Camilo Pino se sentó frente a mí. Solo conocía su cáscara, un tipo divertido que se parecía sospechosamente a mí en algunas cosas en las que nadie se parece. Había leído parte de una novela maldita que había escrito y me pareció divertida y conmovedora. Ese bracito saliendo de la tierra con la insistencia de los destinados a no volver me había destapado un recuerdo sepultado en mi inconsciente para protegerme.

Aquella imagen había tocado a una de esas puertas profundas de las que nunca se sale, o que te llevan a lugares anteriores donde eras otro. Una tras otras, varias imágenes ajenas y a la vez muy conocidas se agolparon en mi mente, me aceleraron el pulso, dilataron mis pupilas, un dolor desconocido en la parte baja del abdomen comenzó a latir a pulsos lentos y profundos, como el de un animal dormido y mi ojo derecho comenzó a pestañear a más velocidad que el izquierdo. Mi mente, antes tan tranquila y llena de alegrías mundanas, comenzó a observar a hurtadillas los movimientos y las características físicas de los asistentes al evento literario, mis manos se cerraban en puños cada vez que mi vista paraba en la fisonomía de Camilo, los bíceps se me contraían y un rugido pectoral se lanzaba hacia mi piel, intentando romperla. Pasé la mirada, calculando, sumando evidencias, restando posibilidades. Me imaginé dos, tres, cuatro cuellos destruidos, quebrándose, marchitándose ante mi vista, mis manos apretándolos, exprimiéndoles cada gota de vida con un placer tan hondo y definitivo como la certeza de que Camilo iba a ser mi próxima víctima.


Este texto se publicó por vez primera en Suburbano (http://suburbano.net/regresion/).