Crecemos y nos desarrollamos en un mundo que parece privilegiar las contradicciones y pocos se ocupan de encontrar la forma de superar esta idea preconcebida. Quizá un modelo dialéctico nos permitiría renunciar a las verdades enfrentadas y construir posibilidades más consistentes con una visión de mayor amplitud de la realidad.

Precisamente éste es el objetivo del presente ensayo, que devela, por un lado, las contradicciones de dos conceptos fundamentales en la historia de las ideas: el individuo y la sociedad, en especial a través de sus interacciones. Asimismo, este texto pretende brindar una respuesta para superar tales contradicciones y subraya además la importancia de hacerlo de esa forma.

Podemos partir de la idea de que originariamente nos percibimos como parte de una colectividad: ciudadanos de un país, miembros de una comunidad o integrantes de una familia y sólo después vamos construyendo nuestra propia identidad como seres únicos. De ahí que la formación de nuestro ser es, al mismo tiempo, el descubrimiento de las diferencias entre el yo y el entorno en el que nos desarrollamos. En este sentido, parte del legado de Erich Fromm consiste en reiterar que la búsqueda de la identidad —y, a partir de ello, de la libertad individual— implica un rompimiento con los lazos primitivos que como seres humanos forjamos de forma natural.1 Bajo esta lógica, dicho autor proporciona una lectura muy original del Génesis al escribir que el primer hombre, Adán, cuando comió el fruto prohibido, mostró que su acto de rebeldía ante al Creador fue también el momento de transformación del ser humano y el inicio de la búsqueda de su identidad. Este proceso tuvo como resultado el conocimiento de su propia desnudez, lo cual significa que el primer hombre tuvo conciencia de su “separatividad” y de su diferencia ante el otro, de ahí la vergüenza o culpa y la profunda necesidad de superar su soledad.2

Como efecto de lo anterior es que surge el dilema filosófico sobre la soledad. Me puedo sentir solo a pesar de estar rodeado de mucha gente. Pero ¿por qué me siento solo? Y más importante aún, ¿existe alguna manera de superar mi soledad? ¿Es que acaso la conciencia de mi propio ser tiene como inevitable consecuencia esta sensación de desnudez frente al otro?

Parece entonces que nos enfrentamos ante una dualidad entre el individuo y la sociedad, entre conciencia y entorno, entre libertad e igualdad. Asimismo, siguiendo esta lógica, estos dos elementos chocan de forma permanente y no puede alcanzarse un punto de equilibrio entre ambos.

No obstante, ésa no es una respuesta definitiva. La historia de la religión y la filosofía es la historia de las respuestas a las preguntas antes formuladas. Y en este sentido, Fromm dirá que tales respuestas dependen del grado del desarrollo del yo, en lo individual o en lo colectivo (existe un yo colectivo). También sugerirá que la manera de superar la soledad como condición del ser humano —de tal suerte que se elimine la aparente dualidad entre el individuo y la sociedad— es el amor.3

Tomando como punto de partida las ideas de Martin Buber, el yo interactúa con su entorno a través de dos relaciones: el yo-ello y el yo-tú. A este respecto, el filósofo alemán concibe la relación yo-tú como una especie de instinto de los seres vivientes de apegarse a su entorno, por lo que la existencia prenatal del niño en la matriz de su madre, en un estado de pura vinculación natural, resulta ser la descripción perfecta de esta idea y, a su vez, permite entender esta relación como previa al yo. Sin embargo, a diferencia de Buber, considero que ambas relaciones, el yo-ello y el yo-tú, presuponen ya la autoconciencia, es decir, se requiere de un yo antes de que surjan realmente dichas interacciones con el entorno. Asimismo, tales relaciones no aparecen de manera simultánea, sino que son parte de un proceso evolutivo del yo, cuyo resultado final deberá ser la construcción del yo-tú.

Por otra parte, el yo-ello se refiere a la relación del hombre con su entorno, en la cual se abstrae el ello, entendido como un objeto de análisis y estudio. Así, el yo se coloca por encima y fuera del ello para poder conocerlo, aunque este conocimiento siempre es parcial e inexacto. Diferente es el vínculo que se construye entre el yo-tú. A través de él el hombre conoce a lo exterior, a lo ajeno, en un plano de igualdad. No se abstrae, sino que se une al otro. Entiende al otro como un yo y no pretende categorizarlo ni emite juicios sobre él, sino que busca conectarse al otro porque encuentra valor en éste al igual que lo encuentra en sí mismo. La relación yo-tú es la que caracteriza al amor.4

Por su parte, en la narración bíblica estas dos relaciones quedan más claras a partir de las dos descripciones de la creación del hombre, las cuales llevan a concluir que existen dos facetas del ser humano aparentemente contradictorias. Al igual que con las relaciones del yo-ello y yo-tú, en estas etapas podemos descubrir dos maneras que tiene el individuo de interactuar con lo exterior o entorno, y ambas son potencialmente construidas conforme a nuestro desarrollo y madurez.

En la primera narración la creación del ser humano se da en los siguientes términos: “Y Dios creó al hombre a Su propia imagen. Lo creó a la imagen de Dios. Los creó macho y hembra. Y los bendijo Dios diciéndoles: ‘Procread y multiplicaos. Colmad la tierra, sojuzgadla y dominad a los peces del mar, las aves de los cielos y a todo animal que se arrastra sobre la tierra’” (Génesis 1).

Siguiendo las ideas del rabino Joseph B. Soloveitchik, como resultado de la descripción del primer capítulo del Génesis, la faceta del primer Adán, en lo que concierne a su relación con lo exterior, se caracteriza por la determinante dirección de sus facultades racionales hacia aspectos funcionales y prácticos, mediante los cuales es capaz de obtener el control sobre la naturaleza. Ejemplo de ello es el hombre científico, que ha logrado dominar a la naturaleza partiendo de una pregunta fundamental: ¿Cómo funciona el cosmos? A continuación surge la posibilidad de reproducir las dinámicas del cosmos con base en la física y la matemática. Esta visión de la realidad exterior es utilitaria, sobrepone el yo frente al ello, que sólo es objeto de conocimiento práctico y generador de beneficios. De igual forma, frente a sus relaciones puramente sociales, el primer Adán, al verse amenazado en un entorno hostil, así como al estar limitado a llevar a cabo un buen número de actividades de modo individual, establece relaciones recíprocas —y en ocasiones jerárquicas— con otros seres humanos para perseguir sus intereses.5

A diferencia de la descripción del primer Adán, en una segunda narrativa sobre la creación humana se expone lo siguiente:

Entonces Dios, el Eterno, formó al hombre del polvo de la tierra y sopló un aliento de vida y el hombre se volvió un ser viviente […]. Y Dios, el Eterno tomó al hombre y lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y lo guardara […]. Y dijo Dios, el Eterno: “No es bueno que el hombre esté solo: le haré una ayuda opuesta a él” […]. Entonces dijo el hombre: “Esta es por fin hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Génesis 2).

A este hombre, al igual que al primero, le interesa el cosmos, sin embargo este último se pregunta: ¿Por qué existe el cosmos? ¿Cuál es el sentido de la existencia? El segundo Adán no busca tener dominio sobre la naturaleza, es receptivo y contemplativo, busca, entre otras cosas, establecer una relación de intimidad con su creador, quien le insufló el aliento de vida que le permite existir en cada instante. Además, vive en estrecha unión con Dios y sus creaturas. Su experiencia del yo se entreteje con la conciencia de una realidad más extensa que su propio ser; busca la redención. En palabras de Soloveitchik, “la redención catártica (del Segundo Adán) se experimenta en la profundidad de la propia personalidad de uno y corta debajo de la relación entre el ‘yo’ y el ‘tú’ (por usar un término existencialista) y llega hasta los estratos más ocultos del ‘yo’ aislado que se conoce a sí mismo como un ser singular”.6

Asimismo, en cuanto a sus relaciones con otras personas, el segundo Adán, que es consciente de la fragilidad de la condición humana (marcada por la soledad), busca un compañero tan único y singular como él, con quien pueda formar una comunidad. Dicha compañía no se alcanza por medio de la conquista, pero tampoco se busca: se descubre a través de la rendición y el sacrificio. Así, rompe con una visión utilitaria. Se trata más bien de una comunidad ontológica. El yo, al ser consciente de su “separatividad” y unicidad, se siente incompleto ontológicamente, por lo que la única manera de llenar el vacío que genera esa soledad es a través de la unión con otro ser solitario, al igual que él, en busca de redención.7

De nuevo acudimos al concepto de amor. El vínculo que existe entre el primer Adán y otro ser humano no es realmente amor, ya que está supeditado a un interés. Cuando desaparece la utilidad que dio lugar a la relación, el vínculo se extingue. En este sentido, el yo que percibe al otro como ello establece una serie de barreras que le impiden encontrar la esencia de su prójimo. Sin embargo, tratándose del segundo Adán, éste crea vínculos ontológicos con los seres humanos. Su propia redención no se logra sin el otro. Construye una comunidad con él no porque su propósito sea utilitario y porque quiera dominarlo, sino porque se identifica y busca un alma tan solitaria como la suya y con la cual pueda conectarse. En otras palabras, intenta unirse a otro porque desea encontrarse. Logra ver en el otro a un que refleja a su propio yo.

El judaísmo y, con seguridad, toda religión monoteísta surgida de Abraham, concibe al amor a través del vínculo existente entre Dios y el hombre, en el diálogo continuo entre el cielo y la tierra. El nombre de cuatro letras de Dios refleja un aspecto de la divinidad que podemos encontrar en la compasión, la generosidad, la bondad, la comprensión y el perdón.8 Es el nombre de Dios, que está escrito en la narración del Éxodo, la muestra más grande de la revelación del amor divino, pues guio a un pueblo de esclavos hacia la libertad.

Por lo tanto, cuando alimentamos al hambriento, curamos al enfermo, acogemos al pobre y luchamos por la justicia, establecemos una relación de sociedad con Dios.9 Construimos una comunidad en sentido ontológico con el creador. La condición de soledad del ser humano se vincula con la soledad trascendental de Dios y se guarda un vínculo de amor entre uno y otro. Es entonces que mediante esta relación de amor el propósito de la existencia del yo colectivo de la humanidad se une a la finalidad misma del trascendental de Dios.

Conforme a lo anterior, queda claro que el amor no es una ciencia sino, como diría Erich Fromm, un arte, ya que aquel no puede ser entendido en términos de la relación yo-ello, así como tampoco conforme a la visión del primer hombre en la narración bíblica. El amor es un arte porque implica encontrar la esencia propia en lo ajeno o externo. Consiste en el sacrificio y en la entrega del ser para posibilitar el surgimiento del otro. Refleja una actitud de dar, no de recibir.

En este sentido, para dar hay que saber qué es lo que tengo para dar y, por ende, qué es lo que me hace único, es decir, el amor supone la construcción del yo. Además, se debe conocer al sujeto que participa en la relación del dar, lo que conlleva descubrir el dentro de la relación. De ahí que el famoso versículo bíblico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”10 exprese, primero, tener consciencia de aquello que permite a la persona ser única y, después, tener algo propio que dar a los demás. En palabras de Fromm,

la capacidad de amar como acto de dar depende del desarrollo caracterológico de la persona. Presupone el logro de una orientación predominantemente productiva, en la que la persona ha superado la dependencia, la omnipotencia narcisista, el deseo de explotar a los demás, o de acumular, y ha adquirido fe en sus propios poderes humanos y coraje para confiar en su capacidad de alcanzar el logro de sus fines.11

De igual forma, tampoco se puede amar lo que no se conoce.12 Lo importante aquí consiste en subrayar que tal conocimiento es imparcial y debe trascender los prejuicios y categorías que uno establece sobre el otro, lo cual significa que no se trata de un conocimiento del ello. Ahora bien, si el parámetro del amor lo podemos vincular con Dios, es evidente que los intentos por acceder a la divinidad por medio del pensamiento son inviables, por lo que la renuncia a este tipo de conocimiento habría que reemplazarla con la experiencia de la unión con Dios.13 En palabras de Buber, esta experiencia de la unión con Dios, o con cualquier otro ser, sería la revelación, que a su vez consiste en descubrir ese vínculo natural con el otro que posibilita la construcción de una comunidad ontológica.14

Por lo tanto, queda más clara la incapacidad de establecer un vínculo de amor con el otro a partir de la relación yo-ello, ya sea ese otro un ser humano o Dios en su soledad trascendental. Lo anterior es así por dos razones: 1) la relación amorosa supera la naturaleza egoísta y utilitaria del hombre; busca dar, no recibir, refleja sus mejores cualidades individuales —a las cuales no renuncia— y no su ser más primitivo; 2) el amor surge a partir de la experiencia de la unión con el otro, no así del conocimiento parcializado y característico del saber científico.

La consecuencia desastrosa de vincularse con otros seres humanos a través de la relación yo-ello implica que el hombre deja de ser un fin para convertirse en un medio. Un medio de estudio, análisis, experimentación, uso, disfrute. De ahí que la única relación que permite conservar la dignidad individual propia y la del otro, cuando tanto uno como el prójimo son vistos como un fin y no como un medio, es la de yo-tú. La moralidad solamente puede surgir una vez que se logra establecer la relación yo-tú, con la cual se supera la faceta utilitaria del primer Adán y se alcanza el adecuado desarrollo psicológico que sugiere Fromm.

¿Cómo se rompe con la aparente dualidad entre el individuo y la sociedad, entre la consciencia y el entorno, entre la libertad y la igualdad? A través de la relación yo-tú, que parte de la singularidad del individuo que se une a la unicidad del otro, que alimenta la individualidad en lo ajeno y que consigue la igualdad mediante la libertad y dignidad de todos. Renunciar a la relación yo-tú implica renunciar a ser hombres.


1 Véase Erich Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, México, 2014.

2 E. Fromm, El arte de amar, Paidós, México, 2015, pp. 23 y 24.

3 Ibid., p. 25.

4 Ibid.

5 Joseph B. Soloveitchik, La soledad del hombre de fe, Nagrela Editores, España, 2015, pp. 35-69.

6 Ibid., p. 64.

7 Ibid., pp. 35-69.

8 Jonathan Sacks, La gran alianza, Nagrela Editores, España, 2013, p. 70.

9 Ibid.

10 Levítico, 19:18.

11 E. Fromm, El arte de amar, Paidós, México, 2015, p. 43.

12 Ibid., p. 50.

13 Ibid., p. 51.

14 M. Buber, Op. cit., p. 13.