Y le dijo el rey: ¿Qué tienes? Ella
respondió: Esta mujer me dijo: Da acá
tu hijo, y comámoslo hoy, y mañana
comeremos al mío.
Segundo Libro de los Reyes, 6: 28

 

Mientras hablaba el himno de la noche, ejércitos de Ben-adad, monarca de Siria, cercaron la ciudad de Samaria. Caballos infinitos, con su galope, cavaron un foso alrededor de los muros y, liebre aturdida, Samaria cae en la trampa.

Esta mañana, el sueño de Joram, su rey, será traspasado como una virgen: tres toques a la puerta y desbocados sirvientes ponen ante él un cofre enemigo, sabiendo que si es malo el presagio, serán colgados de inmediato. Tras abrirlo como un párpado, Joram encuentra una cabeza de buitre. “El hambre será nuestro apellido”, piensa, y ordena en el acto escribir en los dinteles, la tierra, el lomo de las bestias, la palabra naufragio.

Desde el cielo, Samaria, isla a mitad de la arena, se divisa ahorcada por un bélico río.

No descansa el día: trapecista, el hambre escala las torres, seca el pecho de las madres, devora en un gesto la última semilla. Cuatro leprosos migran hacia la puerta principal, allí prefieren deshojarse, pues hambre y muerte, un mismo oficio las imanta.

Joram decide recorrer las callejas de su dominio. El apetito, dios sutil, entra por las narices del pueblo que lo ve pasar irreverente. Donde otrora pendía el coro de las uvas y el trigo embarazaba los cántaros, el soberano atisba marchitas cabezas de asno por ochenta piezas plateadas. El hambre, con atuendo de carnicero, pone precio al estiércol de paloma. El hambre confunde a los ciegos que se arrancaron los ojos mutuamente, creyéndolos uvas impecables. El hambre escolta a Joram, quien, inocente, cabalga sobre ella misma.

Mas su postura de rey hierático será saqueada como un templo, pues una mujer trae a otra, atada, y le dice: “Monarca, he pactado con esta, mi hermana; tras cocer a mi hijo lo repartí entre los fieles como pan sin levadura. Pusimos vendas a nuestros ojos para comerlo y, en silencio, ignoramos su geografía. Acabada la porción, juntamos sus huesos y lo hicimos reposar en un jarrón de alabastro. Oh, rey, la venda no pudo engañar mi boca… Ahora, esta mujer ha escondido a su hijo y el hambre hace de nosotros trágico malabar”.

Joram no contesta, rasga sus vestiduras y, en el gesto, una pequeña muerte sonríe. Hinca, mínimo, el costado del potro y, por primera vez, siente un animal embistiendo su vientre sin comer.

En el cielo, la muerte lo mira desde los ojos de un buitre. Quien cabalga, baja la frente y menciona el nombre de Dios.

El buitre y la muerte se lanzan sobre el rey, mas su espada detiene el ataque del pájaro que, muerto, se trueca en jugoso manjar.

De pronto, con celeridad loable, se dispara de entre los arbustos un infante, recoge las carnes de rapiña y, en su estampida, excluye la cabeza del animal. Su Majestad comprende: ya solo es rey de su propia bestia.

Desde la isla de Samaria, alza su máscara de agonía y, a lo lejos, alcanza a escuchar la sinuosa palabra del vino, que habla victoriosa a los ejércitos de Ben-adad y se derrama sobre los yermos límites de la patria.