A los amigos que viven dentro de una oficina

Cuando se hable de una nueva manera de ser, quiero decir, cuando escuchemos la palabra de los filósofos, los escritores, los artistas y pensadores sobre una nueva definición del hombre, cuando añoremos reinventarnos como especie (y sería esto una revolución un tanto urgente), habrá que hablar sobre el placer. El placer no como un cinismo que se ejecuta sobre los grandes boquetes que hemos propinado a la humanidad y el planeta, casi hasta su decaimiento irreversible (no hay nada que festejar, salvo el hecho de que el capitalismo ya está en nuestra sangre y somos todavía más imbéciles), sino el placer como una obligación ética y estética para soportar el dolor de vivir sobre la tierra. El placer como posibilidad de sobrevivencia, de aguante, más de combatividad que de resistencia (la resistencia es una virtud de las bestias, hay que designar una nueva palabra para hacer notar que, en todo caso, ya estamos hartos de resistir y queremos erguirnos y renacer); un placer que sea sinónimo de civismo e inteligencia, que represente, de nuevo, como sucedió con el Epicureísmo y en el Renacimiento, una nueva manera de habitar la realidad, sentirnos dichosos en el breve paso por nuestros días. Un nuevo placer, por llamarlo de alguna manera, una nueva idea llena de fuerza como magnitud verdaderamente asimilada y de potencia irrefrenable, nutrido por el hecho de que éste, a diferencia del que entendimos o entendemos ahora (mero goce porque sí, puro onanismo sin culpa y otorgado como recompensa sin previo trabajo consumado), responde a un hecho que no tiene precedentes: que el trabajo en busca de tener una buena vida nos la quita, que no hay ya guarida para millones de personas en el mundo del dinero y que hemos entronado al consumismo, a los objetos (nos hemos encajado hasta el fondo de un laberinto regido por lo accesorio y fugaz), a la vulgaridad del sacrificio inane y, en pocas palabras, en ese fragor casi automático, nos hemos olvidado de nosotros por completo.

Pudiera trazarse como grado cero una suerte de bon vivant, de joie de vivre, un nuevo y blindado romanticismo donde el tejido paulatino de una nueva fraternidad con las comunidades olvidadas, las más alejadas de los tesoros del mundo, a los cuales deberían tener acceso gratuito, les permita ganar terreno en la cosmovisión general de las civilizaciones.

Un placer nuevo, una nueva vida para los hombres, a sabiendas de que esta nueva belleza que nos prodigaremos será universal y gratuita, y no dependerá de clases sociales ni capacidades económicas. Es más, en ocasiones, el gozo que de esta dádiva o canonjía se desprenderá no dependerá de objeto o producto alguno, nada que tenga que ver con la adquisición de ciertos bienes. Porque este placer que habremos de reinventar para beneplácito de los hombres puede ser visto a las luces de un nuevo tiempo, de una nueva manera de recorrerlo o pasarlo, también de un nuevo espacio para abrirnos camino como humanos, para encontrar un sentido a lo que llamamos vida. Una nueva forma de pisar la tierra, de añorar la tierra, de deambular sobre la tierra como seres que se saben finitos y, por ello, necesitan de ese cobijo que fue suyo y perdieron, una frazada emocional que ahuyente la ansiedad, la culpa, la frustración por no cumplir con los méritos impuestos por una cúpula, una nata, apenas un sector mínimo de la población (los empresarios fuera de sí, descocados, impunes en la deriva de su locura, los privilegiados cercanos a los poderes absolutos, los que han usurpado los bienes de la tierra con promesas de modernidad, de supuesto orden y progreso, los falsos liberales en abominable y evidente atraco del bien común), y así poder llevar una vida de naturales, de seres libres en estado de gracia, que es el estado que deberían gozar los humanos hasta cumplir con su destino.

Y así las cosas, así este reto de darle al clavo, a la diana de este nuevo placer que nos recomiende regresar al manejo de nuestra existencia. En una suerte de violento y súbito develamiento de la realidad, comenzaríamos este nuevo derrotero los hombres y mujeres de la mano, construyendo una nueva lista de prioridades para satisfacer lo mismo a nuestro cuerpo que a nuestro espíritu, alma, interior dado y nombrado como se guste: esa capacidad de enamoramiento del mundo, de intelección de las cosas y nuestro devenir, entre ellas, como algo intrínseco, propio, conveniente en el sentido menos utilitario: vivir. Simple y sencillamente vivir contratados en una nueva cartilla de deseos, donde no sucumba o se condicione nuestro sosiego a fines grotescos como los de la mera productividad y eficiencia, la búsqueda del éxito a toda costa, una heroicidad artificial que parte del supremacismo y la desigualdad, la vil competencia sanguinaria por poseer más que el otro, por ser más que el otro, cuando ello, apenas dicho y apenas pensado, ya se asume como un reto por demás ridículo, infame hasta ser abyecto.

La mínima suspensión apenas, el simple intento de separarnos del vértigo de los cometidos impuestos por el trabajo y la competencia, de las reglas que imponen los roles dentro de las clases sociales, de todas las mañas con que nos ensaña la guerra por la supervivencia, significarían ya un acto político, contracultural y hasta belicoso, una suerte de desobediencia civil. Apenas ejercer el derecho a decir no, a la manera del
Bartleby de Herman Melville, es ya una afrenta para el statu quo de los armadores del juego.

Ahí el reto, pues, eso que debemos crear de manera conjunta, primero entre los actores de la cultura que estén atentos al presente de la misma y sus maneras de reproducirse (en una especie de cruzada multidisciplinaria, un ajetreo de las cosas para que caigan los modos preconcebidos, el peso muerto de eso que no somos), entre los líderes asumidos o delegados, concebidos así estructuralmente por otros de su grupo, sus pares creadores o pensadores, especialistas en el terreno de las ciencias sociales, de las humanidades, que tomen como estilo de vida el cometido de crear un nuevo comportamiento que, sin calzador, porque se adecúa naturalmente y hace bien a un grupo o grupos determinados, sea íntima o abiertamente acogido, introyectado, ejercido y, por ende, reproducido. ¿Cuál? El que más hemos olvidado: el comportamiento pleno, agradecido y tranquilo de la satisfacción, la recompensa y la placidez.

El caminar de manera ensimismada, sin el speed de la economía despiadada, sentarse a leer un libro, conversar en un café con algún amigo… son actos que se hayan petrificados en la cotidianidad cultural como esqueletos de dinosaurios. Ver pájaros volar, leer el periódico en un parque, visitar edificios, otear aparadores… son comportamientos que hasta parecen sospechosos. No más, surtidores de placer renovado, eso es lo que hace falta. Primero, intentar recuperar el amor a nosotros mismos. Escribamos sin pena que necesitamos amarnos de nuevo, luego de tanta desmemoria; necesitamos reflexionar de nuevo sobre nuestro derecho natural al consentimiento egoísta.

Y es que habría ya que comenzar por ejercer, a toda costa, en el día a día, en la casa, pero sobre todo en la oficina, nuestro derecho a ser felices desde el grado cero: el placer solitario; por ejemplo, en el paseo, a la hora de la comida, quizá desde el hacer absolutamente nada. ¿Por qué no hemos reparado en el esmero que no ponemos en nuestra comida? Ese abrazo, ese mimo, ese trato añorado en la cocina individual no solo es absolutamente merecido, sino que, a decir verdad, por el semblante de nuestro espíritu, nos viene haciendo falta. Además, existe el estigma social que dicta que comer solo, ir al cine solo, caminar y hablar solo, es sinónimo de una vida en picada. Falso: podemos comer a solas y muy bien, simplemente porque somos felices y nos gusta comer y pensar; porque somos y merecemos ser hedonistas.

Los restaurantes, los parques, las librerías, las bibliotecas y hasta las iglesias, si no se quema uno al entrar, funcionarían como espacios idóneos para este propósito, para la reconexión con el yo. Comer en una fonda una buena sopa caliente, un arroz bien hecho, un huevo frito, un buen guisado, un platón de fruta fresca, mientras vemos el televisor o releemos un buen libro para resarcirnos, renovarnos, volvernos a poner de pie, no debería resultar algo complicado ni caro. ¿Qué pasará en esos momentos en que, de nuevo, nuestro corazón le cuente un secreto a nuestra lengua o viceversa? ¿Qué pasará cuando nuevamente repasemos, lejos de celulares y redes sociales, con calma y gusto, las fotos olvidadas en la memoria? Que nos sentiremos vivos, porque quienes amamos la gastronomía, el paseo matinal, sabemos que basta un buen bocadillo, un taco cabal de algo, un simple pedazo de queso y una caminata para ponernos a reflexionar sobre lo que significa vivir y cómo disfrutarlo.

Y claro que no es ésta una invitación a preparar alta cocina todos los días, acribillar las cuentas bancarias con viajes, el dispendio ridículo en ropa y lujos. Se pretende más con esta idea. Que concibamos, para seguir hablando del tema de la cocina, a nuestras comidas como un ritual y no como un mero proceso de alimentación. Y lo mismo con la nutrición del espíritu, que los paseos, por pequeños que sean, los viajes y sus silencios, los momentos en que escuchamos nuestro propio pensamiento en un café, leyendo un libro, sean de nuevo aquellos remansos tan necesarios, espacios o tiempos que, hablando metafóricamente, pudieran verse como una transfusión sanguínea, una renovación de energía. Así, el hecho de comer algo rico frente al televisor o la computadora, picar algo sabroso mientras se lee un buen libro, plantarse en el parque a degustar lo que nos preparamos por la mañana significará, en verdad, la animación de nuestra existencia, la recarga de nuestra energía poética.

La crítica general suele fustigar a los que publican fotografías de su comida en las redes sociales. Habrá que verlas con ternura. Si bien no se trata de las mejores imágenes, comparten el hecho de que muchos llevamos un cocinero dentro y que sabemos que propinarnos amor por la vía del paladar constituye una alta retribución a su ejecutante. Tomemos, pues, fotografías de nuestra comida, de nuestros paseos, de nuestra gente por lo menos, para recordarlos en la intimidad cuando seamos viejos, para crear un nuevo álbum de recuerdos en el que, sin dejar de atender al amado, lejos de las garras del trabajo, trabajemos por nosotros y lo que deseamos.

Descansar, comer, pasear, perder el tiempo en una caminata son placeres que pensamos exclusivos de unas vacaciones, de estados de ánimo que se aparecen en nuestro calendario muy de vez en cuando. Lo que deberíamos preguntarnos es si el trabajo constituye el único mérito que nos licencia para propinarnos placer. Si el cumplir con ciertas metas, dadas por todos menos por uno, son el gran salvoconducto. Y la respuesta deberá ser siempre, por supuesto, un categórico no. Bailar, caminar, emborracharse con los amigos, lanzarse a donde uno quiera, no debería ser concebido como una suerte de zona residual donde habitamos nuestra vida, sino, por el contrario, un eje de la misma.

Ahora resulta que, con el pretexto del trabajo y la vida difícil (como si desde hace siglos esa no fuera una dupla de imposibilidades mayores), nos hemos permitido mandar al final de las prioridades nuestro propio deseo. Estamos, reconozcámoslo, siendo orillados a una forma de vida en la que abunda la más profunda de las tristezas, una soledad rapaz y un estrés abominable. Pensamos que no embonamos en los estilos de vida que impone un trabajo (por ejemplo, en las ideas de jerarquía, productividad, competencia…), sin percatarnos de que no son nuestras esas metas ni las personalidades que suscitan en nosotros, y que por ello se cuentan por decenas de miles o más los que se hallan en un estado de ánimo parecido al nuestro. Y más allá, pensamos que es nuestra obligación acotarnos, frenar nuestros impulsos, reponernos a como dé lugar de nuestras flaquezas y agruparnos para seguir en el camino de una vida alejada de los placeres más fundamentales del ser humano (consideremos entre ellos, al menos, el reír, ser feliz, pasar la vida como mejor se pueda, entre el marasmo de situaciones que pasan por arriba de nosotros en nuestro país y el mundo). Entonces, ¿cuándo nosotros? ¿Cuándo, pues, será el momento de estar realmente dentro de uno, de mimarse? Al diablo con todo aquello que no se adecúe a nuestra más íntima verdad; todo aquello que, como puya, nos inflige dolor. Y por arriba de ello, quizá, un trabajo mal remunerado, amistades entrecomilladas que acaso hacen algo más que distraernos, estados de semiconciencia en los que uno, como autómata, apenas tiene tiempo para reflexionar sobre el futuro de su existencia.

Propongámonos el comer y el pasear como retos primeros de todo cambio. Luego, que nuestro cuerpo viaje en el mismo sentido que nuestra mente, que el timón sea jalado de un lado a otro por nuestras propias manos y no por las de “eso otro” que nos somete, sofoca y corretea, eso que ni siquiera comprendemos del todo, eso que llamamos obligación, responsabilidad o deber, sin saber necesariamente el porqué: monstruos sin rostro. Preguntémonos: ¿La vida que vivimos es de verdad nuestra? ¿Qué es lo que necesitamos para ser felices lejos de la mera supervivencia, esa monserga de andar cumpliendo con los dictámenes de quién sabe qué realidad, con la obligación de remendar los boquetes causados por un mundo, las más de las veces, cruel, abyecto y miserable? ¿Dónde quedó la poesía que vivimos en la infancia, la que no hace mucho ilustraba nuestras vidas? ¿En las redes sociales? Pareciera una obviedad, pero quizá el entrenamiento para hallar respuestas a estas preguntas, hechas en nuestra cotidianidad, en el café, en el autobús rumbo a la oficina, en un parque o mientras nos bañamos para salir al mundo, pudiera comenzar a rescatarnos de un olvido mayor. El de nosotros por nosotros mismos, para lanzarnos a otro tipo de ruedos más abiertos y complejos, pero a la vez más fantásticos y espléndidos: esos que, en conjunto, llamamos alguna vez vida , sin reparar en que el futuro está compuesto de varios “aquís y ahoras”, y que de nada sirve morirse de un infarto en el intento de hacer dinero. Comamos, pues, paseemos y metamos aire en nuestro cuerpo y en nuestro entendimiento de una vez por todas, porque la liberación será absoluta o no será. Y tal vez de ahí venga la gran venganza contra un sistema demoledor, donde el humanismo no aparece: sonreír y ser felices.

Y luego de haber hecho ese duro viaje de reconocimiento individual, comenzar a reunirnos con los que hayan hecho lo mismo, con los que se atrevieron a mirarse por dentro y regresar a casa. Hace falta, por ejemplo, crear una fraternidad fuerte, combativa y leal, de promotores culturales independientes del poder: libreros, galeristas, editores de libros y revistas, dueños de bares, restaurantes y cafés, impresores, talleristas y, por supuesto, grupos entregados a la pedagogía y a la sensibilización artística. Nada más para sumarnos y hacer cultura, arte, poesía juntos; en la colonia, el estado, el país que vemos derrumbarse. Basta ya de ese respeto casi enfermo al statu quo, ese mentado estado pétreo de las cosas en este momento histórico. Habrá que derrumbar, horadar desde procesos educativos complejísimos, también de la mano de antropólogos y sociólogos, ese conglomerado de condiciones que prevalecen. Todo eso nos reduce a un papel político, a un ejecutante de matrícula que debe cumplir su rol. De nuevo, la meritocracia.

Este placer nuevo que se propone, esta nueva ritualización de nuestra libertad, como el más amplio privilegio, deberá ser el leitmotiv (del alemán leiten, “guiar, dirigir”, y motiv, “motivo”) de nuestro paso por la vida. Una suerte de poema recurrente en la composición de la vida misma, un motivo central para un nuevo existencialismo,  por llamarlo de una manera. El nuevo placer como una suerte de matiz de la existencia.

Los espacios culturales alternativos, los que se han mantenido abstraídos de la propagación de la cultura hegemónica, los puntos de reunión más claramente antagonistas de la llamada “cultura oficial”, que viajan a contrapelo de los aparatos ideológicos del Estado (y los hay diseminados por millares en federaciones de toda índole, dedicados a un sinfín de grupos y actividades distintas), deberán ser concebidos en el futuro como protagonistas, como ejes centrales e insustituibles de la propagación de eso que se ha nombrado aquí como un nuevo placer. Esos epicentros que reúnen por magnetismo y simpatía a los pares, que hacen las veces de horno para la fundición de los individuos en colectividades, son y serán cada vez más importantes para irradiar esta energía renovadora, este “nuevo canto general” en que las comunidades de seres activados, al constituir un número creciente de voluntades en libertad, alterará el orden de prioridades del lugar que habiten.

Los parques, las librerías y las bibliotecas, los mercadillos al aire libre, los juegos infantiles, los corredores y callejones peatonales han sido siempre los escenarios idóneos para la transmisión de mensajes entre una comunidad, y no es diferente en este caso. Ahí tenemos el espacio suficiente y necesario para abrirnos y conocernos, para construir juntos una nueva casa para la compartición de esta consigna: propinarnos placer, darnos de nuevo la alegría suficiente para seguir erguidos, crear, desmontar la trampa silenciosa y mortal en la que hemos caído. No más primero lo secundario, lo francamente menor sobre el derecho a acercarnos a la felicidad, como sea que esta se entienda. Antes del fin de este mundo, escribiremos otro.