I

Desde lejos, mientras descendían zigzagueando entre los cerros, el pueblo parecía un lugar en donde no ocurría nada, y nada se movía salvo una que otra polvareda que se alzaba sobre los árboles y las tejas coloradas a la menor seña del viento. El sol golpeaba franco desde un cielo sin nubes. En un principio se negaron a creer que aquel paraje olvidado en la sierra fuese el destino previsto, pero apenas tomaron la primera calle cambiaron de parecer.

Quienes iban por la banqueta o tomaban el fresco afuera de las casas, sentados en las mecedoras, los saludaban con una especial alegría. Mientras que los niños, al advertir la vagoneta que se acercaba dando tumbos, abandonaban lo que estaban haciendo y corrían tras ella armando una fiesta que pronto se esfumaba tras el polvo que levantaban las llantas a su paso. Ese sentirse de pronto extranjeros a donde quiera que iban, a pesar de la costumbre, los seguía emocionando.

Y así llegaron a Jaltenango Rafael, Alejandro (su hermano mayor) y su padre.

El largo viaje desde La Perla los había dejado agotados y hambrientos. Tan pronto como vieron una fondita abierta se bajaron a comer y a desperezarse un rato. Unos tamales de chipilín, unas cocas bien frías y el café recién molido del lugar los devolvieron a la vida.

Al terminar, caminaron hasta una placita que había al cruzar la calle para fumar y descansar sobre aquellas bancas que, aunque de concreto macizo, en ese momento se antojaban como el sofá más confortable. Ahí recostados, los almendros mecían su sombra sobre ellos y los arrullaban. El verde y rojo de las hojas al trasluz caía sobre sus párpados sin tocarlos.

Tras reposar unos minutos, Rafael se levantó. Echó un vistazo alrededor y hasta entonces se dio cuenta de que aquel suelo árido que se extendía ante sus ojos, como una interminable mortaja, contrastaba armoniosamente con el verdor de los cerros que, aun desde lejos, observaban todo como viejos dioses atentos e impasibles.

II

En eso estaba cuando, en una cantina que había cerca, comenzó un griterío que alborotó a los argüenderos y que sacó del letargo a Alejandro y a su padre.

De pronto, por la puertita abatible de la entrada salió disparado un tipo que acabó por azotar la cabeza contra el suelo. Tras él, pero caminando, salió otro, con ojos todavía violentos y un cinturón en la mano, amenazando al primero. Entre varios contuvieron a aquel energúmeno y convencieron al que estaba tirado para que se fuera.

Enfurecido, se levantó como pudo ante las carcajadas de todos. Estaba tan enojado y tan borracho que al pasar junto a la camioneta soltó un par de patadas a los faros. Poco faltó para que estrellara el parabrisas con una piedra, pero Alejandro se le fue encima a golpes. Al final los separaron y el broncudo terminó por irse, aunque sin dejar de lanzar amenazas a diestra y siniestra hasta perderse de vista. Luego todo volvió a la calma.

Mientras Alejandro se sacudía la camisa, el hombre del cinturón se acercó para disculparse y les ofreció que pasaran a tomar unas cervezas con él. Les contó que aquel muchacho era su yerno y que, además, no era la primera vez que peleaban.

Tras varias rondas los despidió, pero los invitó con santo y seña a que tres días después, una vez terminada la feria, lo acompañaran a celebrar el cumpleaños de su hija.

III

Cada marzo se celebra en Jaltenango la fiesta en honor al Señor del Calvario. Desde todos los puntos de la región llegan los ferieros para montar sus puestos en medio de un despoblado que se extiende en las afueras. Poco a poco, en largas hileras multicolores, se van colocando aquellos trashumantes que durante algunos días alegran la vida de los pobladores. No faltan los locales de comida y antojitos, ni las carpas atestadas de colchas y trastes en donde las señoras se arremolinan como moscas, atraídas por merolicos que no paran de hablar hasta convencerlas de llevarse algo.

Noche tras noche se ve a los más pequeños girar en la rueda de la fortuna o en los caballitos; a los mayorcitos probar puntería con el tiro al blanco para hacer bailar a las marionetas; al más osado salir volando del toro mecánico ante las risas de la muchacha a la que quería impresionar. O bien al que cada año es estafado, casi con su consentimiento, por trinqueteros que hacen de las suyas con amañados juegos de azar.

No eran de armatostes mecánicos ni lucraban con la (mala) suerte ajena. Lo suyo era mucho menos ambicioso: la bisutería. Aretes, collares y pulseras a cambio de unas pocas monedas. Por las mañanas enhebraban con ojo cuidadoso, y con la agilidad que les confería la experiencia, cuentas de chaquira, remates de latón o relumbrones de vidrio de colores; por las noches, cuando comenzaban a desfilar los primeros visitantes, tomaban sus tablones cargados de fantasía y se perdían entre la gente por rumbos distintos. Así salió Rafael a probar suerte el día que inauguraron la feria.

Llevaba rato caminando sin vender nada, y estaba tan distraído entre el ir y venir de la gente, entre la bulla de los demás venteros, entre las luces y la música, que no escuchó a una muchachita que le preguntaba por el precio de una pulsera. Como no atendía, ella le habló por segunda vez, pero nada… hasta que, a la tercera, tuvo que gritarle. Rafael se sobresaltó de tal manera que ella no pudo evitar sonreír, y lo hizo de tal forma que él quedó fascinado al instante. Sólo tras un torpe balbuceo consiguió responderle. Ella le dio un par de monedas, tomó la pulsera y se fue.

Él despertó rápidamente de aquel trance y, como aún no la había perdido de vista, a pesar del barullo, la alcanzó un poco más adelante.

—Me llamo Rafael —le dijo, sin preguntar el nombre de ella.

Descolgó el collar más bonito entre todos y se lo regaló. Se despidieron con una sonrisa y cada uno continuó su camino.

IV

Pasó aquel día, el día siguiente, el último día. La había buscado en cada sitio, en cada recoveco de la feria, pero Rafael no volvió a verla. La buscó incluso con la ingenua esperanza de no saber, a fin de cuentas, qué haría si la encontraba.

Al anochecer, se dio por vencido. Con su tablón al hombro y un andar desolado, caminó hasta la camioneta y esperó hasta que su padre y Alejandro volvieron, casi a media noche. Echaron todo en la cajuela, cenaron unos tacos y, al terminar, se encaminaron al hotelito que alquilaban a pocas cuadras de ahí.

Alejandro esperó a que su padre se durmiera y sonsacó a Rafael para que volvieran a la feria a tomar unas cervezas. Le dijo que no tardarían, pues habían acordado despertarse temprano para ir a la fiesta.

Rafael y Alejandro, uno por despecho y el otro nomás porque sí, tomaron más de la cuenta, hasta que ninguno de los dos supo ya en dónde estaba, ni quién era el otro. Alejandro, de alguna manera, logró regresar al hotel, pero Rafael se negó a hacerlo. Terco por encontrar a la muchachita, decidió quedarse para buscarla de nuevo. Ya muy mareado, con la cabeza girando en cámara lenta, caminó a tropezones y sin rumbo, agarrándose de lo que pudo, hasta que el estómago se le revolvió insoportablemente, tanto que apenas tuvo tiempo de hacerse al monte para vomitar. Y ahí mismo se quedó dormido.

Despertó al amanecer, avergonzado y deshecho, y se encaminó hacia el hotel. La calle escarpada se le hizo interminable. Al llegar arriba, el sol, que ya se adivinaba desde antes, le dio de frente en la cara. Se detuvo a frotarse los ojos para poder seguir. En eso, como una aparición, la vio ahí, frente a él. Su vestido azul se confundía con el cielo limpio de aquel día. Trató de hablar, pero no pudo. En cambio, lloró.

Ella alcanzó a decirle:

—Ya descansa, Rafa, estás muy tomado.

Le dio un beso tímido en la mejilla y se alejó más rápido que la primera vez, sin que ahora él hiciera algo por retenerla. Se perdió, cuesta abajo, tras una polvareda que se alzó de pronto desde la calle. El collar aún brillaba en su cuello.

V

Llegó todavía desconcertado. Abrió la puerta sin hacer ruido, se dio un baño y se desplomó sobre la cama, aunque no pudo conciliar el sueño pronto. Aquellos ojos seguían mirándolo desde adentro de él mismo.

A las pocas horas, su padre y Alejandro se levantaron, como habían quedado. Rafael les dijo que se adelantaran y que él los alcanzaría pasando el mediodía, cuando venciera el alquiler. Llegado el momento, y aún con la resaca, tuvo que salir sin remedio.

Cuando arribó al lugar no encontró ningún rastro de fiesta, sino lo contrario: los invitados se veían alterados y hablaban aquí y allá en grupos dispersos. Confundido, atravesó el jardín y los corredores hasta encontrar a su padre, quien ya lo esperaba sentado en una banca y con el rostro desencajado. Apenas lo vio, le dijo que era hora de irse.

Mientras caminaban por el pasillo hacia la salida, de pronto Alejandro trastabilló al pisar algo que rodó, brillante como una canica, y casi cae sentado de no ser porque Rafael alcanzó a tomarlo del brazo.

Llegaron hasta la camioneta y, cuando subieron, Alejandro le contó todo:

—¿Crees que ese pendejo, el del otro día en la cantina, llegó bien pedo y madreó a la novia mientras estábamos en el jardín? La agarró ahí, saliendo del pasillo, pero no nos dimos cuenta hasta que ella gritó… A ver si no la mató, porque el papá la encontró toda bañada en sangre. Se la llevó de volada al hospital. Unos vieron al güey huyendo, pero no lo alcanzaron. ¡No ves que ahorita casi me caigo con las piedritas del collar que le rompió! Según que le fueron con el chisme de que le dio un beso a un bato en plena calle y…

VI

No sé cuántas veces nos había contado ya aquella historia, pero siempre que lo hacía, un fulgor indescifrable, alimentado un tanto por la añoranza y otro por el alcohol, encendía su mirada; un fulgor ajeno al brillo opaco de la bisutería, que lo mantenía despierto aunque ya su lengua arrastrara con dificultad las palabras.

Quienes quedábamos en la mesa nos limitábamos a escuchar y procurábamos no perturbar aquel trance, casi como se cuida a un sonámbulo de no despertarlo bruscamente.

Cuando terminó de hablar aquella noche, nos despedimos. Rafael subió a su moto y se fue directamente a su casa. Abrió la puerta sin hacer ruido, se dio un baño, pero esta vez no se desplomó sobre la cama. Se deslizó con sigilo bajo las sábanas, junto a su mujer que dormía desde hacía ya rato, y se inclinó a darle un beso que la hizo sobresaltarse. Ahí, en medio de la oscuridad, ella alcanzó a decirle:

—Ya descansa, Rafa, estás muy tomado.

Él trató de hablar, pero no pudo. En cambio, lloró.