El juego es inocencia, picardía, emoción. El juego es fiesta y sorpresa, revelación y calma. En el juego el niño se mira por vez primera, construye un espejo y explora sus presencias, sus memorias, sus caminos. Ensaya postulados del alma, las exigencias de su espíritu. En el juego, el niño que es el hombre, la mujer, se reconoce. Se pierde en un tiempo que no existe para buscarse, trazar esbozos de sus habríamos y ocurrencias.

“Se juega al ajedrez/ con las palabras hasta para aullar”, y el aullido debe venir de haberlas tocado, de haber sido su testigo, de aprehenderlas. El que apenas las tienta no tiene derecho de sacarles más sustancia que la que ya no tienen. Si bien Lihn aconsejaba al poeta, la máxima funciona igual para novelistas. Para forzar las palabras primero hay que hacerse con ellas: “Equilibrio inestable de la tinta y la sangre/ que debes mantener de un verso a otro/ so pena de romperte los papeles del alma”. Eso es lo que ha hecho Xavier Velasco (Ciudad de México, 1964), que en 2003 obtuvo el sexto Premio Alfaguara por su novela Diablo guardián, premiada, entre otras cosas, por “el hábil tratamiento del lenguaje oral”. Desde entonces se ha dedicado por completo a escribir, es decir, a jugar con el lenguaje. Velasco entiende la escritura como un ejercicio lúdico, por lo tanto continuo, omnipresente. Y como acto lúdico, no le teme a la contradicción, no se casa con sus demonios. Les coquetea, les saca la lengua, firma un armisticio. Utiliza sus paradojas para desenmascararse a sí mismo, para habitar a todos esos Xavieres que no fueron.

El juego está en lo más íntimo de la vida de Xavier Velasco. En su casa me recibe una jauría de semi-osos blancos -Teodoro, Cassandra, Ludovico, Carolina y Gerónimo- que como pago por entrar me exigen un poco de atención. El enigma del comedor inexistente se disipa pronto: Velasco juega ahí como si estuviera en el escenario. Tiene razón cuando me dice que la escritura invade todas las áreas de su vida: también juega con mis preguntas, las desmenuza, las repite hasta sentirlas suyas.

Velasco sigue construyendo espejos porque busca otras caras. Ir tras sus presencias es ir también por lo que no fue, lo que no será. No puede hacerlo de otra manera que no sea recreándose: la creación es entretenimiento, malabareo constante.

Me gustaría saber un poco más de tu relación con la naturaleza. Por ejemplo, para ti son muy importantes los perros. Apenas hace unos días relatabas en un texto la muerte de Boris Rolando. Recuerdo que la primera vez que tomé un ejemplar de Puedo explicarlo todo, me llamó la atención que en la solapa dijera: “En la fotografía con Boris Rolando”. Sin embargo, la naturaleza no es un eje de tu obra. ¿Qué relación guardas con la naturaleza? ¿Qué representa en tu vida?

Yo solía reírme mucho, porque había una coincidencia con una línea de Julio Cortázar donde decía que el campo es ese horrible lugar donde los pollos caminan crudos. Siempre me ha gustado el campo, pero soy muy inútil dentro de él. La naturaleza es muy distractiva; aparentemente es la calma total, pero no es verdad. La naturaleza es animales devorando animales, plantas que florecen únicamente para que el sol las calcine. Te lo digo porque yo trabajo allá afuera, trabajo en el jardín. Y me distrae mucho el jardín —como te digo, la naturaleza es muy distractiva—, para mí es la parte más importante de mi casa. Ayer me aventé una bronca espantosa con el jardinero, porque cortó las plantas de más, me echó el día a perder, hice un berrinche horrible. La naturaleza que está cercana a mí, el jardín —yo a los perros no los considero parte de la naturaleza, los considero un poco por arriba de los seres humanos— me da una tranquilidad, una paz, una sensación de armonía que me hace mucho bien. Prefiero veinte veces estar en el jardín o en el balcón que acá dentro. Siempre me gusta estar en un lugar donde hay árboles, necesito de los árboles, de las plantas, para sentarme a trabajar. Los lugares donde he hecho mis novelas han sido siempre el jardín, el balcón, un lugar allá afuera, siempre es outdoors. Cuando estaba en la escuela —yo odiaba la escuela— odiaba las aulas particularmente, y lo que más me molestaba era estar ahí encerrado y estar viendo los árboles a los cuales no me podía acercar. Yo no entiendo a esta civilización estúpida que siempre identifica el progreso con el cemento. Cemento y progreso son una sola cosa, yo no creo en eso. Yo creo que, de pronto, el cemento ayuda mucho a destruir el progreso, porque… ¿qué es el progreso? El progreso es el crecimiento en armonía.

Ahora que hablas de la escuela, recuerdo a Daniel Pennac cuando escribe sobre el zoquete que él era en sus días de estudiante. ¿Crees que la creatividad es anegada por los planes de estudios? ¿Cómo te sentías tú cuando estudiabas?

La creatividad, ese diablito de la creatividad, yo no creo que sea tan débil, ni que sea fácil de matar. Es fácil de intimidar, es fácil de encerrar, pero para él no es muy difícil escaparse. Es decir, puede haber muchos planes de estudios, puede haber muchas rejas, te pueden meter a la cárcel, te pueden prohibir escribir, pero siempre vas a encontrar la manera de hacerlo. Entonces, yo creo que al final todos esos obstáculos que tú tienes para hacer lo tuyo terminan siendo coadyuvantes. Es como el miedo. El miedo a veces te paraliza, pero de pronto tú lo utilizas para llegar a donde quieres. Lo desafías, lo vences, lo azuzas. Es lo mismo. Yo padecí un horrible plan de estudios en la carrera de letras en la Iberoamericana: todo empujaba hacia la rigidez, pero uno no lo va a permitir. Uno no va a permitir que un plan de estudios, un profesor o un reglamento te inhiba. No, al contrario, es un desafío, un desafío que hay que vencer. No hay un plan de estudios para novelistas, por supuesto. Esta es una profesión que uno ejerce a contracorriente; a contracorriente de tu familia, a contracorriente de tus amores, incluso de tus amigos, porque es algo muy íntimo. El flujo del pensamiento íntimo, de la vida íntima, va a contracorriente de todo lo demás afuera, pero uno no puede perder su intimidad porque afuera lo están reclamando para equis, ye y zeta. Uno tiene que hacer lo que tiene que hacer.

Cuando fuiste a recoger el Premio Alfaguara a España, salieron dos notas en El País: una decía “Xavier Velasco, ‘el autor desconocido’”, y otra se refería a ti como “el autor-personaje”. ¿Cómo es tu relación con los medios? A diferencia de muchos autores que se esconden de las cámaras, que rehúyen a las entrevistas, parece que tú te llevas bien con ellos. ¿Los medios son un complemento de tu obra? ¿Le ayudan a comprenderse mejor? ¿Te ayudan?

Hay una película de Woody Allen, Love and Death, que aquí tradujeron como La última noche de Boris Grushenko, donde la yanquita le pregunta por qué es tan buen amante, y él le responde: “practico mucho cuando estoy solo”. Es lo mismo. Si yo me entendí con las cámaras cuando llegó el momento, es porque llevaba toda la vida practicando. Jugué por muchos años a entrevistarme solo. Jugué mucho, manejando en el coche, a dar conferencias, porque me gustaba, era una forma de ejercer la escritura oralmente. Es exactamente como ahorita, yo contigo. En este momento, no te das cuenta, pero estoy escribiendo, no estoy hablando. Este vicio de escribir es tan absorbente que te va invadiendo otras áreas: invade las relaciones humanas y, de pronto, te das cuenta de que en lugar de estar hablando con la gente, estás escribiendo. Y siempre me ha gustado, me gusta mucho jugar conmigo, me gusta jugar con la cámara. Me decían en esa época: “oye, ¿no te sientes agobiado por tanta atención de los medios? ¿No te molesta?” Y mi respuesta siempre era: “pues más me molestaba cuando nadie me hacía caso”. Yo creo que, finalmente, hablar con los medios, hablar con la gente que te entrevista, hablar con el público, forma parte de la carrera del escritor profesional. Es decir, ser un escritor profesional no nada más es escribir bien, esa es madera de escritor, sino aprender a tratar con las diferentes facetas de esa vida profesional, que a veces te exige escribir un libro, pero a veces también te exige hablar del libro, presentarlo. Los escritores, no hay que olvidarlo, descendemos de los juglares, esos señores que iban de pueblo en pueblo contando historias y, al final, pasaban el sombrero y así vivían. Soy muy consciente del público. Ahora, afortunadamente, yo no paso el sombrero, pero cuando tengo una presentación, ahí, a un lado, está una mesita en la que venden libros y ese es mi sombrero. Cuando era niño —tenía ocho, diez años— hacía obras de teatro y le vendía boletos a mi abuela, y era tan miserable que le decía: “no, señora, está usted muy gorda, es doble boleto”. Ella me pagaba los dos boletos. Desde entonces tengo esta cosa de que me gusta el teatro. Mira, ¿ves este desnivel en el que debería haber un comedor, pero no lo hay? A esta parte la llamo “el stage ”, porque es un escenario. Entonces, a veces practico como ventrílocuo para presentar mi libro, y aquí está teóricamente mi público. Veo esa parte de la casa como un escenario. A mi esposa a veces le divierte y a veces le harta un poco que yo encuentro escenarios dondequiera que voy, me la vivo haciendo payasadas. Tengo una debilidad por los escenarios.

Hace poco asegurabas que cada vez crees menos en la mitificación del escritor y de su trabajo…

La mitificación y la mistificación. Van juntas, pero incluso yo diría la mistificación más que la mitificación.

La idea de que bajen las musas y te hablen al oído. Pero cuando te han pedido consejos para aspirantes a escritores has dicho que el que quiera ser escritor debe resistirlo con todas sus fuerzas, porque si es de verdad lo tuyo va a regresar. Un poco como Rilke diciéndole al joven poeta que se pregunte en el fondo de la noche si debe escribir. O has dicho que Violetta ya controlaba la novela y tú estabas siguiendo sus pasos. La idea de que solo un mal poeta sabe siempre lo que dice. ¿Cómo reconcilias la idea de des-mistificar al escritor con la de resistirse a la escritura?

Mira, esto de darle a los personajes un papel protagónico, incluso en mi vida normal, es una exageración. Estoy haciendo metáforas, estoy jugando. Me gusta la idea de que el personaje se meta en mi vida, pero a la hora de sentarme a escribir, a la hora de sacar mi silla e irme allá afuera, salgo con un chicotito en la mano. Los personajes en ese momento no se pueden poner flamencos. No puedo pensar que van a venir las musas, no puedo pensar “a ver si es un buen día, si los astros se alinean”, no, no, no. En ese momento pienso en mí como un plomero: vengo a arreglar una fuga de agua. El plomero no se pregunta si los astros se alinearon ese día para arreglar la fuga de agua. ¿Por qué? Porque si no arregla la fuga, no come. Esto es reciente. Me estás preguntando por cosas que dije cuando el Alfaguara, ya ha pasado un montón de tiempo, uno cambia su forma de pensar. Yo nunca he pensado igual en dos momentos de mi vida. El pensamiento es algo que va evolucionando. Y sí, me gustaba mucho mistificar el trabajo del escritor. Llegué a tener novias a las que les decía cosas horribles. Les decía: “la escritura es Dios y yo soy un sacerdote”. Con esas limitaciones, te amo. “No, pues vete al diablo”, me decían. No es cierto, ni la escritura es Dios ni yo soy un sacerdote. Ahora pienso que la escritura es una fuga de agua y yo soy un plomero, y eso es mucho más sencillo de abarcar y mucho más sencillo de entender, porque cuando más sufro por resolver un párrafo, digo: a ver, calma, esto es un problema técnico y tú eres un técnico. Pum, pum, pum y termino arreglándolo. Es un poco como esos videojuegos en que llegas al nivel cien, ciento cincuenta, ciento ochenta, no sé, Candy Crush, y dices: “esto ya no se puede”, lo mandas al demonio. Yo no puedo hacer eso con la escritura, no puedo decir: “aquí ya no puedo, porque esto está demasiado oscuro y necesito que venga un santo, un aparecido, una musa a arreglármelo”. No, lo tengo que arreglar yo. Entonces, trato de verlo lo menos místico que puedo, porque entre más lo mistifico, más lo dificulto. Yo lo quiero facilitar, no dificultar. Vamos, lo quiero facilitar hasta donde pueda. Uno como escritor siempre hace las cosas más difíciles, y estoy de acuerdo, pero de ahí a hacerlo difícil por estarlo mistificando, no. Me gusta meterme en problemas al escribir, pero en problemas terrenales. No quiero que estén conectados allá arriba, porque entonces ya solo me queda rezar.

También has hablado bastante de algunas de tus influencias: Mishima, Fuentes, Vargas Llosa. Has contado que viajaste para poder entender mejor la novela de Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo…

Más que entenderla, para poder imaginármela. La había leído siete veces. Me imaginé tanto ese lugar que cuando hice un plan para ir a Brasil me desvié a Salvador de Bahía y me fui a Canudos, porque quería verla. Hubo cosas de la novela que nunca había entendido, aunque estuvieran ahí. La novela habla muchas veces del cielo estrellado. Nunca le hice mucho caso al detalle y, la noche que dormí en Canudos, miré al cielo y dije: “no puede ser esto”. Nunca en mi vida había imaginado que el cielo pudiera tener esa cantidad de estrellas. Ahora entiendo por qué la gente de Canudos se quería morir: aquí abajo está todo seco, horrible, pero allá arriba hay un esplendor increíble. Basta con que llegue un santón y les diga vámonos todos para allá arriba. ¿Dónde compro mi boleto? Justo me quiero ir para allá. No me fui para entenderla, me fui para sentirla. Cuando admiras mucho algo, te le quieres acercar.

Y yo en tu obra, en cambio, leo a Beckett, a Ionesco, a Cioran: leo el absurdo. Tú hablabas de eso en una conferencia que diste en Puebla alguna vez. Hablabas de la vida como un absurdo, de lo patética que es y de todo lo que eso puede enseñarnos. ¿Qué es para ti el absurdo? ¿Qué le encuentras de atractivo al ridículo de nuestras vidas, al hombre que espera a Godot? ¿Eres misántropo?

Algo, yo digo que soy misantropical . Los perros, sin querer, me han orillado a la misantropía. Mi concepto del absurdo no es original, parte de Albert Camus. En El mito de Sísifo se pregunta por qué la gente se suicida, y dice que si respondemos eso estamos resolviendo la pregunta esencial de la filosofía. Es decir, ¿cuál es el sentido de la vida? Nos dice que la vida no tiene, no puede tener sentido, porque si la vida tuviera sentido nosotros seríamos esclavos de él. Pero todos los fanáticos, toda la gente embarazada de religión o ideología, ven claro un sentido para su vida y son esclavos de él. El sentido de la vida nace cada día. El absurdo de la vida es que no tiene sentido, pero es también su mayor maravilla. Eres libre de establecer el sentido cada vez que te levantas. Lo puedes cambiar, lo puedes negar, lo puedes retorcer. Sí, la vida no tiene sentido, eso hay que celebrarlo. Salud por eso.

Por eso hay que vivirla…

Precisamente. Si no, ¡qué flojera!

En los vericuetos de la escritura cada vez se vuelve más difícil distinguir entre realidad y ficción. Se torna más complicado, cuanto que el escritor se usa como insumo para lo que hace. Aridjis decía: “confundo poemas con sueños y sueños con poemas”. ¿Cómo dibujar hoy esa línea? Si la historia es una narración, ¿necesitamos todavía la línea entre ficción y realidad?

Alguna vez le pregunté a Juan García Ponce cuál era para él la diferencia entre realidad y ficción, y me dijo que para él la única realidad es la ficción. Me da risa esta frase que dice que la realidad supera a la ficción, pero la realidad no puede superar a la ficción, porque la realidad le lleva ventaja, la realidad va antes. Antes del once de septiembre tú no concebías aviones tirando edificios, no te imaginabas siquiera que eso pudiera pasar. La realidad te tiene que dar permiso para que eso sea torcible, porque si yo te hubiese escrito una novela diez años antes del once de septiembre o te hago una película con eso, me dices: “ah”. Yo no puedo escribir ficción de lo que sucedió ayer o de lo que sucede hoy. Puedo hacer periodismo, pero no ficción. La ficción es un intento de poner orden ahí donde no lo hay. La realidad, de nuevo, no tiene un sentido, no tiene un por qué, no tiene un para qué, la ficción sí. Todo lo que encuentras en el libro —si es un buen libro— va a tener un por qué, un para qué. Hay un principio y un final. La realidad es esta simultaneidad desordenada, caótica, en la que no puedes saber qué está pasando. Tú no puedes contarme lo que ha pasado en tu vida en los últimos dos meses. Es demasiado caótico, hay demasiadas cosas pasando al mismo tiempo, no sabes a dónde vas a desembarcar. Pero si te pido que me cuentes tu infancia, ahí hay un sentido, porque tú dices: “viví esto y esto para poder entender esto otro y esto otro”, y el resultado es que estoy aquí. Yo soy el final feliz de la historia de mi infancia. Es bonito decir que confundes sueños con poemas y poemas con sueños, y sueños con becas. Aridjis, qué bonito, pero hay una distancia, una distancia muy clara. La realidad es aquel lugar a donde yo voy a robar para poder hacer mi ficción.

De donde aprendes…

Sí, de donde aprendo y de donde robo.

Parafraseando a Agustín de Hipona, el tiempo se mide en sentimientos. Lo decía Márquez en su autobiografía…

Es una gran mentira…

¿Qué tanto trabajas con los antes-y-después de tu vida? ¿Qué tanto te importa, por otro lado, todo lo que no fuiste? ¿Qué tanto lo exploras?

Gran parte de la escritura tiene que ver con lo que no fuiste, lo que no pasó. Los padres del personaje de Diablo guardián, Pig, mueren en un accidente automovilístico cuando él tiene seis años. Yo sufrí un accidente automovilístico a los seis años. Mi madre estuvo muy cerca de morirse, duró tres días en coma, vivió. A mí me gustó desarrollar un personaje a partir de la muerte de los padres. Y mi abuela se mudó con nosotros un año y fue mi madre, mi co-madre. ¿Qué hubiera pasado si mis padres hubieran muerto y yo me hubiera quedado con ella? Así como eso, desarrollo muchas posibilidades de lo que no pasó, me gusta; pero, al mismo tiempo, uso mucho de lo que sí pasó, lo tergiverso. Mi trabajo es que los lectores no sepan dónde comienza la realidad y dónde termina la ficción. En ese sentido, la vida de un escritor es muy gratificante, porque hasta los peores momentos los puedes utilizar, nada se desperdicia, o nada es un completo desperdicio. Te puedes pasar una mañana entera aburridísimo y quizá de esa aburrición salga una historia, no lo sabes. El gran consuelo es que tus peores momentos siempre son la semilla de algo.

En su ensayo sobre la inteligencia, Hans Magnus Enzensberger concluye que no somos lo suficientemente inteligentes como para saber qué es la inteligencia. Una gran paradoja. Eso veo en casi todos tus personajes: en la escena de un cariñOsito que está siendo golpeado afuera de un supermercado por niños, lo mismo que la frase en Puedo explicarlo todo, en la que utilizas la palabra mirajoaquinarme, o la máxima de uno de tus personajes en esa misma novela: “prefiero ser cínico que hipócrita”.  ¿Qué exploras y qué encuentras en estos bucles infinitos, en estas paradojas de tus personajes?

La prerrogativa de la literatura es que te permite ser los que no fuiste y los que no serías. Con la literatura eres hombre, eres mujer, eres prostituta, policía, asesino. Mueres y vuelves a nacer. Yo tengo esta manía de irme muy profundo con los personajes y de vivir dentro de cada uno. Casi te podría asegurar que he sido cada uno de mis personajes, y al estar dentro de ellos siento la necesidad de estirarlos, de estirar lo que dicen, lo que piensan, de ir más allá. En momentos también de tirar la piedra y esconder la mano, de decir a través de ellos lo que nunca podría decir por mis labios. Hay siempre un desafío; no me interesa desafiar a la sociedad, me interesa desafiar al que fui ayer y al que soy hoy. No estoy casado con ninguna de mis ideas y me muero de risa cuando la gente le exige a un escritor que sea congruente. ¿Cómo vas a ser congruente? Tu trabajo es cambiar todo lo que puedas. A veces evolucionar, a veces involucionar. Juego mucho con mi persona, y lo hago porque tengo que jugar con la historia y tengo que jugar con los personajes. Mi única herramienta es el lenguaje, lo estiro cuando puedo.

¿Eres un hereje, Xavier?

 Siempre me lo han dicho. Me divierte mucho la herejía desde niño —los chistes que más me gustaba contar eran los de Jesucristo—, sobre todo la capacidad que tiene de provocar a cierta gente. Me gusta provocar a los beatos. Me gusta reírme de lo que supuestamente uno no se puede reír. Simpatizo con los forenses y con los policías cuando, para atenuar el horror de la muerte, el horror de la violencia, desarrollan un sentido del humor muy especial; de alguna manera tienen que vacunarse. Por eso no es extraño que muchos de los mejores chistes ocurran en los velorios o en los entierros, porque necesitas el humor para negar lo que tienes allí enfrente. Nunca fui a escuelas religiosas. Nunca hubo mucha religión en mi casa, aunque íbamos a misa el domingo, hice mi primera comunión y me llevaron a un catecismo espantoso. Soy hijo único y de niño me infligí mucho sufrimiento con la religión, porque era un niño tan mal portado que estaba seguro de que me iba a ir al infierno. De pronto, se me dio la uña: por ahí de los seis, siete años, me robé algunas cosas y viví torturado por la religión. Cuando hago la primera comunión y me dicen que por todos los males que hice son tres padrenuestros y tres avemarías, dije: “esto es una vacilada”. Entonces, así como me la tomé muy en serio, me la tomé muy a broma después. No sé si soy profundamente hereje, creo que es algo más superficial, me gusta divertirme a costillas de la fe rígida de los demás. En alguna época creí fanáticamente en la izquierda, llegué a pintar bardas; un poco por negar a tu familia, por negar que vas a la Ibero; y me di cuenta de que la izquierda radical es exactamente igual que los católicos mochos. Todos los fanáticos son iguales, entonces me divierte tanto faltarle al respeto a la iglesia como a cualquier otro radical. Pitorrearme de Fidel Castro y pitorrearme de Norberto Rivera para mí es exactamente la misma cosa.

Tus personajes son antihéroes. No buscan la monumentalidad, son mercachifles, personas anodinas. En El materialismo histérico criticas el dinero, una de nuestras instituciones fundamentales…

Soy hijo de un financiero, ¿cómo no iba a criticar el dinero y cómo no iba a ser El materialismo histérico? Estrené coche a los quince años, tuve mi primera moto a los once, y a los dieciséis años mi padre estaba fuera del sistema financiero, después de una bronca espantosa. Tengo una relación masoquista con el dinero, los bancos y las finanzas en general. Por lo demás, siendo hijo de un financiero, lanzarte a una carrera de escritor es una locura total. Cuando estaba trabajando en Diablo guardián me estaba arruinando día a día, porque había pedido dinero para poder escribirla, estaba viviendo de prestado. Al mismo tiempo que hacía Diablo guardián, hacía unas historias para leerlas en radio, que eran precisamente El materialismo histérico. En esas historias lo que hacía era burlarme de mí mismo, burlarme de mi bancarrota progresiva. Decía: “yo no sé qué va a pasar en el futuro, me va a llevar el Diablo, cada vez debo más dinero”. Acabé debiendo veintisiete mil dólares por Diablo guardián, que no tenía la menor idea de cómo iba a pagar. Había hecho publicidad, pero me juré nunca más volver a hacer un eslogan, porque me iba a dedicar a la literatura. Entonces, esto es como sacarle la lengua al Diablo y decir: “¡a que no me llevas!”. Mienten los escritores que dicen que no les importa el dinero. Miente cualquiera que te diga que no le importa el dinero. Me encantaría tener lo suficiente para que no me importara. Hay una gran hipocresía social, mucha en México: “¡ay, n’ombre, eso no  mporta!”; “no, el dinero es lo de menos”. No es cierto, por favor. También eso para mí es otra forma de herejía. Me gusta, me divierte muchísimo, siento necesario desenmascarar a los hipócritas. Cada que puedo lo hago…

Como el personaje al que llegan a quitarle un minuto de su tiempo y saca una pistola…

Sí, ¿qué te crees? ¿Cómo que “le robo un minutito de su tiempo”? No, es la única fortuna que tengo en la vida, ¿por qué me vas a quitar el tiempo? ¿Sabes con quiénes me peleo muchísimo —aunque ahora ya no tanto, ya nada más les cuelgo—? Con los que te llaman para ofrecerte tarjetas de crédito. Gente a la que nunca le diste tu teléfono y te llama. Un escritor es un pichicato de su tiempo. ¿Quieres hacerme enojar? Háblame a las doce del día y pregúntame: “¿estás ocupado?”. No, güey, aquí estoy, tomando el sol, tráete las piñas coladas y las rucas. ¡Estoy trabajando! ¡¿Tú qué crees?!

Porque no estás en un escritorio de una torre en Polanco…

Sí, claro. No falta la gente que te dice: “oye, dame un articulito para tal cosa, ¿no?”. Sí, bueno, ¿cuál es tu presupuesto? “Ah, ¿me vas a cobrar? ¿Eres mercenario?” No, no, no soy mercenario, me encantaría trabajar de a gratis para todo el mundo y mi tiempo libre dedicarlo a pedir limosna. ¡Pero por supuesto que cobro! “Sí, pero a ti te gusta este trabajo”. Ah, bueno, es que eso es lo que te molesta, que me guste hacer mi trabajo, porque tú odias hacer el tuyo. Nadie te perdona que te guste hacer tu trabajo, por eso corren esta idea de que en realidad tú no estás trabajando. ¿Tú qué crees que estoy haciendo? Rascándome. ¿Me gusta mi trabajo? Sí, me gusta mucho mi trabajo, pero eso no es razón para regalártelo.

Regresando a tus personajes, ¿piensas como Alfred Schütz que hay que hacer una fenomenología de lo cotidiano? Es decir, que para entender la comedia humana hay que ir a los personajes más anodinos…

¿Por qué a los personajes más anodinos?

No a la excepción, no al genio. Al Joaquín común, al que te llama para ofrecerte tarjetas, a la niña que le roba a sus padres y se escapa…

Sí, en gran parte estaría de acuerdo, pero, ¿sabes?, creo que hay muy pocas personas en realidad anodinas. Nos parecen anodinas porque no nos hemos acercado a ellas. A mí lo que me interesa es encontrar lo especial, lo irrepetible, en el anodino. Ese señor que viene con su grabadora que dice: “tamales”, ¿qué pasa cuando suelta la grabadora y llega a su casa? ¿En qué momento a ese señor se le va a ocurrir acuchillar al vecino? ¿Qué pasa detrás de esa vida aparentemente anodina? Son anodinos porque no se parecen a nosotros, o quizá no son lo bastante protagónicos, pero ¿qué hay detrás de esa timidez que les impide ser protagónicos? Especulo mucho con eso.

Y en una sociedad políticamente correcta, leo tu pensamiento como un cambio de tuerca…

No escribo para ver a quién sorprendo o a quién impresiono. Trato de impresionarme a mí mismo. Hace rato mencionaste al tipo dentro de la botarga. Pasé años preguntándome qué había dentro de la cabeza del tipo que está dentro de una botarga. ¿Qué tanto pasa cuando estás ahí adentro, muriéndote de calor y soportando que te molesten los niños? ¿Qué pasa con ese sujeto? ¿Qué pasa con la cajera del súper que durante tres meses de su vida oye villancicos ocho horas diarias? ¡Qué tortura! ¿Qué clase de crímenes te impulsan a ese tratamiento? El trabajo de los que escribimos es especular, es darle vueltas a lo que la gente no tiene tiempo de darle una. Tienes amigos financieros que te dicen: “yo no tengo tiempo de esa babosada de estar leyendo libros. No, no, no. Mi mente tengo que ocuparla nada más en esto”. Son leñadores y no afilan el hacha. No se dan cuenta de que, si afilaran el hacha, a lo mejor tirarían más árboles.

También has dicho que te sientes extranjero en todos lados, excepto cuando lees, que solo tienes ciudadanía en el mundo de los libros. ¿Cómo te mueve esto a escribir, a crear mundos y a rehacer el tuyo?

Yo soy extranjero desde muy niño. Siempre fui el raro del salón, no me preguntes por qué. No sé si porque era un niño consentido, no sé por qué, pero siempre estuve acostumbrado a ser excluido de los juegos de mis compañeros. Después conseguí alguna popularidad, pero aun así me di cuenta de que yo era incluido para ciertas cosas, pero para otras no. Mis amigos nunca me invitan a los bautizos de sus hijos, no sé por qué. Supongo que porque no me imaginan ahí, o porque piensan, con razón, que me voy a poner una aburrida espantosa. Nunca he podido caber en colectivos humanos. Detesto el mundo gregario, eso de que vamos todos en bolita por aquí y por allá. No lo puedo entender. Ahora que estoy con mi mujer —he vivido solo mucho tiempo— he desarrollado, más o menos, el plan muégano, pero aun así no me hallo, no me hallo en ninguna parte. Pero eso ha terminado por ser un activo, porque esa distancia me ayuda a ver las cosas desde afuera y me impulsa a seguir dándoles vueltas, porque, como no me hacen caso, me sobra muchísimo tiempo. Hay quien se pregunta por qué los judíos han sobresalido en tantas ramas del conocimiento humano. Pues porque los judíos siempre son extranjeros y tienen la prerrogativa —que parece una condena, pero no, es una prerrogativa— de ver a la sociedad desde fuera y de poder reírse de ella. ¿Qué habría hecho Woody Allen si no fuera judío? Yo creo que no mucho. A ti te pasa lo mismo. Tú te vas a un lugar cualquiera y te dicen: “a ver, güerito”, y ya desde que te empiezan a güerear , piensan: “a este, me lo voy a estafar”; “este no sabe nada”; “a este le voy a dar unos madrazos”, porque es güerito. Cuando uno es güerito en este país tiene que demostrar que es menos güerito de lo que ellos piensan, o que de alguna manera ya sabes de qué lado masca la iguana. Pero luego llego con los otros güeritos: “o sea, es que güey, o sea, ¿tú me entiendes?” Y la verdad es que tampoco me hallo ahí. Desde que soy niño he sido un ser que anda por el mundo buscando empatía, rara vez encontrándola.

Y cuando te relees a la distancia, ¿te sientes un exiliado?

Depende. Hay textos que los veo y digo: “¡maldita sea! ¡¿Dónde estarán todas las copias de esto para quemarlas?!” Sobre todo los textos de cuando era muy joven. Si te fijas, no tengo libros de juventud temprana, afortunadamente. Con veintidós años terminé un libro de cuentos que se llamaba Rompiendo sepulcros. Rompiendo sepulcros o Rompiéndose pulcros. Lo entregué a la editorial de la Universidad
Veracruzana; dos años después, lo aceptaron. Me mandaron el original, lo leí y no se los devolví. Dije: “no, esto es una mierda”. Soy muy crítico con los textos antiguos. Por ejemplo, a veces leo pedacitos de Diablo guardián —no he vuelto a leer Diablo guardián , como no sea el día que lo leí en voz alta para poder hacer el audiolibro— y digo: “¿yo escribí esto?” Me da mucha risa. Incluso Puedo explicarlo todo, leo un fragmento y digo: “¡qué poca madre! ¡Yo hice esto!”. Se me olvida que lo hice y de pronto lo leo casi como un texto de otra persona. He aprendido a vivir tranquilo con mis textos pasados. Ahora que estoy cambiando mis libros de editorial, me han mandado los textos viejos. No los quiero leer todos, quiero creer que están haciendo bien su trabajo. Miro hacia atrás con alguna simpatía y digo: “¡ay, Xavier, qué cosas hacías!”. Ya no les meto mano.

¿Cómo es tu relación con el lenguaje? ¿Te habita, como a Burroughs, de manera parasitaria o lo logras domar de vez en cuando?

Seguramente me habitaría como a Burroughs si me hubiera metido todo lo que se metió él. Sus hazañas son inalcanzables. Siempre me ha dado curiosidad saber qué se siente picarte tecata, heroína, pero sé que no vuelvo. Ya me conozco, no puedo meterme ahí. Estoy seguro de que si estuviera viejo y con cáncer, lo primero que haría sería ir por una jeringa y picarme.

El lenguaje es un vicio, te vas llenando de él. Yo nunca imaginé a los quince, dieciséis años, que me iba a divertir manosear diccionarios… ¡qué hueva! Y sí, me divierte mucho manosear diccionarios. Para mí es como para un cazador meterse a una tienda de armas y municiones. Tengo una gran cantidad de diccionarios: diccionarios de germanías y de insultos, por ejemplo. Y tengo esta manía, de la que mi esposa se burla, de estar haciendo toda la vida retruécanos y torcer las palabras para jugar con ellas. Las palabras son mis juguetes. No sé si me habitan o yo las habito a ellas. Sé que es un pasatiempo que juego a toda hora, con o sin compañía.

Cuando uno es unigénito tiene que aprender…

Aprendes a no aburrirte.

¿El escritor debe dar cuenta del habla que le rodea o tiene licencia para hacer y rehacer la forma de hablar, hasta volverla tan intrincada o cínica como le plazca?

Número dos. Es muy bonito romper las reglas, siempre que las conozcas. Es absurdo, es risible, la gente que rompe las reglas sin conocerlas. Es como decir que estás haciendo contracultura porque te orinas en la puerta de la biblioteca. Eso no es cierto. Es muy válido jugar todo lo que quieras con el lenguaje, en la medida en que tengas un compromiso con él. Yo no entiendo a la gente que juega con el lenguaje y tiene mala ortografía. Hay un proceso de aprendizaje que de una manera u otra tienes que cumplir. Tú compras una moto. Antes de preguntarte si vas a echarte un caballito, si vas a hacer piruetas con la moto, si vas a echar carreras, tienes que controlar el aparto razonablemente, si no, te vas a romper la madre. Hay un tiempo de aprendizaje y hay un tiempo de riesgo, de apuestas.

Hoy escandaliza escribir un soneto porque es justo lo que no se debería escribir…

A mí me divierte hacer sonetos. No los publico, los hago como diversión. Tenía la manía de invitar chicas a salir con sonetos. Con sonetos de desmadre, no vayas a pensar que eran sonetos serios. Eran sonetos con los que trataba de hacerlas reír. El ejercicio en sí de escribir sonetos, escribir décimas, es muy bueno. Te lleva a entender y a practicar el ritmo. Detesto a estos narradores que no tienen la menor idea del ritmo, porque no puedo seguir leyéndolos, me atoro. La prosa que no tiene música es prosa prosaica. No me gusta.

Siguiendo lo que decías hace rato, la realidad tiende al caos, al desorden, a la muerte. ¿Qué tipo de orden establece tu obra en ese caos?

La literatura es la posibilidad de pactar una tregua con el caos. La literatura me da la ilusión de que ese caos es controlable, de que ese caos viene de algún lugar y va hacia algún lugar. Hay gente, de nuevo, que busca esta tranquilidad a través de la religión, a través de la ideología: sistemas cerrados que te permiten tener esa ilusión. La escritura enfrenta el caos y al enfrentarlo pacta con él. Tú sabes que fuera de la novela que estás leyendo todo es caos, todo es incontrolable y va a la muerte, pero, mientras tanto, tienes esta tregua en la que te vas a desplazar a una intensidad que, si no le va a dar sentido a la vida, se lo va a dar al momento. Eso ya es ganancia.

Si la literatura le deja algo al hombre, ¿qué te ha dejado a ti?

Todo lo que tengo. Mira alrededor.

La literatura te deja la posibilidad de entender a los otros. Se nos olvida que la palabra inteligencia tiene que ver con entender. Decimos que los perros no son inteligentes y nosotros sí. Curiosamente, ellos nos entienden a nosotros mejor que nosotros a ellos. ¿Dónde está la inteligencia? En esta época, encontramos cantidad de gente —fanáticos, seguidores— incapaz de ponerse en las chanclas del otro, de meterse en tu pellejo y entenderlo; solamente se entienden a sí mismos. Y una de las cosas que más hace falta en nuestro tiempo, y que tiene que ver con esta estúpida palabra traída y llevada que es la tolerancia —y digo estúpida porque la tolerancia implica ya un coñazo, como dicen los españoles, te tolero, te tengo que aguantar—, es el entendimiento, mucho más interesante que la tolerancia. Con el entendimiento ya no tienes que tolerar, ya entendiste. Si algo te permite la literatura es entender al otro, al anodino, al pícaro. Entender al que piensa de manera opuesta. No preguntarte por qué este no piensa lo que yo, no. ¿Por qué este piensa lo que piensa? Y si yo estuviera en su lugar, ¿qué haría? Es muy fácil decir: “este tipo que está en la puerta y no me deja pasar es un maldito infeliz desgraciado buenoparanada muertodehambre”. Ahora ponte en su lugar y abre la puerta todo el día, a toda hora. Si tú estuvieras en el lugar de él, ¿cómo serías? ¿Serías igual o serías peor? No nos gusta entenderlo, no nos gusta calcularlo, pero para eso está la literatura.