Cuando era niño, su mamá le decía que un trágico accidente le había dejado esa marca en el pecho. Con el correr de los días, solía buscarle una forma distinta frente al espejo; justo donde nace la valentía que nunca logró poseer.

La noche antes de Navidad, Macario soñaba con una flecha fantasma que apuntaba justo al umbral de su alma. Intentaba mirar más allá, pero todo se escondía tras una espesa neblina, tan solo lograba sobresalir entre esa bruma la cabeza de una bestia negra con los ojos llenos de sangre.

En el instante que la flecha atravesó la neblina, dejando un remolino horizontal, y justo antes de impactar en su torso, sonaron las campanas anunciando la buena noticia.

La luna se asomaba entre las nubes de la fría noche, como cómplice de alguna transgresión.

Macario respiraba agitado entre escalofríos y el agua salada corría por su frente, deteniéndose un segundo en medio de sus ojos, resbalando por un costado de su nariz y muriendo en la hendidura de sus labios.

Reconstruye su figura, pero todavía sus escuálidas rodillas se estremecen como las gotas del cielo sobre el mar.

Se sienta a la mesa adornada con una vela y un mantel que le queda corto. Cierra los ojos y recobra lentamente el aliento. Un plato con salmón acompañado de verduras hervidas lo espera paciente.

Un bocado… Empuja el plato con un manotazo hacia el frente y bebe un sorbo de vino. Su mirada se queda atrapada en el filo de aquella copa. Enciende un cigarrillo y sus ojos se encuentran con las brasas de la chimenea. Cuatro detalles se consumen conforme pasa la noche y un par de ellos ocupan dos de sus sentidos.

Segundo bocado… Su cuello se contrae y la uña gélida de un glorioso guardián resbala por su espalda. Deja los cubiertos sobre la mesa y se sitúa frente al ventanal. Un aroma a sándalo envuelve el ambiente mientras la solitaria vela se consume por una álgida bofetada del viento. El humo baila como un delgado y frágil torbellino vertical.

El frío empaña aquel espejo nocturno y la luna se abriga con nubes de tristeza. Macario dibuja sobre la humedad cristalina las cinco estrellas de su pequeña constelación. Su sangre se acelera y le falta la respiración.

Cierra los ojos e intenta tocar un poco más allá del cielo. El pecho le arde y un olor a mirra va adueñándose de todo. Sonríe y abre los ojos —o más bien, los sentidos—. La neblina entra por la rendija inferior de la puerta como si fuese bienvenida.

Da media vuelta y se encuentra con el aliento de la bestia alada que pareciera custodiar el inframundo que vive en el universo de cada alma. Aquella criatura oscura remolca un carruaje como si fuese un hacha que arrastra los sueños.

Macario se desprende la camisa dejando su pecho al descubierto.

Entre el velo húmedo de la lluvia, emerge el rostro de un arquero que no tiene pupilas. En su pecho, lleva tatuado un oscuro cangrejo. De su carcaj, saca una flecha dorada. Mientras, Macario siente la textura de su cicatriz y observa que es el mismo tatuaje que el de aquel tirador maestro.

La cuerda del arco se estira tanto que el ventanal se congela. La flecha atraviesa su tórax y comienza a sentir la magia que está tan solo un dedo por encima del cielo.

Se esfuma el fulgor de Cancri, que desciende fugaz al centro del pecho de Macario, donde está tatuada su constelación… donde nacen los sueños… donde muere el olvido.