Una tarde de primavera llegó al patio interior de mi casa, en Nepantla, una siamesa salvaje de siniestros ojos azul profundo. Por la noche parió seis crías. Las dejó ahí y se fue (ella misma era una cría de seis meses que quedó preñada en su primer celo). No entendió por qué salían bultos de su cuerpo, pero tampoco se sintió responsable por esas vidas. Regresó dos días después, hasta que sus seis hijos —los puse en una caja de cartón, les intenté dar leche— estuvieron muertos. Se instaló en las ramas más altas de un tabachín ubicado en el patio interior de la casa. Bajaba cada mañana para pedirme mimos y comida. Y yo estaba solo.

La bauticé Sparafucile.

 

El pasto ha comenzado a secarse en Nepantla. Por la mañana el campo olía a calabazas y los volcanes se veían tan claros. Ni una nube. El cielo vacío de formas me inspiró desconfianza. Ahora es noche cerrada. Son las 6:46 del martes 22 de diciembre. Sparafucile ha desaparecido.

A veces se mete en mi cuarto. Lo tiene prohibido. Engañarnos es un juego que nos gusta. Sabe que sé; sé que sabe. Todo va a estar bien mientras nos sigamos la corriente. No hay una mujer que nos moleste.

Las mujeres que la han conocido me preguntan por su nombre. Sparafucile es el asesino a sueldo que contrata el jorobado bufón Rigoletto para asesinar al duque de Mantua (como venganza por haber violado a Gilda, su virgen hija). Lo interpreta un bajo que, de preferencia, debe medir por lo menos 1.88 y tener imponente voz acerada.

Salvo por el elemento sonoro, nunca una gata ha tenido nombre más adecuado. Sparafucile es una eficientísima máquina de matar. Cruel y despiadada. En el patio interior de mi casa han aparecido cadáveres de ardillas, alacranes, palomas, lagartijas, tlacuaches y ratas.

 

El día se extiende. Son las 10:52. Escribo en la cama. Sparafucile duerme encima de la toalla que le pongo en la banca que está afuera, bajo la ventana de mi cuarto. Noche de muchas estrellas y animales inquietos. Sonidos de movimiento y de angustia, de amenaza y de miedo. Noche fría de luna chica.

No tengo planes para Navidad. No tengo planes para Año Nuevo.

Mi refrigerador ruidoso sin comida. Sólo leche, jengibre y huevo. Mañana temprano echaré las tres cosas en una licuadora. Mi desayuno.

El jengibre es afrodisiaco. Comerlo en la noche me hace querer ir a la Ciudad de México. Me subo a mi coche, un sucio Tsuru 1995 verde oscuro con asientos café claro. Tengo tres opciones para llegar a la capital. La elección de la carretera resulta muy importante: determina a cuál de las tres mujeres voy a visitar.

 

Sparafucile se niega a comer jengibre; con obstinación lo rechaza. Le doy croquetas, atún o sardinas. Si le doy sardinas es porque voy a abandonarla. Las huele y salta a la rama más baja del tabachín. Ahí espera, paciente, decidida a que bajen los pájaros a la fuente por agua. Sabe que los pájaros me gustan mucho. Que los pájaros pueden cantar. Que me gusta escucharlos.

Sparafucile los mata para vengarse de mí. Desde su rama los observa beber agua en la fuente. Los observa ir y venir. Nunca se precipita. Su paciencia es incansable y estrictas sus exigencias. No ataca a pájaros débiles, enfermos, torpes o demasiado pequeños. Busca a los plenos, a los de alas poderosas y elásticos cuerpos. Que suelen ser los más cantarines, de colorido canto alegre y acrobático. Sparafucile salta de su rama hacia la fuente y derriba en el aire, de un zarpazo, a algún pájaro hermoso. Inmediatamente le desgarra las alas. Evita los picotazos. Le permite arrastrarse —ilusionarse con la idea de libertad—, para después saltar encima y seguirle desgarrando las alas.

—MIAUU-MIAUU-MIAUU.

“¡Mírate, sin alas eres tan vulgar como una rata!”.

Sparafucile cela que yo admire el canto de los pájaros. Les envidia su poder de volar y existir en una atmósfera que para ella, a pesar de su pasmosa agilidad, resulta inalcanzable.

Si los pájaros son rojos, Sparafucile, cosa insólita, olvida la sutileza de su naturaleza verdiana. Todo lo que la distingue desaparece. Pierde precisión, inteligencia y elegancia. El odio la desborda y alcanza la obscenidad del Puccini más vulgar: el de Tosca y el de Scarpia.

 

Me encanta dejar en la mesita el vaso medio lleno de té de jengibre durante la noche y, ya frío, ser lo primero que beba al despertar por la mañana. Su sabor es el contacto inaugural que tengo con la realidad de un nuevo día tras la fantástica ausencia del sueño. Sabor picante, un poco amargo. El jengibre me enciende instantáneamente los nervios. En los días de jengibre estoy en constante estado de alerta.

 

La mañana se ha hecho vieja. Es casi mediodía. Miércoles. 23 de diciembre. Salgo de mi cuarto. Sparafucile toma el sol en el patio. Me observa sin moverse.

—MIAU-MIAU.

“Hasta que por fin se te ocurre salir y pensar en mí”.

 

Y luego me cuenta el drama de su existencia.

 

—MIAUUUU-MIAAAU-MIIIIIIIAUU-MIAU-MI-MIA-MIAUU-MIAUUUMIAUU.

“¡Me persiguió el gato feo! Y luego tuve que atacar al gato dorado porque se quería meter a la casa. Salió el tlacuache grande, con la boca llena de cáscaras de huevo de gallina y aguacates. Y maté cuatro lagartijas; una me mordió la pierna. Y ¿ves estas espinas? Tuve que correr porque el perro negro se me lanzó encima. Después pasé por los arbustos que atacan, y mira, tú dormido, como siempre. ¡No me quieres, no te importo y nunca me extrañas!”.

En dos ocasiones he visto a Sparafucile matar pájaros rojos. La primera vez cierta mañana saltó de la terraza hacia el patio: mordió el cuello de su presa a seis metros de altura, se las arregló en plena caída, con el ave en la boca, para amortiguar el golpe con la rama de un árbol y sólo torcerse un tobillo en el aterrizaje. En la segunda descubrió el árbol donde el pájaro rojo dormía y, durante la madrugada, subió por el tronco, rápida y silenciosa como una serpiente.

A los dos los mató de la misma manera. Los conservó vivos durante casi cuatro horas. Les arrancó pedazos muy pequeños, cada diez o quince minutos, de la cabeza, del abdomen y de las patas. Los dejaba arrastrarse, con las alas inútiles, y caía sobre ellos una y otra vez hasta que, al borde de la muerte, los llevó a la fuente y les abrió el cuello con las garras. El pájaro rojo de la mañana murió ahogado y el de la noche por falta de sangre. El agua de la fuente se pintó del color de las cerezas.

La flor del jengibre es roja.

El jengibre me provoca sueños inquietantes. En uno de ellos Sparafucile regresa a la casa ciega, sin ojos; vacías las dos cuencas. En otro estoy en un barco con una amante del pasado, en medio de bloques de hielo, mientras arriba de nosotros, atravesando un cielo blanco, aviones de combate comienzan a bombardear la Ciudad de México.

A la Ciudad de México voy cuando me aburro. Nepantla es el último pueblo del Estado de México antes de llegar a Morelos por la carretera Chalco-Cuautla. Aquí la gente se dedica a criar caballos y a sacar calabazas
de la tierra.

 

 

A veces mi cuerpo se rebela al jengibre. Cuando trago un pedazo grande siento un dolor agudo en la boca del estómago. Una horrible sensación de cerrazón, de que mis entrañas no van a abrirse. Escurre sudor frío por el nacimiento de mis cabellos. Instantes de íntima asfixia. Vísceras enroscadas. Dura tan sólo unos instantes. Luego, el alivio de la apertura. El jengibre cae; encuentra el estómago. Mi cuerpo procesa su fuego. Estos días de jengibre son muy sensuales.

 

Se ha hecho de noche. 23 de diciembre. Té de jengibre muy caliente. Estoy desnudo en una silla del patio, al lado de la fuente. Sparafucile sigue conmigo. La luna pálida; el viento tibio.

No recuerdo cuándo fue la última vez que escuché a Brahms o a Ricardo Castro, a Pierre Schaeffer o a Manuel Enríquez. Me ha faltado espíritu. Y sobrado tiempo, que gasto en dormir (los sueños siempre han sido demasiado importantes para mí). En comer poco, en escribir algo, en casi no hablar (sólo por teléfono con mi mamá).

Necesito un orgasmo. Darlo. Me hace sentir vivo hacer que una mujer se venga en mi boca. Requiero de la ciudad para eso. Ahí viven las tres. Tres mujeres. Tres mujeres a las que puedo llamar a las 10:00 de la noche y dos horas después visitarlas “para beber algo”. Porque el alcohol resulta muy importante. Nos libra de compromisos. El alcohol me permite ni siquiera comprometerme en ser efímero amante. Y a ellas les proporciona el placer de un orgasmo sin comprometerse a ser penetradas. Soy su amigo del campo, salvaje y tostado, con el que a veces beben demasiado y a quien se le hace muy tarde y no tiene en dónde quedarse. Y así será el juego hasta que su patetismo nos canse.

Tres mujeres. Edurne, Amelia y Cristina. Tres mujeres. Tres mujeres.

Sparafucile está arriba de mis piernas. Ronronea. Pongo una toalla sobre mi piel desnuda para que no me lastime con su regocijo de sacar y meter las garras sobre mis muslos. Me habla.

—MIAU-MIAU.

“Sé que estás pensando en irte para cubrirte con esos densos olores a sal. Regresarás en dos días. Cansado, más flaco. Los ojos rojos y sin ánimo. ¡No me quieres y nunca me extrañas!”.

Sparafucile ya no puede entender por qué debo irme. Por qué debo tener sexo con mujeres que no quiero. Y no lo entiende porque la llevé a operar. ¿Y para qué la llevé a operar si no pensaba cuidarla y estar seriamente con ella? Tiene razón en reclamar tanto. He sido un mal humano para ella.

Es Navidad. Las casas de Nepantla tienen árboles y luces. Excepto la mía. El té de jengibre se ha enfriado.

¿Edurne, Amelia o Cristina?

 

Edurne. Coyoacán. Carreteras seguras y caras. Cuautla-Oaxtepec-Tepoztlán-Cuernavaca-Tlalpan. Ginebra con quina y jengibre. Hablar sobre su futuro como economista en París o en Londres. Lo ha planeado desde que tiene veintitrés años. Lleva ocho años en el DF con la idea de que en México está fracasando. De que en otro lugar, en otro país, en otra ciudad, podría ser más exitosa, más popular, más guapa. Pero es una mujer de besos alegres. Una única vez me preguntó: “¿Qué significa esto para ti?”. Le respondí: “Somos amigos que a veces se acuestan, ¿no? Me gustaría serlo en lo que te vas a Europa, que seguro será pronto, ¿no?”. Estuvo de acuerdo.

En Nepantla escribo crónicas sobre mi vida desde el entendido (se lo leí a D. H. Lawrence) de que represento los sueños prohibidos de mi abuela. Su sueño privado fue ser cantante de ópera… y yo escribo sobre música. Ahora se debilita en soledad. Dos mujeres la cuidan día y noche porque se le olvidan las cosas y reacciona violentamente a la falta de memoria. Fue buena abuela. A veces pienso mucho en ella. Pero mis problemas (si representan lo que soñó en secreto, ¿entonces en el fondo es su culpa?) me tienen triste en el campo y la he abandonado.

 

Amelia. Cercanías del aeropuerto. Carreteras baratas e inseguras. Cuautla-Amecameca-Chalco-Ignacio Zaragoza. Hablar sobre Ryan Adams y Sufjan Stevens. Sobre nuestros días de alumnos maristas. Sobre cómo ella, en el amor, siempre siente que pierde. Mezcal, sal de gusano y jengibre en vez de naranjas. Nos gusta quitarnos líquidos del cuerpo a lengüetazos. Se ríe a carcajadas cuando se viene. Le hago café cuando despierta. Nunca ha preguntado nada.

Voy a la cocina. Sparafucile me sigue como perrito faldero, tan cerca de mis pies que a veces me es imposible no patearla. Corto una raíz gorda de jengibre en diez pedazos. Me meto tres a la boca. El resto lo echo en la bolsa de mi pantalón. Le doy sardinas para que coma. El manjar que representa mi huida. Mi huida que la hace querer matar pájaros rojos.

 

Cristina. Xochimilco. Carreteras gratuitas e inseguras. Tepetlixpa-Juchitepec-Chuijingo-Milpa Alta. Hablar sobre pintores muertos, sobre diseño de sillas y ropa. Sobre la naturaleza del deseo. Vino rojo. Cristina odia el jengibre. Dice que le produce náuseas. Es tierna de una manera desesperada. Su cuerpo le pide un hijo. Tiene treinta y cinco. Pretende aparentar que su corazón es de fierro. Sufre. La última vez que la vi me prometí nunca más volver a verla. Pero su boca es extraordinariamente complaciente con mi cuerpo.

 

No quise pasar Navidad con mi mamá. No tengo nada que darle para hacerla sentir orgullosa. Tendría que mentir. Por ahora prefiero la distancia. La campana de la iglesia de Nepantla convoca a la última misa de
la noche. Los grillos hacen mucho ruido.

Sparafucile ha visto que algo se movió sobre la barda. Corre a la jardinera y se trepa a un árbol. De ahí brinca a la barda. Salta de vuelta a la jardinera con una lagartija en la boca. Maullidos raros, agudos e incompletos.

—MIAUUU-MIAAAU-MIAU.

“Mira, yo también trabajo por nuestra casa. Traigo comida; no creas que te necesito”.

Y le arranca un pedazo de cola a la lagartija. Cargo a Sparafucile. La lagartija corre. Su cola se mueve sola en el piso. Meto a Sparafucile en su pequeña jaula o casita de viaje.

Mi vida, a los veintiséis años, está increada. La solidez de la escritura es una fantasía. Dentro de mí, todo lo que importa está suelto. Evito las responsabilidades. La del amor. La de mi obra. La de mi familia. La de mi gatita. El jengibre es mi única constante.

Mi Tsuru 1995. Sparafucile odia las carreteras. Llora, se queja y termina por dormirse de malas.

En las calles de Nepantla se cantan villancicos.

 

Llegamos a la playa sin problemas. Las 7:00 de la mañana. Es jueves 24 de diciembre. El condominio de mis tíos en el que pasé los veranos de mi infancia. Un departamento en el piso trece con vista a la bahía. Sparafucile no quiere salir de su jaula. Se queda ahí, asustada.

 

Yo duermo siete horas. Sueño con elevadores. Cuando despierto, Sparafucile camina lentamente sobre el barandal del balcón, a noventa metros de altura. Está excitada: porque domina kilómetros con la vista; porque huele a peces; porque nunca antes ha visto el mar; porque vuelan muchos pájaros y porque tanto calor es una novedad para sus nervios.

Bajo a la playa con Sparafucile en brazos. Las 4:00 de la tarde. Nos quedan dos horas de sol. Pongo la sombrilla. Me acuesto sobre una tumbona. Para Sparafucile pido atún. Para mí, coco con ginebra. El mesero sonríe. Un hombre viejo con aspecto de perico. Sparafucile se acerca al mar muy lentamente. Camina hacia él y cuando la marea sube da un pequeño salto hacia atrás. Imita el comportamiento del agua.

Cerca de nosotros, cuatro ancianos —tres hombres y una mujer— se entretienen con un juego extraño. Avientan una bola pequeña. Luego cada uno lanza dos bolas más grandes con la intención, supongo, de dejarlas lo más cerca posible de la primera. Cuatro bolas verdes y cuatro bolas rojas. Dos equipos. Hablan húngaro. Dos lancheros los observan atentos. El anciano más grueso sonríe antes de tirar; cuando ve el resultado, amarga el gesto. Lo hace una y otra vez. Resulta gracioso que se tome el juego tan en serio.

Estoy contento. La bahía tranquila. Pocos barcos. Olas bajas. Esta playa privada de mi infancia se encuentra casi vacía. Aquí pasé Navidades y Años Nuevos. Aquí construí con mi mamá fortalezas en la arena. Aquí nadé con mi papá hasta las boyas. En la playa podía dormirme hasta tarde. En la playa vi por primera vez, sin querer, los senos de una mujer, de mi prima.

Llegan el atún y el coco con ginebra. Muy cerca de nosotros un vendedor sopla burbujas. Decenas cruzan el aire y brillan bajo el sol como bolitas de cristal. Me meto cuatro pedazos de jengibre a la boca. Los trituro con los dientes y escupo los pedacitos en el coco. Con jengibre, la ginebra es más refrescante. Sparafucile maúlla y comienza a brincar para pinchar las burbujas con sus garras.

Estos días de jengibre me atraviesan cargados de recuerdos y llenos de dudas.


* Esta crónica formará parte del libro Días de jengibre (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2018)