A L. Vázquez, en los pocos días que estuvo muerto

¿Cómo es la habitación en la que estás ahora?
¿Tienes amigos allí, quiero decir, dentro
de la pista de esta gran distancia que nos separa,
del asma de hazmerreír en el culo del mundo?
Y te ríes. Aún muerto. El sepulcro de haxix
 se alza detrás como una escuela, como
una gran sombra de chamanería barata,
subestimada maniobra del lápiz que ahora
cubrirá tu tórax lastimado por el humo del Área
restringida a una lógica irreductible y secreta.
Las aspas del pájaro asido a la muerte
vuela en las mamparas, la casa de Cremona
se parece a una espada blandida en el aire
por la memoria, joya invisible del polvo.
—¡Llévame, llévanos! —dijo el inmerso
animal que anima la fiesta en el barco.
No es un castor parlante ni mucho menos
hispanohablante, bebedor empedernido
de largos y sinuosos poemas que afloran
y flotan solitarios en la periferia para ser
tragados, finalmente, por un cadencioso snark.
A milímetros de tus uñas, aún luminosas,
la oscuridad envuelve con esa torcida suerte
de capullo ubicuo e inalterable que muerdes.
Esos pájaros de pigmento negro nacen ahí,
de los bordes cercanos al Gran Cañón que
surte nuestras ropas de ventiscas y ausencias.
Una lógica marmórea parece cernirse
en lo que se sumerge detrás de esa placa
que decorosamente se despliega en bloque:
los Antiguos del granito que entran y salen
por las escrituras como a través de la puerta
de un bar en el medio del páramo. Un plano
donde se abren dócilmente las palabras,
a la manera de una ostra en presencia del dios.
Hablamos por la boca de un bromista.
La boca manchada de bromo y valva abriga
un muerto de no más de diez centímetros.
¿Acaso tú no has entendido lo de no fijar
la mirada mucho tiempo dentro de la taza?
Pues no para lo que no saben considerar.
Rodeamos la empalizada, cerramos el paso,
con la blanda rejega de torear, desde el fuego,
los metales más pesados, los primates del ocio
y el trepidante anuncio circulador, el magro,
el andante y perdido brete de Teruel.
La cerca rodea mal al mundo minusválido
del pretoriano que no ve más allá de lo blanco,
de lo negro de su tenedor. El cruciforme grito
del niño nace de las asaduras del brote,
no hace más que limitar en asperezas al santo,
y hace el centro mismo de lo quedo
a la curva de nuestros fines, trama de trizas,
protuberancias, amoniacos, exfoliantes:
—¡Al Diablo, al Diablo se lo eleven! —gritan
los gerentes atrapados en la línea de fuego.
La velocidad que se libera a condición de lucharse,
así de tísica en el umbral de los hamacados
por el viento, arada en la rueda de los aromos,
nos pregunta por la calidad del llanto
y a mitad de su encono canturrea bajo el trino
para los mosaicos y su estridencia insaciable,
su casi demencia de levantar moribundos
y cadáveres de asteriscos en las arenas
tan rubias sobre rubias como esta misma ley
que secas al sol. Ley que nos mira y nos seca,
siendo apenas un riesgoso proceso laminal
de las estridencias sobre estridencias de una ley
tan pequeña y virgen como la raza derramada
de nuestros vocablos que antes fueron
colmenas de un duro y secreto magnetismo.
Apremia. Ofusca. Agrava. Imprime.
Destaca empinando. Abraza muriendo
con una sed desmedida que abrevia, a cada paso,
la familiaridad que tramamos fuera de la escafandra.
Pídele una casa. Riégala con mi sangre.
Cárgala de nísperos, hasta que nos aparezca
en una tapia más del surtidor el hombre viejo
del viento. Así y ahí, como en Comala. Espera.
Y es par. Es parte del sueño, de ese vidrio
viudo y eterno que primero fue fuego de nuestro llano.
Dios vitualla nos lame, nos ladra que vencerá el tiempo,
que tal vez venceremos al cansancio,
ganaremos el lugar de la luz donde se empollan
las Buenas Noches, huevos tristes o turbios.
El vitualla gana. ¡No manducaremos perro!
Un ácimo de la novedad del sol se expande
hacia la cúspide de la sorna y un cierto templo
lleno hasta el borde de esa leche enhiesta de constrictor
que nos recuerda insertos en su bufido más espeso,
dual como la hoja de una daga consagrada.
En la espuma se subvierte la esperanza
de alzarse contra el godo del invernáculo.
La gracia no resistirá, como tantas veces, por su hechura,
la crecida de su mano en la loriga del muerto.
Una breve novela para leer doblando la esquina,
mientras se es apuñalado por la cornamenta
y el peso específico del sueño del invasor.
La suma biológica, venérea y cíclica de los aulladores
que expelen nociones básicas de cómo llegar
hasta la memoria profana de tu central de arrugas.
Amanece. Amenaza el amanuense con tirarse
a las profundidades de sus pensamientos;
así es la soledad en las personas de algunas
urbes del orbe para un hombre de haxix  como tú,
que como asesino bordeador y periférico
has entrado bajo el efecto hipnótico de los grillos
de la cantera a la cueva de la lámina y la lámpara,
como en nuestros descensos a los animales
del páramo, donde pasábamos el día buscando aire.
Un ataúd constrictor nos espera en el muelle
para llevarnos de regreso a casa después del baile.
En las grietas del risco, hallaremos la vida
que hemos perdido forcejeando contra versos.
Una camilla de hospital sería más útil
entre los invitados a nuestra procesión
cuando el viento arrecie y empuje al Valle,
lo arrincone y a nosotros con él. Solo
debemos doblar un poco nuestros tobillos,
quizás pararnos en puntas de pie y hacer
que el polvo pase por debajo, despegándonos
de la sombra que nos invade los vasos.
En un receptáculo próximo al abismo, un Dingo.
Así fue que descendimos al probable filtro
y vivimos casi sietes años en cómoda estancia.
Para pedir agua solo teníamos que acelerar
la viga giratoria de aquel Mano que nos acompañó
a todas partes. Un “digo ahora” es, en definitiva,
algo así como un hermano mayor nacido en Chile.
Nunca habíamos bebido dentro de ninguno
de nuestros hermanos. Él dijo: —Permanecer inmóvil
es lo mejor que pueden hacer, mientras
me lavo las mañas con las primeras luces—.
Durante la noche conviene fluir en varios sentidos.
Quiero decir, no estarse estático, por lo menos
pensar en una sola cosa. Un glorioso día
para el pez-dingo. Un primer soplo sobre
el rostro constrictor del cielo chamuscó la verja,
luego hubo un traslado real de sus dones
hacia la avenida de las aves. Un nidal aquí,
otro allá. No descendimos. Ascender era la orden,
sin utilizar el movimiento de nuestros órganos
custodiados por una escuadra de antiguos cangrejos.
A veces, las puertas se abren solas. A veces,
aparecen con la forma de nuestros versos
tras la fachada virginal del sema, vigilan
nuestros gestos de novicios desde la porosidad
evidente de otro emblema desplegado a lo largo
y a lo ancho del murallón, o bien,
de la empalizada que un día nos hará rodar
hasta ese río vestido únicamente por los insectos
que a ciegas siguieron tras las heridas del tetramorfo.
Un cercamón es hábil y ávido. Crece entre
el lustre de su instrumento provinciano
y la verticalidad de los musgos de altura.
Un cercano mundo lo distribuye en la corriente,
lo espolvorea a la par de las patas de garzas
que por sus marcas son sacudidas por los simios.
Baldean sus mil silencios sobre la procesión,
extrañamente bien a pesar de ser bichos de ruido,
gravemente lo hacen con la oquedad de la mano.
Manos pequeñas y negruzcas como el residuo
de una gran obra de la dualidad —en tanto
dueñas de un absoluto silencio en la copa,
el árbol siempre se purifica antes del ataque—.
Un plazo les habla al oído y les enseña el puño,
desde lejos, en su propia lengua muriente.
Un cercamón adentro, nos vimos siendo disparados
hacia el centro: Un eje. No fue fácil para la legión
llegar a habitar la totalidad de los espacios
del alma de aquel dios ubicuo. Fuimos ligeros,
al igual que aquel Dante volátil que nos subió
de pronto a la cabeza, tan livianos como
embarcaciones pequeñas y fluctuantes arrastradas
por la mirada fija, nula, de nuestros corceles,
orientada al centro, al curso invisible, el eje mismo
de la roma empresa. El viaje del poeta por
la médula y el rulo ubicuo de las ensoñaciones
laminadas por el golpe continuo de la muerte
tras la carne, tras la venda y la pira del pensamiento.
Luego bordeamos la espesura, por lo menos
con nuestros sueños más rebeldes. Cercamón,
la medida del pájaro, sigue nuestros pasos o
por lo menos el paso de nuestros sueños más rebeldes
dentro del viento, el vientre del galgo que corre.
No sé si lograremos escapar algún día de
esta cerca del mundo, del corazón de giróscopo
que, aún en su blindaje, es suficientemente útil
y sutil para la tosquedad de nuestros dedos o, por lo menos,
de los dedos chamuscados del sueño que piloteamos
en las alturas. Digamos que lo hicimos. Que así
como así, nos detuvimos frente al pórtico,
atravesamos los cursos que abrasan las ganas de seguir,
soltamos esa esférica esperanza hacia la Desconocida,
mientras el páramo dobla su voz para hacernos
entender que el camino y él mismo son un solo coro
insondable a la hora de la pesca, un lívido rumor de hojas
contra la calma del río, una escuela remota
de sonajas que deambula en alguna parte de la ciénaga.
Perenne la busca. La busca de tierra firme.
La corte de Olvido despierta sobre malvones.
Lo que hemos llamado malvones, quizás
por indiferencia más que por puro temor a la pérdida,
no son más que los últimos estertores de una voz.
Del alma ubicua, casi una estrecha habitación
donde fuimos grabados en el lápiz de la raza,
han manado menos certezas que en cada
aproximación, la estridencia mental de la cría inerme.
Certezas frutales (si se ama la claridad y lo fugitivo)
certeros fruto lanzados desde el risco al ponto.
Nada más lejano a la realidad de un guerrero,
una máquina para el exterminio elevado,
detenido, paralizado a mitad de un rugido del león.
Una grama aparece varada en la orilla,
la básica pastura del puño que no demuestra
la menor candidez a la hora de vaciar su leva.
No hay otros animales que graben sus grietas
en los acentos de la escuadra que, derruidos
por la esgrima del sol, apenas levantaron
sus cabezas vendadas y el hambre de sus banderas
desplegadas bajo el limonero. No dan alcance.
Mucho menos a cada golpe de desamparo.
Un dios ubicuo siempre nace oblicuamente
a la verticalidad inevitable del musgo de friso.
La escuela del letargo que abre su lustrosa ostra
de pensamientos negros cada tarde, la fila
de los cipreses que se alinean, que no lo asedian
con sus preguntas humeantes en su descanso.
Solo el Mal se mueve como una piedra
precisa —no preciosa— confinada a la pura
reflexión obstinada de los sonidos que emergen
desde la boca del primer hombre que
destruimos baldeándolo con nuestras aguas,
solo el Bien lo bosqueja ahí, apenas ahí,
desde su más laxa memoria: la música
de los chamuscados por el drenaje del verbo.
Ya no hay animal donde esconder
nuestros tesoros, querido amigo. Se han dormido
para ti los animales que podíamos visitar.
Los nuestros no han sido muchos, escasos
como mi dedo índice delatando un milagro,
como lo restante que nos recorta en lo cuerdo.
Escaseamos, poco a poco, en nosotros mismos,
hasta que al final solo nos queda la nada
o el recuerdo de una alegría, una culminación,
el punto más alto de la curva de escasez.
Tacuarembó, verano de 1987. Yo no quiero
seguir viendo el milagro. Quisiera descansar
en una casa del buceo y bucear a través de la ventana
las sombras de aquel retrato hecho a lápiz
que en el fondo tenía que ver estrictamente
o tristemente conmigo, era lo que llegaba
desde la superficie de aquella hoja de cuadernola
que mucho tiempo estuvo pegada a la pared
de mi cuarto. Lo único que realmente nos unió
fue ese retrato de mí, viéndolo puedo verte
a ti y a todas las cosas que has excluido
y ocultas detrás de tu delgada escenografía.
La poe del hambre, la poli del hombre nos chista
para ahuyentar esta dureza que no le dura más
que un instante. ¿Por dónde prefieres volver?
¿Por tierra, aire, agua o fuego dimensional?
Elige la vía cansada, renqueante y cazala.
Hosanna de la élite de la montaña, cabello arriba.
Hosanna en la vía del retorno al grafo. Hosanna.
Has perforado la hoja con la punta. Deberías
apoyarte menos, con suavidad, o la rasgarás.
¿Ves? ¡Así mismo! Ahora puedes darle sombra
al manzano si lo deseas, darle sombra
a ese montículo amorfo que será mi nariz,
un poco hinchada al igual que la totalidad
de mi rostro, tal vez, por el alcohol de días.
La boca de la bestia visitada es más difícil
de determinar cuando aún parece moverse
el ominoso braquicéfalo en la sombra
de un ciprés como en memoria balbuceante.
Ahora cantarás infinitamente mejor.
Una verde rama de la noche te invita.
Una rama hermana te espera. Te hospedará.
Te dará de sus monedas para trocarlas en trinos,
dulce y cansino pájaro de los asesinos.
La escalera colgante de tu pensamiento
golpea apenas los lomos de las vacas
como un brazo completamente muerto.
Tú ya no existes para ellos ni para los insectos
que llegarán pringosamente hasta sus patas
a beber y dejar sus marcas ilegibles sobre
la modesta hoja de la verdura en ciernes.