Cuando me explica aquel escenario del que es testigo, me dice que “en el mundo hay una torre en mitad del océano, golpeada por los vientos procedentes de todos los lugares de la Tierra”. Le pido que sea más específico, pues no entiendo por qué le obsesiona tanto esa idea: “En lo más alto, dentro de un cuarto con una sola ventana, existe un hombre y nada más, que no vive por temor a morir de nuevo, que no asoma la cabeza por miedo a caer”. Cuando le pregunto al único testigo si ese hombre necesita ser rescatado, se ríe, escupe el desayuno insípido que le han traído los enfermeros del hospital, toma una silla para alcanzar la ventana y se arroja desde el sexto piso.

Lo veo caer, así comprendo lo que me trató de explicar antes. Ahora sé que el aire que se siente en la cara cuando el cuerpo se ha aventurado a vivir abre un haz de comprensión que nunca termina mientras se expande, que usa las infinitesimales porciones de realidad para alargar sus fracciones de tiempo y prolongar su caída. Al comienzo de la eternidad, cuando se ha anunciado por la ventana que existe el futuro, veo que el hombre sabe que está programado para terminar como todo lo que alguna vez ha sido creado. Aun así, la del 26 de enero es —para algunos— una mañana breve: solo desde que sale el sol y hasta las 9:23 a. m. existe el mundo que ella despierta.

A las 9:23, el hombre salta movido por el impulso psicótico de la naturaleza en busca de los colores que, como solo lo consigue el agua de la catarata, se esconden en el fondo de la existencia que se desprende de sí misma. El hombre se arroja desde el sexto piso del hospital que guarda a los muertos, provocando que pasen los minutos, las horas, los días, las semanas, los meses y los años, sin que el conocido destino de la contingencia figure trascendental. El viento veloz —su velocidad en el viento— lo asusta al comienzo: cuanta más celeridad acumula, más le parece un signo del error que comete al abandonar la muerte y precipitarse sobre la vida que lo guía, como a todos, hacia donde estuvo antes de ella.

El impulso asusta al que se ha convertido en proyectil de la marea imparable. El miedo ocupa el primer instante y solo es superado cuando se entiende que las olas chocarán contra el dique. Antes de olvidar lo evidente que es el fondo al que caerá, el que se arroja por la ventana es un esclavo de la fuerza que lo empuja a vivir en las corrientes del mundo; ni ve, ni oye, ni siente, ni saborea, ni huele las historias que cuentan los vientos de las encrucijadas. Solo el que no piensa en el aterrizaje logra sentir el vuelo; solo entonces puede percibir el arcoíris que se oculta en el rayo del santificado; solo así rompe el alma blanca que no ha experimentado la adrenalina que es luz de todos los colores y adopta el espíritu que se aproxima a toda velocidad hacia el océano para sumergirse en su profundidad, antes de ser engullido por él.

La vida —sé que lo entiende mucho mejor el hombre que ha saltado— depende más de los segundos usados que de los segundos pasados. Aquel que pudo morir a las 9:23 sin haber hecho nada, muere a las 9:23 junto con todo el universo de reflexiones que ha alcanzado. Primero, se ha preguntado sobre el Dios de su padre y de su madre. ¿Lo esperará él en los abismos del fondo? Las respuestas huelen a podrido, a cosas del hombre que ni siquiera hace del tiempo su pasado —y mucho menos lo ha usado—, sino que él es el pasado del tiempo. Pero el hombre que ha saltado se alegra, porque fuera de la torre no se habría cuestionado ninguna respuesta que alguien hubiera escrito antes en las paredes de su habitación.

Entiendo yo, el único testigo de la caída de un hombre enfermo, al presenciar los años que pasan durante los diez segundos que J. B. se tarda en alcanzar el suelo, que solo mientras cae prueba los deliciosos platillos que le arrastran las palabras del viento. Y entonces, los del quinto piso ven caer su silueta. Entiendo que solo mientras cae siente el sol que  muestra su reflejo en el mar inquieto. Los del cuarto nivel detienen lo que están haciendo. Se percatan, como yo, de que solo mientras cae ama de verdad su vida. Pasa entonces frente a los cristales del tercero, donde se refleja y solo ahí es un hombre de carne y hueso. Altera a los del segundo, que ven que solo así comprende sus partes el que es cuerpo. Con más aceleración todavía —aunque para él transcurra casi medio siglo solo en esta parte—, lo interceptan los ojos atónitos de los del primer nivel. Solo mientras cae comprende lo que tiene valor. Al final, rebota contra el suelo. Solo al caer, solo a las 9:23, J. B. ha vivido.

La policía supone un suicidio primero, un envenenamiento después. El oficial a cargo de la investigación se acerca a mí, el único testigo: “¿Qué es lo que ha pasado con tu tío?”. Pero temo decir la verdad, temo afirmar que ha sentido la vida, que ha gozado el empuje imparable de la inercia más evidente, que ha logrado hacer de su muerte una analogía de su vida. Desde mi habitación en la torre más alta, en medio del océano, con miedo a los vientos de la gran caída, afirmo, simplemente, que “le ha dado un ataque psicótico”. Contemplo la ventana, escucho el mar en el fondo. Estoy vivo.