XIII. Disputas epistemológicas

Nunca fue una persona desafiante, de hecho, sus preocupaciones en la vida era tan grandes como su interés por la política, por eso decidió estudiarla y no ejercerla, pero la sospecha de malversación de recursos en la Facultad y la presión de los alumnos lo envalentonaron para encabezar aquella mañana una protesta contra Baldomero. Sabía que su puesto como profesor peligraba, pero poco le importó, estaba harto de lidiar con su ninguneo, los horarios de clase hostiles, la falta de reconocimiento y, por supuesto, a pesar de no reclamar como era debido, lo había indignado profundamente el que no le dieran su lugar en el viaje. Preparó diez pancartas y convocó a la prensa a través de correos. No esperaba obtener nada, pero esa mañana Rómulo parecía un personaje salido del romanticismo más recalcitrante del siglo XIX. Aunque pretendía dar cauce a las inquietudes de los alumnos, Rectoría, que por supuesto no tardó en enterarse, vio en su protesta la oportunidad de reivindicar al rector y reposicionar públicamente su figura ante la sombra que les estaba haciendo Baldomero.

Rómulo había estado desde la preparatoria en marchas y mítines. Era afín a los movimientos de protesta, pero ajeno al mundo del poder. Su idealismo lo atravesaba de principio a fin y ser profesor enaltecía, para sí mismo, la lucha contra “las injusticas que se cernían sobre San Juan”. No comprendía que el apoyo de los medios de comunicación que le confirmaron su asistencia a la manifestación en la Facultad se debía a que estaban siendo patrocinados por la Rectoría. Para él, era natural que los medios se interesaran en las luchas estudiantiles, y si eran justas, ¡mejor! La tarde anterior se había reunido con la Dra. Eliza, a quien consideraba su amiga y mentora, “la única persona en la Facultad que vale la pena”, decía para sí. Acordaron dar un golpe sorpresa, solo anunciar a ciertos alumnos la manifestación y, una vez en el estrado, convocar a cientos de estudiantes para marchar hacia Rectoría. ¿A dónde pensaba llegar Rómulo con todo esto? No lo sabía, solo esperaba que la presión sirviera para promover un pequeño cambio. Dentro de sus cálculos no estaba el ser despedido, sino ser llamado para negociar los cambios que pedía: una biblioteca con más libros y espacios de lectura, mejores condiciones en las aulas, una sala de cómputo, más conferencias y talleres para el alumnado, y todo aquello que una Facultad debía proveer… pero no fue así. Aquella mañana, al llegar, se topó con que el pequeño templete improvisado por sus alumnos para dirigir la manifestación había sido ocupado, para su sorpresa, por Galvanilla y Matute. Los medios, lejos de aguardar su heroica llegada, habían tomado nota de los discursos contra Rectoría lanzados por Galvanilla, quien mostraba documentos del presupuesto de la Facultad, mientras Matute convencía con café y galletas a los alumnos de que Rectoría quería “ahogar” a la Facultad por cuestiones políticas. Se quedó inmóvil, mientras los compinches de Baldomero le lanzaban miradas hostiles. Trató de hacerse el fuerte, aguardando la llegada de la Dra. Eliza, quien esa mañana no apareció, como tampoco gran parte de sus alumnos, quienes se dispersaron al ver que ni Rómulo ni la Dra. Eliza tenían el control de la situación. Rómulo nuevamente se quedó sin habla cuando vio que Baldomero encabezaba la manifestación rumbo a Rectoría. “¿Los sigo? ¿Me quedo? ¿Y ahora?”, titubeó en silencio.

Esa mañana, lo único que se le ocurrió después de semejante derrota fue dirigirse presuroso a la casa de su mentora. Le pareció extraña su ausencia, ¿le habría pasado algo? Una traición nunca le pasó por la cabeza, más bien temía lo peor. Tres cuadras antes de llegar a la casa de la Dra. Eliza, dos sujetos desconocidos lo interceptaron, lo tomaron de los brazos y caminaron junto a él, para que ningún transeúnte sospechara. Lo condujeron al Parque del Camaleón, cuya amplitud y abundancia de árboles y arbustos permitió que le asestaran una discreta golpiza, hasta dejarlo casi inconsciente. Tabares contempló la escena a lo lejos, complacido.

 

 

Llegar a San Juan fue un paso más, pero uno decisivo, en su largo camino en la educación. Nunca le pesó vivir lejos del centro. “Se hace patria en los rincones oscuros,” se decía a sí misma, como mantra, cada mañana. Dedicada durante veinte años a impartir clases y realizar investigación de campo, lejos de reconocerle mérito alguno, la gente, su familia, los colegas e incluso sus alumnos le preguntaban por qué nunca se había casado. No sabían que, a la Dra. Eliza, sus ocupaciones intelectuales, su idealismo académico y su labor social discreta la hacían plenamente feliz. Tenía cuarenta y ocho años, cabello discretamente entrecano, cejas negras y tupidas que contrastaban con su tez blanca, ojos grandes y claros resguardados por lentes de descanso, labios delgados como pinceladas y una figura natural, bien moldeada por los años, que le daba un atractivo especial. Recién llegada a la Facultad, cuando Baldomero y Galvanilla trataron de propasarse con ella, nunca le faltó firmeza para rechazarlos, quizá por eso la marginaron a pesar de ser brillante. Aun con esto a cuestas, nunca desistió de dar clase, pero jamás la tentó hacer algo más; “ser buena docente no te hace buena administrativa”, les respondía a los alumnos cada vez que le sugerían que se postulara a la Dirección.

Habían pasado meses desde que Baldomero había jurado como director y la Facultad parecía moverse por inercia, no se avistaba cambio alguno, pero lo que ella sí veía era que ser director, consejero universitario y secretario dejaba buenos viajes y comidas. Harta de eso, se reunió con Rómulo para acordar el rumbo de acción: él hablaría en el pequeño templete de la Facultad y ella encabezaría la marcha hacia Rectoría. Unos cuantos alumnos supieron esa tarde del plan; tenía que ser rápido, imprevisto, para que nadie supiera y ningún pescador se hiciera de ganancias en el río revuelto. Pero nunca falta el alumno que lo habla todo en voz alta, quizá por entusiasmo, quizá por indiscreción, ya sea en los baños, en las escaleras o en la cafetería, y a pesar de las paredes que separan, éstas oyen, y más cuando los recovecos sucios los limpia alguien como Tabares.

Se despertó entusiasmada, optimista. Dada la ocasión, ese día dejó en el guardarropa su habitual formalidad y, en cambio, se vistió cómoda para esa larga marcha que le esperaba. Se encontraba lista para salir cuando, al abrir la puerta, la figura de un hombre fornido, de facciones duras y voz costeña, le advirtió lo contrario. Era Tabares, que con amabilidad hostil le dijo:

—Yo que u’té, me quedaba.

—¿Me está amenazando, Tabares?

—No, doctora, nomá’ vengo a decirle que quietecita se ve ma’ bonita. El Baldomero ya sabe del borlote y anda bu’cando quien se la pague.

—Si usted cree que me intimidan, porque pueden correrme, golpearme o marginarme, sepan que no me importa, trabajo sobra para la gente que trabaja, marginada ya estoy y si ustedes se atreven a tocarme un solo pelo, sepan que no solo se meten conmigo, también tengo amigos, alumnos, gente de la prensa que los puede exhibir.

—Nadie habla de correrla, doctora, mucho meno’ de golpearla. No, no, pero a ese muchachito, el tal Romulito, le puede pasar algo. Y ya sabe, como dicen por ai, que los accidentes se pueden evitar. Y supongo, pue’, que no quiere que al chico le pase algún accidente por culpa suya, así que u’té dice, o se queda en casita a tomar cafecito o la próxima tacita que tome será en algún ho’pital.

La Dra. Eliza se sintió impotente, un coraje caliente le recorría el cuerpo, supo que no debía ir más lejos, en verdad apreciaba mucho a Rómulo como para exponerlo.

—¿Quién me garantiza que no le pasará nada?

—Yo mi’mo, doctorcita.

—¡Ja! Su palabra, ¿qué vale?

—Pue’ mucho, doctora. Hoy Galvanilla pidió que la corrieran de la Facultá por de’leal y, cuando e’cuché eso, pue’ me dije que una mujer tan guapa como u’té no podía irse por la puerta de atrá’. Le dije a Baldomero que si hacía que u’té no fuera a la manife’tación, pue’ todos tranquilo’ y contento’, pue’. Así que, como ve, yo la protegí y lo seguiría haciendo.

Tabares terminó su recital cuando, alzando las cejas, intentó agarrarle una nalga a la doctora. No la había ni rozado, cuando una cachetada se le estampó en la mejilla.

—¡¿Quién le dijo que necesito a alguien que me proteja?! ¡Lárguese, asqueroso! ¡Fuera! ¡Voy a gritar hasta que llamen a la policía!

La doctora corrió al hombre de su casa a empujones y azotó la puerta. Tabares, enojado por la frustración, salió tan discreto y rápido como pudo. Por azares del destino, a tres cuadras, la vida le puso en bandeja de plata a Rómulo. Sin dudarlo, ordenó a los hombres que lo acompañaban que le dieran alcance.

Matute recordó lo mucho que importan los distractores cuando se requiere desviar de su objetivo original a un adversario y lo importante que es el terreno cuando se entabla un combate; inspirado en ello, se le ocurrió simular una rueda de prensa en el Salón de Exámenes Profesionales, para concentrar ahí a los reporteros que llegaran y evitar su dispersión. Se acordó del área de Comunicación Social de la SSN y cómo consentían a los periodistas para buscar una menor hostilidad en las preguntas. La jugada le salió perfecta. Los reporteros que llegaron a la entrada de la Facultad, casi todos al mismo tiempo, fueron la presa perfecta para llevarlos, cual borregos, al salón. Matute los entretuvo hasta que el Píter y Yayo le indicaron el momento preciso para salir con los periodistas al templete. Matute sabía de antemano que su figura ya estaba más que exhibida, que no había vuelta atrás y que era un momento clave para la misión que estaba desempeñando. Sabía que, si cumplía con lo ordenado, tendría —a pesar de su exposición mediática— un lugar superior y seguro en las discretas oficinas de inteligencia; aunque no dejaba de recordar, desde el primer día de su misión, lo dicho por el general: “Si las cosas salen mal, sepa que no podremos salvarlo, pues debemos preservar a toda costa nuestro honor como institución, así que una vez encaminado, no habrá marcha atrás”.

Mientras la prensa disfrutaba el improvisado coffee break, Matute dimensionó en silencio lo lejos que los sucesos estaban llegando. A pesar de su relativa frialdad, no esperaba que la misión le resultara tan aventurada; si acaso una rutinaria, con procedimientos normales, sin contratiempos ni distractores; volver a la tensa calma de las oficinas del ala militar tras un año, o quizá dos, de servicio secreto en campo. No pensó, por un solo instante, verse envuelto en pleitos políticos en el interior de la Universidad, mucho menos como protagonista. Matute no sabía que estaba a las puertas de un dilema. Galvanilla tenía que lucirse, lo sabía, por eso, cuando los reporteros estaban entretenidos con Matute, decidió salir a ocupar el templete imponiéndose por la fuerza a los estudiantes, quienes, indecisos, nunca supieron quién iba a empezar a hablar, si alguno de ellos, Rómulo o la ausente Dra. Eliza. Con hojas en la mano, empezó a vociferar sobre la falta de presupuesto y, con una seña, les indicó al Píter y Yayo que fueran a avisar que la tormenta estaba controlada. Sabía que, si quería llegar a ser director algún día, tenía que dejar una buena impresión. Estaba a gusto, hablando de manera fluida, cuando vio un pequeño tumulto que, junto con Matute, se aproximaba hacia él. Se esperanzó, por un momento, en ser el centro de atención; lejos de eso, vio cómo Matute, con un gesto de cortesía, aguardó a que pasara Baldomero a su lado, para luego escoltarlo. Los reporteros tomaron fotografías del momento, no les quitaron ni los micrófonos ni las cámaras de encima. La figura de Galvanilla se hizo a un lado, convirtiéndose en un ornato de aquel cuadro que dibujaba el gentío aglutinado en torno a Baldomero. No le quedó de otra más que marchar a la izquierda del flamante director cuando se inició la manifestación rumbo a Rectoría. A mitad de la marcha, Tabares le susurró al oído que todo había salido a la perfección, justo como lo habían planeado. Galvanilla hizo un gesto apenas visible de aprobación. Pasara lo que pasara, a Baldomero le iba a cobrar, por la buena o por la mala, todos los favores que le había hecho ese día.

 

 

Baldomero se refugiaba en su oficina, pensando que se estaba jugando todo lo efímeramente construido hasta el momento y que el rector, a pesar de tener todos los elementos para sacarlo de la Dirección de la Facultad, no podría evidenciar su autoritarismo. Creía que el apoyo de la presión social que generaría le sería suficiente para empezar a construir un nombre en la oposición. “¿Me verán con buenos ojos las autoridades del estado? No, a menos que deje bien parados al gobernador y a la alcaldesa. Pinche rector, apenas me descuido… ¡Ay, Romulito, Elizita, tan bonitos que se veían calladitos! Pero esta sí me sale, ya no soy el baboso de la Autónoma del Centro ni el güey que chamaquearon en el Partido Social. ¡Ya pasé por muchas! Creen que me pueden meter el pie, pero ya no traigo pies… ¡Soy un tren! Un tren a toda velocidad y si meten la pata… ¡allá ellos!”. La determinación de Baldomero era total. Impetuoso, se dispuso a salir de su oficina una vez que Píter y Yayo le avisaron que los de prensa habían sido “liberados” del auditorio, que Matute y Galvanilla se habían apoderado del templete improvisado y que los alumnos eran todo oídos. Caminó entre la multitud dispersa en la Facultad. Se subió al templete sin discurso escrito, decidido a improvisar a todo pulmón. Sabía en sus adentros que no podía empezar la batalla perdiendo en casa.

—¡Compañeros!, como ustedes saben —la prensa lo empezó a grabar y fotografiar—, acabo de volver de la capital del país. Fui a pedir recursos que no han querido bajar de Rectoría. También hemos pedido apoyo al Gobierno del estado y al municipio, los cuales amablemente han respondido de forma positiva a nuestras peticiones —ninguna oración de las pronunciadas hasta ese momento eran ciertas, pero Baldomero tenía que quedar bien con las autoridades—. ¡Los convoco a una marcha pacífica y espontánea! —el Píter y Yayo habían acarreado a cien estudiantes—. Ahora, en este instante, desde aquí, nuestra trinchera, rumbo a Rectoría, para exigir a las autoridades universitarias más apoyo. Yo quiero ser, y me ofrezco, el primero en encabezarla. Si me siguen, compañeros, sepan que yo respondo por ustedes, tal como lo hice con los maestros de las normales del estado. ¡Los invito a que salgan de sus aulas para ir a luchar por nuestros derechos! Los maestros tienen la orden de justificar sus faltas —tampoco eso era cierto, pero en ese instante, se volvió una orden—. ¡Aquí nadie se queda fuera de nuestra lucha! ¡Adelante, compañeros! ¡Viva San Juan y su juventud educada y combativa! —más de un centenar de estudiantes se adhirió a la marcha, solo por curiosidad o para perder clases—.

Baldomero, Galvanilla y Matute encabezaron la marcha, “amarrados” con los brazos. Tabares les dio alcance a la mitad del camino, para cuidarles las espaldas. Píter y Yayo vociferaban consignas contagiosas: “¡San Juan, escucha, tus hijos están en lucha!”; “¡Rector transa, la lana no alcanza!”; “¡Rector ratero, se clava el presupuesto”. La marcha avanzaba hacia Rectoría sin ningún obstáculo hasta que, siete cuadras antes de llegar, un bloqueo de las Autodefensas de las Anonas frente a las oficinas de la Policía Estatal les impidió, sin quererlo, el paso.

 

El rector estaba decidido a aniquilar a Baldomero. Sabía que esa Facultad, descuidada durante varios días por su director, era una presa fácil para acabar con el renombre de su acérrimo rival. Conocía ya el descontento estudiantil, las quejas de los profesores, los posibles desfalcos susceptibles de auditar.

Esa mañana, mientras era trasladado a toda velocidad en su camioneta blindada, junto con un pequeño equipo de allegados y escoltas, rumbo a Ciudad Universitaria, una llamada detuvo el tiempo en su interior.

—Señor rector, me comentan que ha salido una marcha, dirigida por Baldomero, hacia el edificio de Rectoría.

—¡¿Qué?! —exclamó entre dientes, perdiendo el aliento.

—Sí, señor rector. Además, no podremos llegar a tiempo, las autodefensas han bloqueado esta mañana la calle que nos conecta con la avenida Cacalpan.

El rector dirigió una calculada mirada a través de los vidrios polarizados, hacia el escenario que se fraguaba en su mente. No se esperaba que Baldomero estuviese tan pronto de vuelta y dirigiendo una marcha. Su orden fue contundente.

—¡Valquírico, date la vuelta! Consígueme una cita con la delegada y también con el reportero de la revista Preciso. Haremos control de daños.

—¡Sí, señor rector! ¡Como usted ordene!

 

XIV. Masa y… ¿poder?
Las Autodefensas de las Anonas se habían congregado frente al edificio de la Policía Estatal para pedir que sus agentes dejaran de hostigarlas e impedirles el paso en las carreteras que conectaban la región de Pipián con el resto del país. Además, acusaban a “la estatal” de amedrentar a sus principales líderes, entre ellos, a Capetillo, quien con poco más de cincuenta y cinco años de edad encabezaba el movimiento. Era un hombre corpulento, moreno como la tierra sobre la que sembraban en Pipián, de voz grave, mirada negra y determinada, un bigote prominente y un sombrero que le daba un aspecto característico incluso a la distancia. Conocía bien a Baldomero, por lo que al aproximarse la marcha universitaria al plantón, se identificaron inmediatamente. Todo era expectativa: Los alumnos esperaban en silencio que algo sucediera; la policía pensaba que el borlote se estaba haciendo más grande; por su parte, las autodefensas celebraron con una alegría pasiva que los universitarios se unieran a su causa.

—¿Qué pasó? ¿Cómo está, mi buen doctor Baldomero?

—¿Cómo está mi querido maestro? —Baldomero lo llamaba así, pues Capetillo era jubilado de una escuela normal.

Matute era todo oídos. Se había acercado a cuidarle las espaldas a Baldomero. Galvanilla y Tabares le hicieron comparsa.

—Aquí, luchando contra esta bola de represores. ¡Mírelos nomás! Bien machitos con sus armas largas en la ciudad, pero no los vaya a dejar solitos en la sierra con el narco, ¡porque ahí sí ven su suerte!

Alzando la cabeza, Capetillo preguntó imperativo:

—Y qué, ¿te nos vas a unir? ¿Cumplirás tu promesa de apoyo? Matute se preguntaba qué clase de apoyo.

—Pues deja ver, porque nosotros también andamos buscando apoyo, pero de Rectoría. No quieren bajar los recursos a la Facultad. Aunque aquí, en confianza, te cuento que, en realidad, no me dan recursos para que no me luzca al frente de la Facultad, me tienen miedo, ya que saben que yo hago las cosas mejor que ellos.

Baldomero, para destensar la plática, soltó un chistorete:

—Al rector le apodamos blanca nieves, ¿sabes por qué?

—¿Por? —preguntó Capetillo frunciendo el ceño.

—Porque le gusta tener puro enano a su alrededor, no le gusta que nadie le haga sombra.

Las carcajadas por un mal chiste improvisado, que era más bien un reclamo, sonaron fuerte en medio del petit comité  callejero. Mientras estaban platicando largo y tendido, desde la ventana del edificio de la Policía Estatal, la delegada los observaba con recelo. En ese instante, se le ocurrió citar a Baldomero, de quien había escuchado que era buen mediador.

—Ya, hablando en serio, Baldomero, quiero proponerte que, si nos echan la mano con la Policía Estatal, nosotros marcharemos codo a codo con ustedes a Rectoría, para que sepan lo poderoso que es el pueblo unido, que con nosotros no se juega.

La determinación de Capetillo, que era aire puro y fresco para Baldomero, dejó a todos impresionados. Baldomero se dispuso a realizar lo que mejor hacía:

—Queridos alumnos, saben ustedes que marchamos a Rectoría por una buena causa, pero sepan que el destino nos ha puesto junto a otra igual de justa que la nuestra —eso era lo único cierto en todo su discurso—. Las autodefensas se nos unirán rumbo a Rectoría, pero antes, debemos plantar cara a la injusticia, codo a codo con ellos —un robo descarado de lo que acababa de decir Capetillo—. Nos quedaremos aquí hasta que alguien de la policía salga a recibirlos. ¡Que sepan que juntos somos más fuertes! —los aplausos y la inercia de la euforia soplaron a favor de Baldomero.

Favorecido por la plena disposición de la delegada para recibirlo, Baldomero fue abordado por un suboficial que lo invitó a dialogar en el recinto. Capetillo hizo un gesto de aprobación y se dispuso a acompañarlo, pero el mismo suboficial lo detuvo, a lo que Baldomero respondió diciendo que tenía que pasar, por lo menos, con el maestro Capetillo y el Dr. Matute, para que esa reunión fuera transparente. El suboficial asintió poco convencido. De todos modos, en el fondo sabía que la delegada resolvería el dilema una vez que estuvieran adentro. Baldomero volvió a tomar la palabra:

—Compañeros, mientras esperan, el Dr. Galvanilla recogerá sus inquietudes para generar un pliego petitorio. Así, esto se hará lo más democráticamente posible.

Todos siguieron la inercia del momento, incluso Galvanilla, quien se sintió abiertamente excluido del círculo íntimo de Baldomero, pero vio la oportunidad de hacer política entre los estudiantes para ser más conocido. “No vaya a ser que, a la hora de la hora, Baldomero le deje a Matute la Dirección”, recapacitó.

—Que pase a mi oficina solo el Dr. Baldomero. A los otros dos, sírveles un vaso de agua y que esperen.

—¡A la orden!

 

Matute estaba extrañado por la amplia confianza que le tenía Capetillo a Baldomero, como si se conocieran de toda la vida o estuvieran enarbolando una misma causa. Solo así pudo explicarse por qué Capetillo no receló en ningún momento del protagonismo de Baldomero ni de que éste fuera el único autorizado para entrar a la reunión con la delegada. Matute sabía que era la oportunidad perfecta para recopilar información y enviársela con prontitud al general. Ya sin la presencia de Baldomero, inició la plática con Capetillo, quien se sinceró a pesar de que las paredes eran también todo oídos.

—¿Qué cuestión en concreto lo trae por acá, maestro?

—¿Usted conoce la región de Pipián, doctor? —Capetillo rara vez le hablaba de tú a alguien.

—Solo por fotos y libros de historia.

—Bueno, pues usted sabrá que por allá la cosa siempre ha estado caliente. Desde tiempos de la Independencia, la región es guerrillera por vocación. Toda la tierra es agreste; la gente, aguerrida; y las injusticias están a la orden del día —Matute lo seguía, asintiendo—. Antes, los luchadores sociales eran asesinados, porque aunque el pueblo los protegiera, pues la policía o el ejército se encargaban de los trabajos. Ya ve que por mucho que se cuide, un pueblo desarmado nunca podrá contra sus represores. Ahora eso cambió, nosotros solitos nos cuidamos, la delincuencia está en sus niveles más bajos, nuestra justicia, aunque es cruel, es efectiva, porque por mucha ley que haya, quien tiene las balas manda y las balas ahora las tenemos nosotros.

Alzando el tono de voz, Capetillo continuó su relato:

—Y ahora resulta que eso no se puede, porque es dizque inconstitucional armarnos para protegernos, que estos delincuentes de uniforme son los únicos autorizados. ¡Están pendejos! —exclamó en seco Capetillo—. Lo que queremos, doctor, la razón por la que estamos aquí es para que nos dejen trabajar, queremos que toooda esta bola de delincuentes legalizados se vayan de Pipián. Dicen que estamos contra el Estado, pero no, somos gente de bien, leal al país, pero lo que no vamos a permitir es  entregarnos de pechito a los delincuentes… ¡No, eso no! Queremos que estos uniformados nos dejen trabajar y también que sepan que si nos siguen acosando, que si nos siguen reprimiendo, la próxima marcha no será nada pacífica. Matute hizo un gesto de ligera impresión.

—Y a todo esto, maestro, ¿cómo es que los ha ayudado la Facultad?

—Matute sabía que, por Facultad, se refería a Baldomero.

—Pos mire, el Dr. Baldomero nos ha ido a dar su apoyo. Es una persona que sabe mucho y si alguien que sabe mucho nos apoya, quiere decir que no estamos tan mal.

—¿Y cómo es que se conocieron, maestro?

—Mi sobrina me lo presentó. Ella estudiaba en la Facultad y me habló de él. “Tío, allá en la Facultad hay un doctor que dice que lo que estamos haciendo es bueno para romper las cadenas”, y así y asado. Entonces, yo lo invité a que fuera a darnos unas pláticas, algo así como la lucha popular contra el capitalismo, y pues nos gustó y a él también. De paso, se llevó su buena barbacoa y sus cervecitas… y hartos costales de frutas. ¡Bien contento que se veía el canijo!

Capetillo, haciendo gala de su genuina calidez, remató:

—Él tiene que ir pronto. Dígale que lo lleve, yo lo invito, pa’ que conozca lo que hacemos, doctor.

—Muchas gracias, maestro, será un gusto estar por allá. En lo que podamos apoyarles, cuenten conmigo.

—¡Pero no se raje! ¡En serio, lo invito a que vaya!

Matute estaba por realizar una última pregunta para resolver la incógnita del dinero que enviaba Baldomero a las Anonas, pero éste irrumpió tras abrir la puerta de la oficina de la delegada con una amplia sonrisa.

 

—Como comprenderás, doctor, lo único que queremos es mantener en paz al estado. Un Gobierno estable es más fuerte frente al presidente y, por supuesto, frente a otros grupos que nos quieren fuera. Así que nos interesa que las autodefensas le bajen a su escándalo, ya que lo único que ocasionan es llamar la atención de los medios y eso nos pone, como sabrás, en el ojo del huracán. Baldomero se disponía a replicar con sobrado oficio político y coqueteo, pero la delegada, una mujer algo obesa, de cabellos rizados y entrecanos, pose firme, mirada determinante y una voz precisa con tono de regaño, que más que conversar, hablaba siempre de manera imperativa, por supuesto, no le permitió réplica alguna.

—Sabemos, y se te ve a leguas, que pretendes la Rectoría, y sé que el rector ha sido contigo lo que yo llamaría… un ojete —resopló—. Así que haremos esto, ya que tú eres cercano a las autodefensas —la delegada le dio un sorbo a su té—, y eso lo sabemos de sobra en el Gobierno, queremos que a Capetillo y a su gente los mandes de vuelta a casa, y que prometan no volver a manifestarse, al menos durante nuestro sexenio. A cambio, los dejaremos ser —la delegada hizo una breve pausa—. A ellos… y a ti también. A ellos se les permitirá moverse únicamente por la región de Pipián, y a ti, si cumples con disolver su manifestación y no marchar a Rectoría nunca más, prometo bajarte los recursos directamente del Gobierno del estado a tu Facultad, sin intermediarios y sin fiscalización alguna. ¿Cómo ves?

Baldomero quería volver a contestar, pero aquello era un monólogo:

—Además, ya que eres una persona con credibilidad en el estado, tú serás la figura oficial de intermediación entre ellos y nosotros, y por supuesto, tendrás el visto bueno para reemplazar en un futuro al rector. Así que… ¿quedamos en eso?

A Baldomero apenas le dio tiempo de asentir.

—¡Bien!, que así sea entonces. Firmaremos un documento protocolario allá afuera que confirme la buena voluntad y el compromiso del Gobierno del estado para con las autodefensas, que sea atractivo para la opinión pública. ¡En fin! —exclamó la delegada—. Ha sido un placer conocerte, doctor.

—El placer ha sido mío —contestó Baldomero, impresionado por la avasalladora personalidad de quien tenía enfrente y las propuestas de respaldo que había recibido.

—Por favor, por aquí —dijo la delegada indicando la salida de su oficina.

Aquel mediodía, se firmó el pliego petitorio de las autodefensas. Las firmas de la delegada, en representación del Gobierno, de Capetillo y de Baldomero se estamparon ante los medios. Aquello fue un éxito para todos, pero acrecentaba, sin duda, las sospechas de la cúpula militar.

 

—¿Ya vio el reporte de esta mañana, mi general? Al parecer, Baldomero nutrió las demandas de las autodefensas y, para ello, utilizó a los estudiantes.

—¿Qué nos ha reportado Matute?

—¡Nada! —exclamó Acosta satisfecho en sus adentros.

—¿Cómo que nada?

—Así es, nos reportó exactamente lo mismo que hemos leído en los diarios y lo mismo que nos ha reportado el agente S44, de la Policía Estatal, aunque omitió un acto que, a mi humilde parecer, mi general, me levanta algo de sospecha o, al menos, me inquieta.

—Sea más claro Acosta, hable.

—Mi general, Matute nos ha contado casi todo, pero omitió un dato, no sé si a propósito, que el agente S44 nos reveló sin querer. S44 nos reportó que un tal doctor Matute sostuvo una conversación con el líder de las autodefensas, mientras ambos esperaban durante la charla con la delegada. Incluso dice que se despidieron efusivamente y que, una vez firmado el acuerdo, se dirigieron al departamento de Baldomero en tono de festejo.

—Por primera vez, veo que tiene razón, Acosta. Eso sí que levanta sospechas, y más porque necesitamos saber qué le dijo el tal Capetillo a Matute, que no ha reportado esa conversación.

El general, sobándose la frente con los dedos, murmuró en voz alta:

—Guerrilla, más autodefensas, más Esteban Estévez, más Ruiz Islas… no, no, esto no pinta bien. Mire, Acosta, esperemos a ver qué reporta Matute sobre la reunión, igual y todavía no nos mandó la información porque necesita tener el panorama completo. Pero lo que es un hecho es que si llegado el día de mañana no nos entrega reporte alguno del encuentro con Capetillo, tendremos que pensar seriamente la posibilidad de que nuestro agente, quizá… —el general respiró profundo— ha sido reclutado por la guerrilla y se está tramando algo grande, o bien, en el mejor escenario, que sus movimientos se reduzcan a una simple táctica para evadir el contraespionaje guerrillero.

Acosta recompuso su postura y asintió en silencio. Contento por dentro, fingió suplicar confianza para Matute:

—Mi general, si me lo permite, podría sugerir que es muy apresurado pensar eso. Quizá nos dará un reporte completo llegada la madrugada o a primera hora, poco después del festejo en el departamento de Baldomero. Sugiero esperar y confiar, mi general.

El general respiró profundamente. Por primera vez, tuvo la tentación de estar presente en lo que ellos llamaban “el teatro de operaciones”. Tanta información difusa, sospechosa, pero que al final no confirmaba ni negaba los hechos, sin duda, lo había inquietado.

—Pensar en todas las posibilidades no nos llevará a resolver nada. Aguardaremos al día de mañana y entonces decidiré la suerte de la misión.