigarro antes de verlo: por la puerta, salió un hombre de bigote canoso y grueso. “Pásale a cenar”, dijo. Se fijó después en el coche y movió la cabeza en dirección al rastro de unas llantas en la tierra: terminaban en un cobertizo. “Ven ahorita, ya luego vamos”, insistió Salo con calma. Escuchó cerrar la puerta del coche y las llantas rozar las salpicaderas rumbo al tapado.

Adentro, una mujer de mirada ausente puso las tazas sobre la mesa. Los dos hombres aguardaron en silencio hasta escuchar el hervor en la estufa. Salo removió en el plato los restos de la cena. Al fondo, en una cama, dormía casi desnudo un niño de meses, cobijado por el olor del café caliente. Se preguntó si sería muda. El viejo se alisó el bigote con la mano y prendió otro cigarro. Luego, se levantó, fue al cuarto de junto y volvió con dos lámparas. “Vamos a salir”, le dijo a la mujer. “Le pones la cama al señor y te vas con los niños a la recámara. Apagas las luces. Ya no salgan”. La mujer dijo que sí en voz baja, casi sin separar los labios. No levantó la mirada. “Vámonos entonces”, dijo Salo, ajustándose el sombrero. Salieron al cobertizo. Encendió el coche y lo dejó calentar. El viejo acomodó las piernas en torno al tanque de agua y se recargó en el asiento del acompañante. Sonaron piedras bajo las llantas. La cerca de palo y alambre se extendía hacia la noche y el monte. La siguieron. El viejo movió la perilla del radio. Debajo de la estática, escondida, comenzó a sonar una canción indistinguible. Viajaron en silencio hasta que, en el retrovisor, desaparecieron las luces de la casa. Volteó a ver al viejo. “Hasta llegar al pozo”, dijo Salo y apuntó a algún lugar en la distancia. Después de un rato, volvió a hablar: “Aquí mero”. Dejaron las puertas abiertas, para que la canción los acompañara, y las luces bajas apuntando hacia el llano. Encendieron las lámparas y alumbraron las herramientas, picos y palas, recargadas en la boca del pozo. Fueron hacia el coche. Antes de abrir la cajuela, se quitó el anillo. Levantó la tapa: la sal comenzó a regarse a chorros en la tierra. Escucharon el quejido de los gavilanes, ya en reposo. Una voz de tenor sonaba en la radio. Miraron todavía por un momento. Sorbió fuerte por la nariz y se secó los ojos. “Te tardaste”, dijo Salo. Comenzaron a cavar.