Afuera, los copos de nieve caían sin el romanticismo que uno esperaría; nieve que brillaba a la luz de una farola intermitente para luego desaparecer. Estaba ilegalmente instalado en la habitación de mi compañero de piso con solo unas pequeñas bocinas, a punto de terminar de leer un libro sobre el día que mataron a Kennedy, pero cuyo final retrasaba para no quedarme sin hacer nada. Era nochebuena en Nueva York.

Los ochenta centímetros de nieve que cayeron ese día hacían que fuera imposible siquiera pensar en salir por algo de comer. La tormenta, una de las más violentas de los últimos años, había bajado su intensidad, pero no cesaba. Nada funcionaba en East Village, ni mi mente, ni el metro, ni la Mexican Deli, y no sé qué habría sido de mí si no hubiera encontrado la llave del cuarto de Jotham, quien se había ido a California, adentro de una bolsa de chícharos en el congelador. Quizá me habría vuelto loco en el cubo sin ventanas que tenía por cuarto, pensando en Lee Harvey Oswald y la pequeñez humana.

El cuarto de Jotham era, por mucho, mejor que el mío. Tenía dos ventanas neoyorquinas que daban a una escalera de servicio, la cual, en verano, se usaba de balcón. También tenía un calentador eléctrico que estaba descompuesto y ropa tirada por todas partes. No había televisión y las paredes eran un conjunto de los momentos y la gente de su vida. Me acosté en la cama, miré al techo y apagué la luz. No me quedé a oscuras gracias a la farola de resplandor amarillo que estaba afuera, pero no aguanté, prendí la luz de nuevo.

Después de un rato de “Graceland” de Paul Simon a través de mis bocinas viejas, y de leer páginas repetidas del libro, me di cuenta de que no había comido nada desde el croissant caliente de la noche anterior. Tomé el número de la pizzería y descolgué el teléfono, pero la línea estaba muerta; solo chícharos congelados y una bolsa de Twizzlers que me había dado María la semana anterior en Penn Station, antes de despedirnos. También había vodka, pero ese no vino de Penn Station ni de sus alrededores.

Salí del cuarto hacia la salita oscura y luego por la puerta del departamento hacia el pasillo de luz blanca y alfombras verdes percudidas. Bajé las escaleras huecas: ni un ruido. Cuando llegué al final del pasillo eterno, presioné el botón verde que abría la puerta con un golpe seco y una ráfaga de viento helado golpeó mi cara; la nieve comenzó a meterse al edificio. Cerré la puerta con algo de trabajo y di un paso hacia la escalera que daba a la calle. Cuando llegué al último escalón, mi pierna se perdió en la nieve, tanto que perdí el equilibrio y caí enterrándome en la suavidad blanca.

Subí lento y derrotado, pisando cada escalón con el ritmo que tienen los niños tristes al caminar. Cuando llegué al segundo piso y me dirigí a mi departamento, el silencio de luz blanca fue interrumpido por el golpe de una puerta. Levanté la mirada, me detuve. Dudé si el ruido había sido una mala jugada de mi mente. Apresuré el paso, abrí la puerta del departamento tan rápido como pude y me interné en la negrura de la sala.

En el cuarto, me puse a leer sin leer. Casi todos habían huido del invierno y estaban en climas cálidos tomando un daiquirí. Al menos en el segundo piso, no habría nadie hasta después del Año Nuevo, salvo el puertorriqueño loco del último departamento. La nieve seguía cayendo bajo la luz ámbar de la farola y no pretendía parar. Pensé entonces que sería mucho mejor que me diera sueño para regresar a las tardes soleadas en el parque central y las avenidas repletas.

Cansado de leer sin concentrarme, apagué la luz. “Brooklyn, Brooklyn, take me in…”, cantaban los Avett Brothers con una voz que no ayudaba en nada al ánimo invernal. Pensé en mi casa y en mamá. Estaría sirviendo la cena en ese momento y papá estaría junto a la chimenea sin decir nada. También pensé en Rufino y en que esa noche iba a cenar de lo mejor, como siempre en Navidad. Al perro siempre le toca la mejor parte. No me di cuenta, pero me estaba hundiendo en la pesadez del haber sido, del querer estar ahí, de la melancolía inmediata y fatigante que produce el pensar en casa: la imagen suspendida de mi madre sirviendo chipotles.

Me acordé de la primera vez que la extrañé en mi vida. Tenía ocho años y estaba en un campamento de verano, una semana que me pareció larguísima. No me había inmutado por lo lejos que estaba de casa, hasta que vino a mi mente de niño la imagen de mamá mirándome a los ojos con la luz del sol que venía de una ventana atrás de ella. Fue la primera vez que sentí un vacío. Ahora regresaba a mí esa sensación de ser niño y estar perdido entre la oscuridad y la nieve, apresado por las paredes.

Tres golpes en la puerta del departamento interrumpieron mi recuerdo. Se me erizó la piel. Apagué la música, parecía que el eco de esos golpes continuaba en mi cabeza. Una sensación de fuego inundó mi estómago: otros tres golpes, esta vez más contundentes, resonaron en la oscuridad del departamento, confirmando que los primeros no habían sido una labor de mi imaginación. Me incorporé en la cama con la indecisión de ir a abrir o pretender que mi departamento estaba abandonado.

Cuando llegué a la puerta para ver a través de la mirilla, no había nadie. Me dio frío, pero cuando se empieza a estar loco uno lo sabe de alguna forma confidente entre el interior y lo que se dice hacia afuera. Quité el seguro y el frío se convirtió en adrenalina. Giré la perilla para espiar con la puerta como escudo frente a mí. No había nadie, y el silencio del pasillo, lleno de luz blanca, se mantenía como lo había dejado antes de entrar. En el piso había algo: un extraño visitante cuyo humo reaccionaba al ligero viento que venía de abajo.

Lo levanté y lo examiné: arroz con frijoles, puré de papa y un buen pedazo de chuleta asada digno de la publicidad de un all-you-can-eat. Volví a mirar fijamente el regalo que me había traído el viento.

Al otro día, la luz, que era extremadamente blanca, entraba por la ventana como queriendo quitarme el sueño cuanto antes. Con la ropa del día anterior, miré afuera la poca gente que jugaba con la nieve. La tormenta había cesado y dejó casi un metro de ella.

Salí al pasillo y bajé dos pisos hasta la puerta principal. Presioné el botón verde y el imán que aseguraba la puerta se desactivó. Salí a los restos del viento de la tormenta. Ya no nevaba, pero la calle, tapizada de blanco, el sol queriendo salir y las escaleras de emergencia neoyorquinas hacían una vista hermosísima. Di un paso afuera para respirar el aire navideño y ahí estaba el loco puertorriqueño que siempre pasaba sus tardes sentado en la escalera de la calle, controlando quién salía y entraba. Cuando llegué a vivir al 516 de la calle 12, Jotham me advirtió que no hablara con él, porque era un tipo que siempre pedía dinero prestado a todo mundo.

Jotham me había contado que era un veterano de la Guerra del Golfo y que estaba loco. Vivía al fondo de nuestro pasillo en el segundo piso y hablaba solo. También cojeaba y nunca te miraba a los ojos cuando te daba los buenos días al pie de la escalera. Me miró salir del edificio e hizo una mueca. Me quedé parado mientras miraba la calle; escuché un good morning en la voz del puertorriqueño. Le contesté con la misma frase, pero mirando al fondo de la calle. Después de bajar las escaleras, cuando daba el primer paso sobre la nieve espesa y casi perdía el equilibrio, me hizo una pregunta, ahora en español:

—¿Qué tal, amigo? ¿Le gustó la cena?

El cuerpo se me heló por dentro y caí, como la noche anterior, enterrándome en la nieve urbana.