Para todos tiene la muerte una mirada.
Cesare Pavese

El viento de la muerte silba a través de este mundo cubierto de sombras y tú lo oyes, Señor. Nos miras desde tu infinita distancia a pesar de que no somos dignos. Somos seres oscuros, con los ojos entornados, que se arrastran entre restos de piel y huesos. Estamos ciegos y gritamos hacia todos lados. No como tú, Señor, que estás de pie sobre la última nube del cielo, y callas. Has olido la sangre, la sangre que se ha secado, la sangre que sigue corriendo. Has sido testigo de la destrucción de todas las ciudades. Has visto al polvo hacerse polvo. Y solo callas, Señor. Porque somos nosotros, tus hijos, los responsables de tanta ruina. De nosotros será la piedra que rompa todos los espejos, el estallido de la última bala. Y será entonces cuando desciendas por nosotros. Limpiarás nuestro rostro, curarás nuestras heridas. Serán nuestros huesos polvo del último eclipse. Mudos, otra vez, poblaremos tu próximo reino. Por eso, alabado Señor, prepara mis dedos para la guerra y mis manos para la batalla. Eres mi baluarte, mi gloria, mi salvación y mi honor. Por los siglos de los siglos, amén.

El Rojo se llevó la mano derecha a la boca y besó al Cristo que tenía apretado entre los dedos. Hizo lo mismo con la Santa Muerte de la mano izquierda y luego extendió los brazos hasta dejar las palmas abiertas hacia el cielo. Se colgó de nuevo al Cristo y se incorporó despacio, como una vieja efigie que deja su letargo. Sacudió las rodillas y volteó hacia la esquina en donde estaba el Negro, que lo miraba de brazos cruzados, detrás de una nube de humo y la chispa incandescente del cigarro.

Caminó hasta la nena que aún dormía y le puso delicadamente el collar de la Santa. El bulto detrás de él comenzó a gemir y solo volteó a verlo con el rabillo del ojo. Después tomó la mitad de la cara de la pequeña, que parecía tan pálida como un vidrio a punto de estrellarse, y le colocó el cañón del revólver sobre la frente. El fardo empezó a azotar los pies contra el suelo y a hundirse en el grito mudo de su propia boca cubierta con cinta de aislar gris.

El Rojo hundió el cañón un poco más y giró sobre su cuerpo para ver los ojos rotos del hombre sentado frente a él. Se estuvo así unos segundos y después soltó a la nena. La huella de la Beretta en su rostro parecía una vieja cicatriz irritada.

—Shhh —le dijo al hombre—. No grites.

El lamento del otro empezó a sosegarse, como un rumor de voces acallado. El Negro, que se encontraba a sus espaldas, arrojó la colilla y caminó hasta él. Con una mano le arrancó de un tirón la cinta, que dejó la boca expuesta junto con algunas heridas que ya eran costra, y destapó el lamento de un rostro sanguinolento, sin dientes, ya sin sus propios gestos.

—Shhh, shhh. Calladito —dijo el Negro.

—A ver, pinche Ramiro —empezó el Rojo mientras se ponía detrás de la nena, mirándolo de frente—. Ya no importan todas las pendejadas que hiciste porque te vas a morir de todas formas, pero la que se va a morir también es tu hijita, Ramiro. Le vamos a meter una pinche bala en la cara. O peor: se la vamos a dar a los perros. ¿Cómo ves? Deberías estar contento porque ella no se va a ir al infierno como tú, Ramiro. Porque no creas que recé por ti; recé por ella. Los pinches perros mentirosos como tú no tienen salvación porque no tienen lealtad. Pero, a veces, todavía los soplones pueden hacer algo bueno. Y lo único que tú puedes hacer ahora es decirme dónde está el pendejo del Gustavo.

La nena soltó un quejido y se retorció ligeramente sobre la silla a la que se hallaba amarrada. Sus pies se balancearon en el aire y los tres pensaron que despertaría en ese momento, aunque tardó poco en quedarse quieta de nuevo y solo sus párpados parecían agitados, igual que cuando se está en un sueño. Ramiro quiso decir algo, pero salió una exhalación dolorosa. A cada resuello le sucedía una sensación húmeda por dentro, a la altura de la costilla, y empezó a jalar aire por la boca para mitigarla.

—Gus… Gustavo… Gustavo se fue…

—Eso ya lo dijiste, pendejo —intervino el Negro y le dio un zape seco en la cabeza.

—…se fue al Iberia. Allí me dijo que estaría.

—¿En el sur? —preguntó el Rojo.

—En el sur —contestó Ramiro. Un hilillo de saliva y sangre comenzó a escurrirle desde el labio hasta el pecho.

—¿Y si no está ahí?

—Ahí está. Búsquenlo en el 517. Ahí vive Martha. Y ya… ya no le hagan nada a m’hija. Por favor. Ya suéltenla —y empezó a gimotear de nuevo.

El Rojo sonrió satisfecho y miró al Negro, que palmeaba a Ramiro en los hombros. Luego empezó a desanudar la soga adherida al respaldo de la silla de la nena, hasta que dijo:

—¿Sabes qué es lo malo, Ramiro? Que si me hubieras dicho todo esto antes de que le colgara la Santa a tu hijita, seguro no le pasaba nada, pero te tardaste, cabrón, y la Niña Blanca jamás perdonaría que le quitase una ofrenda.

La muerte que cabalga a plomo entró por la nuca. Dos veces.

El sur

Si el Rojo le hubiera dicho que terminarían en el sur, y precisamente en el Hotel Iberia, el Negro hubiera elegido irse a dar el rol con los otros, o a patrullar el barrio, o a cobrar viejas deudas, o a meterse con alguna flaquita allí en los cuartos de doña Mago. Pero ya no podía echarse para atrás y por eso manejaba tan a lo bestia, encabronado con tener que volver a pasar por esa mugrienta parte de la ciudad con la que sueña cuando se acuesta a dormir sin nada, sin porro, ni crico, ni chochos. Con la pura cabeza dando vueltas en sus recuerdos, antes de que despierte hecho un raudal de sudor y siempre sean las tres de la mañana, y entonces se encabrone consigo mismo y vaya a la mesita que tiene a un lado de la cama y hunda la nariz en el perico nomás para no pensar en nada, para quedarse dando tumbos en el cuarto mientras afuera las luces titilan, o para salir a manejar en el viejo Shadow azul y soltar tiros al aire y gritar que si de chamaco se quebró a un bato, ahorita a quién no podría quebrarse, y fórmense hijos de su puta madre, que para todos tiene porque está despierto, no en ese chingado sueño que nunca termina.

Pero ya no podía decir nada porque sabía que el Rojo era igual que la bola de cabrones del cártel, puros güeyes que tantito notan algo raro empiezan a escarbar y a hundir el dedo hasta que encuentran la herida, y siempre sacan provecho porque la debilidad y el miedo de otros es justamente su optimismo, su poder. Lo menos malo es que solo se porten cábulas, pero a algunos, como al Gustavo, les va peor y hasta terminan huyendo, escondiéndose como ratas en los peores rincones de la ciudad. Como en el chingado Hotel Iberia, que siempre, desde que él era un morrito cagado, ha estado lleno de puros drogadictos pendejos, llenos de sarna, ahogados en su propio vómito o mierda o sangre.

Por eso iba tan callado en el Shadow, que rechinaba cada vez que pasaban un tope o frenaban, pero seguía cruzándose los altos y manejaba tan rápido como podía mientras el Rojo le decía quién sabe qué cosa…

—Si el cabrón del Gustavo tiene en el cuarto toda la lana y toda la merca que le dio el jefe antes de que se saliera, nos lo chingamos y les decimos a los demás que el pendejo la anduvo regando por la ciudad y que solo recuperamos eso.

—¿Qué?

—Que yo tengo un conecte al que le puedo vender la merca allá en la capital, cabrón. Sin meternos en pedos ni nada. Él solito se encarga de moverla hacia otras partes y nos regresa el dinero en un mes, máximo dos, pero si no encontramos nada con el Gustavo, si fue tan pendejo como para acabarse todo, nos va a ir igual de mal o peor que a él —le decía mientras hundía la uña del meñique en la bolsita de coca que traía en la guantera. Esnifó cuatro uñas más y después continuó—: Oye, ¿qué tú no tenías parientes ahí en el Iberia, cabrón?

—Sí, pero todos están muertos.

 

En las calles que rodean al Hotel Iberia hay pilas de desechos, de perros muertos o de tipos andrajosos que tiemblan con la luz del alba, ansiosos porque se han bebido todo y deben iniciar de nuevo la eterna búsqueda. Andan por las calles pidiendo limosna hasta que juntan otros diez pesos y terminan la noche en alguna construcción abandonada, con la pachita escondida entre los harapos. Alrededor del hotel hay solo lotes baldíos y edificios marrones construidos con ladrillos, cada uno idéntico al siguiente. Los edificios están compuestos de seis u ocho departamentos, con paredes que más bien parecen cascarones, porque si alguien en el primer piso dice cualquier cosa, la escuchan hasta los del último. En ellos habitan familias hacinadas, donde tres o cuatro comparten un solo colchón y se ahogan en su sudor porque no pueden ocupar nada más que el espacio de sus propios cuerpos. Por la noche todos oyen el rechinido del Metro cuando se detiene en la última estación y las farolas dudan, chispean su luz blanquecina por los rincones de las calles, y algunos nacen y mueren sin saber qué hay más allá de este pedazo de tierra.

El Hotel Iberia no es un hotel, sino un refugio para yonquis, vagabundos o paracaidistas. La placa ennegrecida que se halla en la entrada dice que se construyó en 1952, cuando algún empresario o algún político o un puñado de políticos y empresarios pensaron que esta punta de la ciudad tendría futuro. Se expropiaron muchos terrenos para levantar plazas comerciales y la gente se mudó al centro o al norte, y lo que parecía tener un futuro de esplendor se convirtió en nada, en tierra de nadie. Las plazas se demolieron y hoy son, todavía, los lotes baldíos en donde a veces tiran cuerpos o violan niñas.

No se sabe cómo, pero se sabe: el último dueño del Hotel Iberia murió en los ochenta y se mantuvo en pie quizá porque hasta 1992, cuando el Negro vivía en el cuarto 515 y era apenas un chiquillo de siete años, el edificio guardaba aún cierta belleza, a pesar de que para entonces ya estaba lleno de prostitutas, como su madre, y de dealers, como su padre. Por fuera tenía loza azul, pero de los adornos ya no queda nada, salvo el fondo: una capa gris de cemento. Las ventanas de al menos veinte cuartos dan hacia el frente, aunque los vidrios están rotos o cubiertos de periódico o de ropa secándose al aire.

 

El Negro y el Rojo llegaron ya entrada la noche. Empujaron la reja que antecede al portón y vieron algo revolverse entre las sombras de los costados del pasillo. Un chillido mecánico acompañó al ruido del portón y este, a su vez, desató el ladrido de un perro dentro de uno de los cuartos. El Rojo se sacó una linterna de la cintura y anduvo buscando entre los números que colgaban de las puertas del primer piso, hasta que el Negro lo detuvo.

—Está hasta arriba, wey —le dijo susurrando.

El interior del Hotel Iberia es rectangular, con un patio vacío al centro y escaleras en cada rincón. Mientras subían los peldaños, encontraron cuerpos cada tanto, cajas de cartón, piedras, varas y más cuerpos. Al caminar por los pasillos husmearon entre las ventanas y vieron siluetas, sombras tendidas bajo foquitos amarillos y con la aguja todavía pegada a la vena. Rostros huecos, hundidos en la espesura de sus ojos. Rostros plegados hasta la forma de sus propios huesos.

El Negro empezó a sentirse agitado, con cierta comezón dentro del pecho y piquetes en las sienes, como si ya se hubiera dado el pase de coca. Pensó que eso era precisamente lo que le faltaba y sacó un frasco de la bolsa de su pantalón: esnifó todo el polvo mientras la otra mano apretaba la culata de su Glock 23. La nariz le ardió y botó un chorro de sangre que se limpió con la manga de la chaqueta. Sentía que lo miraban desde todas las esquinas y veía formas en cada rincón oscuro del edificio. No se dio cuenta de que el Rojo le hacía señas para mostrarle la puerta del 517, donde Ramiro les dijo que encontrarían al Gustavo, porque se quedó de pie dos puertas antes, justo frente a aquella a la que le faltaba el uno de en medio y tenía solo dos cincos. La misma puerta que había cruzado veinticinco años antes: la 515.

—Cabrón —murmuró el Rojo—, ¿qué haces? Es aquí, cabrón, ven. Hay una lámpara encendida, pero no veo a nadie.

El Negro caminó hasta él tomado del barandal del pasillo, dando pasos torpes, como un boxeador a punto de ser noqueado, pensando otra vez en esa imagen, la misma del sueño: la de su padre cubriéndose el pequeño orificio del cuello con las manos, la sangre manando y goteando entre los dedos, por todas partes y para siempre.

El Rojo metió el brazo por una ventana rota y alcanzó la cerradura. Sacó el revólver y empujó la puerta, que a su vez hizo rodar varias botellas de vidrio. Los dos se quedaron de pie bajo el dintel, esperando que sucediera cualquier cosa, pero no vieron ni oyeron nada, salvo el azote del portón del edificio y el insistente soliloquio de un tipo que habían visto sentado frente a uno de los cuartos del segundo piso.

El Rojo sintió que su compañero se comportaba de forma rara, pero no le hizo mucho caso porque ya entraban lentamente al cuarto. Una nube pútrida envolvía el ambiente. La luz que habían visto desde afuera no alumbraba de manera directa el lugar porque aquella salía de un hueco de la pared, de una especie de clóset. La cama, volteada sobre un costado, se hallaba recargada en una de las paredes, y alrededor de ella había rastros de comida putrefacta, periódicos, más botellas vacías y jeringas, cuerdas, vasos rotos.

El Rojo caminó hasta el clóset, que ni siquiera tenía cajones, solo papel con sangre y ropa hecha bolas que revolvió con el fin de encontrar la merca y los billetes. Volteó hacia el Negro, que se había quedado de pie en el centro de la habitación, recorriendo todo con la vista.

—¿Qué haces, wey? ¡Ayúdame a buscar! —le dijo, pero el otro solo lo miró de frente, con los ojos muy abiertos y la pistola temblando entre las manos.

El Rojo entró al baño, que no era distinto al cuarto contiguo, salvo porque en el espejo había letras pintadas con color rojo. Sacó de nuevo la lámpara y alumbró directamente hacia él, en donde decía:

VENDRÁ LA MUERTE Y TENDRÁ TUS OJOS

Pasó los dedos por la pintura, pero ya estaba seca. La raspó con las uñas y se llevó el polvo a la nariz: no olía a thinner, sino a metal viejo. Era, inconfundiblemente, el olor de la sangre. Salió del baño y encontró al Negro de espaldas, mirando el hueco entre la pared y la cama volteada. Fue hasta allí y vio el cuerpo de una mujer hecho un ovillo.

—Ayúdame, cabrón. Creo que es Martha —le dijo al Negro mientras se acomodaba el revólver en el cinturón y guardaba la lámpara en uno de los bolsillos. Los dos tiraron de las piernas y el hedor les entró por la boca hasta revolverles los intestinos. El Negro no soportó más y comenzó a toser hasta que vomitó en medio del cuarto. El Rojo examinó a la mujer, que estaba desnuda del torso pero vestía un pantalón de mezclilla. Su carne tumefacta se había amoratado y tenía la boca contraída, como si los dientes aún tuvieran fuerza para morder el labio inferior.

Sacó de nuevo la pequeña lámpara y alumbró el cuerpo, aunque no halló ninguna herida; pensó que tal vez alguien la había envenenado. Revisó los bolsillos de su pantalón. Encontró una pequeña caja de cerillos que decía “Bar Norte” y debajo de las letras había un sol amarillo con dos ojos al centro. Por el hallazgo no se dio cuenta del momento en el que el Negro salió de la habitación y se dirigió al pasillo, ni de lo que veía parado frente al cuarto 515: un chiquillo de ojos rojos que le apuntaba con una larga pistola que sostenía entre ambas manos. Se percató de que no tenía su arma y a tientas revisó la funda de la Glock 23, pero estaba vacía. Miró de nuevo los ojos del chico. Dio dos pasos hacia atrás, trastabilló con el barandal del pasillo y todo se hizo más nítido en los siguientes cuatro segundos, durante la caída. Vio a su madre degollada sobre el piso. A su padre llorando bocarriba en la cama, apretando un cuchillo entre los dedos. Sintió el peso del arma de su padre —la misma que cargó los siguientes años—, pero esta vez entre sus manos. Vio por última vez sus ojos. Apretó el gatillo de nuevo.

Y deseó que este también fuera un sueño.

 

El norte

La casa era blanca y tenía un jardín verde con una morera al centro. Cada vez que la evocaba en su recuerdo Álvaro Gómez oía la miríada de pájaros negros que se ocultaban entre las ramas, silbando hasta el último rayo de la tarde. Él debía de tener siete años. Como sus padres ya volvían de noche, le daba tiempo para jugar con su hermana Karla desde que llegaban del colegio hasta que oían a su padre aparcar el carro a un lado de la casa.

Vivían en una cerrada donde había seis casas más, pero habitadas por viejos pensionados, burócratas y un militar retirado. Nunca hubo más niños que él y Karla. Por eso se alegró tanto cuando un día su padre llegó con un pitbull en el asiento trasero. El perro no pasaría de los dos meses, era pequeño y lo seguía a todas partes. Lo llamó Rojo porque su pelo era una extraña mezcla de marrón y anaranjado y porque a veces, bajo el sol, sus ojos irradiaban ese color.

Y todo fue siempre así, siempre ellos tres corriendo por el jardín bajo la sombra de la morera sacudiéndose en el aire. Solo odiaba las mañanas en el colegio, porque lo primero que las monjas ordenaban a todos los niños era que se hincaran a un costado de los pupitres para rezar con las palmas extendidas hacia el cielo. Después los hacían cantar alabanzas, repetir padrenuestros y memorizar salmos.

Una noche, mientras su madre arropaba a Karla en su habitación y su padre miraba noticias en la sala de abajo, Álvaro se asomó por la ventana de su cuarto y divisó un extraño fulgor en los vidrios de la casa de enfrente, donde vivía el viejo militar al que saludaba todas las mañanas cuando iba camino al colegio y lo encontraba regando su jardín. Vio varios destellos silenciosos antes de que salieran muchos hombres encapuchados por la puerta, se dispersaran y dirigieran al resto de las casas. Uno de ellos alzó la vista hacia la ventana y lo sorprendió allí parado, y en ese momento corrió asustado a esconderse entre las sábanas de su cama. Así lo encontró su madre, que le preguntó qué pasaba, pero él no pudo decir absolutamente nada. Después, todo sucedió muy rápido: un golpe seco en la puerta, el padre que grita, dos estallidos secos, los ladridos del perro, su madre que baja por las escaleras y otra vez ese mismo sonido de algo que revienta.

Cuando Álvaro oyó los pasos subir lentamente por los escalones se ocultó debajo de la cama; desde ahí pudo distinguir un par de botas negras cuyas agujetas y suelas chorreaban sangre. Las botas fueron hasta la habitación de Karla, a la que oía llorar y gritar y decir no, no, no. Lo último que vio de ella fueron las puntas de sus pies arrastrándose por la alfombra junto a las botas. Luego dieron un portazo y la casa se quedó en silencio. Escuchó a lo lejos otros disparos y al perro rascando la puerta de servicio, donde se encontraba amarrado. Se arrastró y salió de su cuarto. Se asomó por las escaleras y vio a sus padres bocabajo. Karla no estaba. Bajó y empezó a rezar muy quedo el último salmo que había aprendido, señor, prepara mis dedos para la guerra, caminó entre los cuerpos y fue a buscar Rojo, que brincó sobre su pecho cuando traspasó la puerta, y mis manos para la batalla, lo tomó del collar y lo llevó a donde estaban sus padres, eres mi baluarte y mi gloria, y empezó a buscar en los bolsillos de su papá, y mi salvación y mi honor, hasta que la puerta se abrió de golpe y entró de nuevo el encapuchado justo cuando repetía en su mente por los siglos de los siglos, amén.

—¿Es tu perro? —preguntó el hombre.

Álvaro no dijo nada. Ante el silencio, el tipo volvió a preguntar:

—¿Cómo se llama?

—Rojo.

—Qué bonito está —le dijo. Se acercó a él y se puso en cuclillas para acariciar la cabeza del animal, que empezó a olerle los guantes ensangrentados y a mover la cola—. ¿Sabes qué? Me gustó mucho ese nombre, pero no para él, para ti. Así te voy a poner, el Rojo. Porque de ahora en adelante tú vas a ser mi perro. ¿Oíste?

 

Y allí estaba el Rojo, veinte años más tarde, hurgando otra vez en los bolsillos de un cadáver. El Negro se encontraba tendido sobre el suelo y había pedazos de cráneo y una masa rojiza regada a su alrededor. El Rojo buscó en su ropa, hasta que encontró las llaves del Shadow y salió corriendo del Hotel Iberia, ante la mirada de las sombras que lo habitaban.

Encendió el carro, escudriñó la cajita de fósforos y se miró en el espejo retrovisor. Sacó la bolsa de coca de la guantera, hundió la uña y jaló por la nariz; en el dedo solo quedó una manchita blanca que frotó entre los dientes. Repitió dos veces más. Pisó el pedal y aceleró con furia por las calles desoladas del sur. Ya era de madrugada. Los semáforos parpadeaban su luz amarilla y roja, y la ciudad se desvanecía en sus anuncios de neón, sus fantasmas quietos, su noche sin fin.

El Bar Norte era el lugar en el que todo inició y ahora iba hacia allá, como si empezara de nuevo. Todo ese día había sido dar vueltas y vueltas a lo bruto. Primero con el Patrón, que les dijo que fueran a buscar al pendejo del Gustavo porque ya tenía días sin aparecer, y luego esa desazón que sintió cuando llegaron a su casa y no hallaron nada, y se dio cuenta de que el bisnes que planeó con el cabrón de la capital iba a valer madres. Después el Patrón gritándoles por teléfono, diciéndoles que encontraran a ese hijo de mil putas porque la merca ya estaba apalabrada con los cabrones del otro lado. Y si todo se echaba a perder por culpa de un pendejo como el Gustavo, no solo valdría madres el Negro, que se había matado como pendejo, sino también él mismo y hasta el Patrón. Porque todos sabían que los batos del otro lado eran cabrones que no tenían pacto con nadie, ni con el cártel ni con el gobierno, y que por eso les valía madres todo; que eran capaces de llegar y quemar la pinche plaza o a quien se les pusiera enfrente, como hacía el Patrón en sus buenos tiempos, cuando les enseñaba a todos a encomendarse a la Santa y a romperse la madre como nunca, a matar a quien fuese, no como ahorita que ya estaba todo ruco y cada vez parecía tener más miedo.

Pero el Rojo no sentía decepción sino apetito. Porque por eso decidió buscar sus propios bisnes sin decirle a nadie, para sacar más varo y, por qué no, hasta empezar otro cartelito con batos más locos, entrenados para la guerra desde morros. Como él o como el Negro, aunque el muy idiota ya se había partido la madre solito. Y por Dios que hasta le gustó verlo ahí tirado, porque desde antes de que fueran al Hotel Iberia, cuando le contó lo del bato de la capital y el varo que podían sacar si se chingaban al Gustavo y la merca sin mencionarle nada al jefe, el Negro comenzó a actuar raro, como solo pueden actuar los pinches soplones de mierda. Y si no se hubiera muerto por pendejo él lo hubiera matado. Porque en esta ciudad, en el norte y el sur, todos tienen una sentencia. Hay que estar lleno de furia, hay que tener fuego en los ojos y no tener miedo nunca, porque solo así la muerte bajará la vista al encontrarnos. Y por eso manejaba con rabia, con desesperación, y no tardó ni una hora en cruzar la ciudad y llegar hasta el Bar Norte.

Al Rojo le extrañó no ver a nadie afuera. La música se escuchaba hasta el carro, pero no estaban ni las muchachas que fumaban a la entrada, ni el cabrón ese que custodiaba la puerta, al que le decían Gonzo, pero los vidrios vibraban con la cadencia de la música y el anuncio luminoso del bar se hallaba encendido. Las calles eran pura ausencia. Se dio otro pase. Sacó las imágenes del Cristo y la Santa de la camisa, las apretó con el puño y salió del carro. Sintió el aire caliente y el pecho encendido. Empujó la portezuela y vio los haces de luz roja y verde que cruzaban el bar. Todo estaba vacío: la barra, las mesitas del centro. No había nada salvo el estruendo de las bocinas. De pronto presintió que se encontraba en el lugar equivocado, hasta que de la puerta oculta en la repisa de las botellas, tras la barra, salieron el Gonzo, el Patrón y luego otra bola de cabrones, entre los cuales distinguió al Gustavo. Unos se fueron a sentar en las mesas y otros cinco se pararon frente a él, haciendo una medialuna. El Patrón avanzó y lo abordó. Le dio dos palmadas en la espalda y después dijo algo que no entendió:

—¡Que te tardaste, cabrón!

—¿Qué?

El Patrón le hizo señas a los de las mesas para que le bajaran a la música. Uno de ellos se dirigió a la barra, extendió el brazo hasta alcanzar la consola de sonido y el estruendo se convirtió en golpe suave, en la multiplicación del sonido grave del bajo: bum, bum, bum.

—Te estábamos esperando, pinche Rojo —dijo el Patrón. El Rojo se giró para ver al Gustavo, que se encontraba serio en la medialuna, y después volteó de nuevo hacia el jefe, quien sonrió ante la mirada de su interlocutor—: Ya apareció el Gustavo, cabrón. Te tardaste. Mejor vino él solo a buscarme con la merca. Ya hasta llegaron los pinches gringos, y tú ni tus pinches luces. ¿Dónde está el Negro?

—El Negro se dio en toda su puta madre, jefe.

—¿Cómo?

—Pues que se cayó, se mató, el muy pendejo. Fuimos a buscar al Gustavo adonde nos mandó el pinche Ramiro, y el Negro venía bien loco y en una de esas que se cae y que se mata.

El Patrón escuchó y echó la cabeza para atrás. Vio al Rojo con recelo y luego dijo:

—No mames, pinche Rojo. ¿Cómo que el Negro se mató solo?

—Así nomás, patrón —respondió viendo al Gustavo.

El Patrón sonrió, hizo señas otra vez hacia la bola que se encontraba en las mesas y uno de ellos trajo una botella de tequila y dos caballitos de vidrio. El Patrón sirvió así, con la misma sonrisa, y después le dijo al Rojo que bebiera mientras él mismo empinaba el trago. Se chupó los labios y continuó:

—Oye, Rojo, ¿no me estás viendo la cara de pendejo? —preguntó. Su cara rubicunda parecía hundida entre los rayos de luz que, mecánicamente, se movían por el bar.

—No, patrón. ¿Por qué?

El Patrón sirvió otros dos caballitos. Se tomó el suyo y esperó a que el Rojo bebiera para servir de nuevo.

—Pinche Rojo cabrón… siempre has sido un cabrón. ¿Te acuerdas cuando nos conocimos, pinche Rojo? ¿Te acuerdas? ¿Cuántos años tenías? ¿Cinco? Ya tenías esos mismos pinches ojos con los que me ves ahora. Ya me querías hacer pendejo como ahora. ¿Crees que no sé todas tus mamadas? ¿Crees que me puedes ver la puta cara?

El Rojo sostenía el caballito. Se lo llevó despacio hasta la boca. Acabó el líquido cerrando los ojos. Con la otra mano bajó hasta la funda de la Beretta. Y empezó de nuevo:

El viento de la muerte silba a través de este mundo cubierto de sombras y tú lo oyes, Señor…