Opción 183, Septiembre 2014.


Un juego de lectura de El proceso a partir de Deleuze y el estructuralismo

Franz Kafka se había propuesto escribir una máquina. Comenzó con una sola palabra. Esta palabra fue seguida de otra, y puesta tras otra. Las palabras formaban líneas y líneas. Renglones que se acumulaban uno tras otro, formando un párrafo. La idea se construía así, y de esta idea surgía otra, y otra. A estas ideas se les podía agrupar en bloques aún más grandes, formando capítulos. Al terminar un capítulo se comenzaba otro y otro, y los bloques iban formando un bloque cada vez más grande en una serie continua. Eran engranajes, piezas individuales que se unían y creaban movimiento, el cual servía para mover una pieza, que a su vez pertenecía a otro conjunto de engranajes. Siguiendo la línea de movimientos, un mecanismo llevaba a otro, y este otro a otro, de pieza en pieza y de conjunto en conjunto. Y se volvía a la misma pieza del comienzo, que a su vez llevaba a otra pieza que no había sido observada previamente, pero que siempre estuvo ahí, contribuyendo a mantener un movimiento. Este movimiento tendría que ser regido por una ley. Esta ley regía el movimiento de cada pieza, pero ninguna era precursora del movimiento de las demás, y las posibilidades de causa y efecto eran infinitas y, al mismo tiempo, imposibles de rastrear.

La máquina, titulada El proceso,1 había caído en manos de un lector. Esta máquina lo había hecho imaginar pasillos, entradas y puertas en línea recta. El lector se sentía atrapado por un aplazamiento constante. Se trataba de un movimiento que no lograba descifrar. Debía encontrar la clave de aquel movimiento, la pieza que lo generaba. Para ello, debería comprender el funcionamiento de una estructura, o más bien, la estructuralidad de la estructura. El lector se levantó, salió de su habitación, caminó por el pasillo y entró a la siguiente habitación. De la mesa tomó un texto: “¿En qué se reconoce el estructuralismo?”. El lector comenzó a recorrer uno por uno los criterios propuestos por Deleuze.2 La estructura, al no tener relación extrínseca con algo real, ni intrínseca con algo imaginario, es simbólica. Por ello, los elementos de una estructura “no tienen más que sentido: un sentido que es necesaria y únicamente de ‘posición’” (p. 227). Estos lugares son propiamente topológicos y, por lo tanto, priman sobre quien los ocupa: “los lugares de un espacio puramente estructural son anteriores a las cosas y a los seres reales que vendrían a ocuparlos y anteriores a los roles y acontecimientos, siempre algo imaginarios, que aparecen necesariamente en cuanto estos lugares se ocupan” (p. 227). Por ello, los elementos adquieren una función determinada, que se establece a partir de la relación mutua con otros lugares y sus funciones, es decir, que los elementos se determinan recíprocamente en su relación.

Pero ¿cómo se crean estas relaciones?, pues “una estructura no se pone en marcha, no se anima más que si le restituimos su otra mitad” (p. 237). Deleuze establece que los elementos que ocupan aquellos lugares están organizados en serie, pero además, “en cuanto tales, se relacionan con otra serie, constituida por otros elementos simbólicos y otras relaciones” (p. 237). Este es el quinto criterio, lo serial. Siempre hay dos series, de cuya relación derivan los desplazamientos de los elementos ocupados por los lugares de cada una. Pero además, para que ocurran este movimiento y esta relación, se necesita de un objeto que recorra ambas series, lo que Deleuze denomina “la casilla vacía”: “Este objeto está siempre presente en las series correspondientes, las recorre y se cuela en ellas, no deja de circular por ellas, de una a otra, con una extraordinaria agilidad” (p. 240). Lo que permite el ágil desplazamiento de este objeto es su cualidad de estar fuera y dentro de la estructura a la vez, pues, como lo especifica Lacan (citado por Deleuze), “está siempre desplazado respecto de sí mismo. Tiene como propiedad el no estar allí donde se le busca, pero también ser hallado allí donde no está” (p. 241). No es real ni imaginario, es simbólico: “Sólo tiene la identidad de faltar a su identidad, sólo tiene el lugar de lo que se desplaza con respecto a cualquier lugar” (p. 241).

Waldomiro Mugrelise, Opción 190, 2015.

Waldomiro Mugrelise, Opción 190, 2015.

Las series y las posiciones, todo eso lo había percibido el lector en El proceso. Comprender que se trata de un desplazamiento entre dos series era quizás la pieza que le faltaba para entender la dirección de aquello que había percibido como un aplazamiento. Y, en ese caso, la clave sería la casilla vacía de la que hablaba Deleuze. El lector se levantó y abrió la puerta que llevaba a la habitación contigua. Dentro, un estante, y en la esquina superior el texto que buscaba: Ante la ley, de Derrida.3 El lector notó que las relaciones de las que se ocupa Derrida transgreden el ámbito de los personajes para dirigirse a una relación entre un lector que se enfrenta a un texto, a Ante la ley. El lector se enfrentaba a otro lector, o quizás a él mismo, al explorar este texto. Derrida señala algunas características respecto a la ley que permitieron al lector establecer una posible relación con la casilla vacía: “Para estar investida de su autoridad categórica, la ley debe ser sin historia, sin génesis, sin derivación posible. Tal sería la ley de la ley” (p. 6). La ley no tiene origen, no es real y, sin embargo, tampoco es imaginaria, sino simbólica, pues está y a la vez no. En el cuento de Kafka, el campesino pregunta por la ley, pero no sabemos qué es esa ley, nunca la vemos y, sin embargo, no dudamos que esté ahí, delante, abierta y a la vez inaccesible. Derrida señala la importancia de la preposición “ante”, y lo que ésta significa en cuanto a la relación del sujeto y la ley: “…mantenerse ante la ley, comparecer ante ella es someterse a ella, respetarla, con mayor motivo porque el respeto mantiene distancia, mantiene en el otro lado, prohibiendo contacto o penetración” (p. 12). Tenemos, pues, una posición que, siguiendo el pensamiento de Deleuze, prima sobre el sujeto, incluso de manera involuntaria. El campesino llega, y por el simple hecho de encontrarse ante, asume la función de ser el que se somete y respeta. Pero ¿es realmente la ley la casilla vacía? Sin duda, el campesino busca a la ley, pero ¿por qué?, ¿cuál es su motivo?, ¿qué es lo que subyace en esta búsqueda? El lector podía ampliar las posiciones propuestas por Derrida a El proceso, sustituyendo la pieza del campesino por la de K., quien también comparecía ante la ley, pero no la encontraba, y seguía buscando, de cuarto en cuarto y de bloque en bloque. Pero, ¿qué motivaba esta búsqueda? La interrogante seguía ahí, palpitando. El lector seguía buscando aquella clave, aquella ley del movimiento.

Movido por el deseo, el lector decidió recurrir a otro texto, la obra titulada Kafka: Por una literatura menor, de Deleuze y Guattari.4 Había pensado que, al contener el pensamiento de Deleuze, probablemente también encontraría respuestas respecto a la estructura, algo que le ayudara a comprender aquel movimiento. Estos autores de nuevo hablaban ampliamente de la ley, y señalaban, al igual que Derrida, aquella cualidad de la no presencia: “Los textos célebres de El proceso […] presentan la ley como pura forma vacía y sin contenido, cuyo objeto permanece incognoscible” (p. 66). La ley es incognoscible y, por ello, no puede ser trascendental, como otros autores lo habrían señalado. Al carecer de toda interioridad, la ley no es trascendente, sino incognoscible, pues se desplaza infinitamente. K. recorre pasillos, de puerta en puerta, de jurado en oficina, y la ley siempre está en la siguiente puerta, al lado, constantemente desplazándose. ¿Y qué es aquello que lo motiva a buscar?, ¿por qué todos parecen formar parte de este sistema? Las mujeres como Leni, los niños, el pintor Titorelli, e incluso el capellán de la prisión, todos parecen estar involucrados, y, para Deleuze y Guattari, la respuesta a estas interrogantes es el deseo. Lo que motiva a K. a buscar es aquel deseo. Sin duda, cabría la tentación de emparentarlo con lo sexual, por ejemplo, respecto a las relaciones que K. establece con las mujeres, todas similares, que aparecen en serie. Pero si bien sí existe este tipo de manifestación del deseo en la obra, Deleuze y Guattari señalan que se trata de una pulsión mucho más pura, una fuerza que es en sí, sólo el deseo, y no el deseo de algo: “Sería un error sin duda considerar en este caso el deseo como un deseo de poder, un deseo de reprimir o incluso de ser reprimido, un deseo sádico y un deseo masoquista. No era esa la idea de Kafka. No hay un deseo de poder, el poder es deseo” (p. 81). Para Deleuze y Guattari, mientras la ley es incognoscible, el deseo por otro lado prolifera: “ahí donde se creía que había ley, de hecho sólo hay deseo y sólo deseo” (74). Y ahí donde encontramos este deseo, aquello a lo que K. cree acercarse no es la ley, sino la justicia, pues la justicia está dotada de un carácter propiamente deseable, ligado al poder, siendo aquello que puede palparse, ya sea en la culpabilidad o en el castigo, cuyos límites quizás no existen: “La justicia es este continuo del deseo, con límites móviles siempre desplazados” (p. 77). El desplazamiento de nuevo aparece como una clave, pensó el lector. En El proceso, se trata sólo en apariencia de un proceso continuo, pero éste siempre deriva, se desplaza, prolifera en series aisladas, sin relación aparente. Es la máquina y su red de entradas, de engranajes, que llevan siempre a otros lugares, que desplazan al sujeto, un sujeto que se pierde, de puerta en puerta y de clave en clave, un lector que cree haber encontrado una respuesta o una sentencia, sin estar consciente de que él mismo ha sido desplazado, diseminado. Así es el espacio en El proceso, largos corredores, con puertas que dan lugar a habitaciones, en las que siempre hay otra puerta que lleva a otro lugar. Es así como Deleuze y Guattari describen aquella arquitectura imposible. Por un lado, tenemos una serie vertical, una jerarquía, expresada en la aparentemente interminable línea de sucesión de poder del jurado. Pero esta jerarquía también se expresa en aquellos pasillos lineares. Por otro lado, tenemos estas puertas contiguas, donde, para Deleuze y Guattari, se encuentra el poder, pues “la contigüidad de las oficinas y la segmentaridad del poder reemplazan la jerarquía de las instancias y la permanencia del soberano” (p. 76). Es decir, que mientras existe una jerarquía interminable, como la de los miembros del jurado, ésta es reemplazada por la segmentaridad, por el aplazamiento. El lector pensó que había encontrado la respuesta para proponer las dos series y el objeto de la casilla vacía. Deleuze y Guattari proponían en esencia la existencia de dos series o al menos dos instancias, la jerarquía y el aplazamiento, donde los elementos del poder, la justicia, la culpabilidad y el castigo se desplazan de una a otra serie. El lector estaba decidido a encontrar la clave de este movimiento.

Waldomiro Mugrelise, Opción 190, 2015.

Waldomiro Mugrelise, Opción 190, 2015.

El lector pensó que la manera más fácil de concretar su propuesta acerca de las dos series sería centrándose en un capítulo de El proceso, pues le parecía que los capítulos eran bloques con cierta autonomía estructural. Uno que le había llamado particularmente la atención era el quinto, titulado “El apaleador”. Comenzó leyendo: “Una de las tardes siguientes, cuando K. atravesaba el corredor que separaba su despacho de la escalera principal…” (p. 140). Aquí está, pensó el lector, la puerta separada en un corredor, y continuó: “…oyó que suspiraban detrás de una puerta, tras la cual siempre había sospechado que había sólo un cuarto trasero”. Se trata de la habitación contigua, aquella puerta que reemplaza la jerarquía y que permite la presencia de lo segmentario. Y entonces K. “quiso coger a uno de los ordenanzas, quizás se podía necesitar un testigo, pero luego fue presa de una curiosidad tan insaciable que abrió la puerta casi con violencia”. Esta curiosidad insaciable expresa el deseo, es decir, que lo que le empuja a buscar dentro de estas puertas contiguas es, como lo señalaban Deleuze y Guattari, el deseo. El lector se daba cuenta de que, efectivamente, estos elementos estaban presentes en muchas de las escenas de El proceso. Y en este cuarto trasero “…había tres hombres, agachados en la baja habitación”. K. les pregunta quiénes son, y uno de ellos responde: “¡Señor! Nos van a apalear porque te has quejado de nosotros al juez de instrucción” (p. 141). K. entonces se da cuenta de que se trata de los guardianes que lo habían arrestado en su casa en el primer capítulo. El lector había notado que en este capítulo parecía haber dos posiciones representadas: por un lado, la del culpado, en este caso ocupada por los tres hombres, y por otro lado, el que culpa, ocupada por K. Se trataba entonces de una inversión, pues en el primer capítulo K. es el culpado, mientras que los otros ejercen el papel de los que lo culpan. Pero, además, hay una tercera posición, que es la del que ejerce el castigo, el apaleador en este caso. En El proceso, el castigo siempre es ejercido por un agente tercero, un empleado de la ley que sigue órdenes superiores (finalmente K. muere a manos de estos personajes). Existen en todos los casos tres posiciones: el que culpa, el que es culpado, y el que ejerce el castigo o la orden (en este caso el apaleador y, en el primer capítulo, el inspector que hace oficial el estado de arresto). Pero hay otro elemento importante, pensó el lector, y es que en ambas escenas el castigo se ha ejecutado en el cuarto de al lado, en una habitación contigua. En ambos casos, se pueden percibir, por lo tanto, dos series. La primera es la serie de la justicia, ubicada siempre de manera jerárquica, en una de las habitaciones pertenecientes a un conjunto mayor; esta serie se refiere al aplazamiento, a la estratificación aparentemente infinita en una serie burocrática. Por otro lado, existe la serie del poder, donde se ejerce el castigo, que siempre ocurre en lo subterráneo, en las habitaciones contiguas. Deleuze y Guattari atribuyen esto a que “[e]l poder no es piramidal, como la ley quisiera que lo creyéramos, es segmentario y lineal, procede por contigüidad y no por altura y lejanía” (p. 81). Es por ello que el poder se encuentra siempre en la habitación contigua, pensó el lector. La arquitectura en El proceso refleja estos dos espacios, dos series relacionadas entre sí: “Es por eso que los dos estados de arquitectura tienen una coexistencia esencial, que Kafka describe en la mayoría de sus textos: los dos estados funcionan uno dentro del otro. Estratificación de la jerarquía celeste y contigüidad de las oficinas casi subterráneas” (p. 109). Sin embargo, el lector había notado algo más, y es que los únicos papeles que se invierten de una serie a otra son el de K., que ahora es el que acusa, y el de los guardias, que ahora son los acusados. En ambos casos, el papel del que ejerce el castigo, del que concluye, sólo en apariencia, el proceso, es siempre un tercero. El poder es invariable y siempre se ejerce, es lo único que se concreta, pues no procede a partir de una jerarquía.

Waldomiro Mugrelise, Opción 190, 2015.

Waldomiro Mugrelise, Opción 190, 2015.

Se trata de aquel remplazo del que hablaban Deleuze y Guattari, de aquella inversión en la que el poder inscrito en la contigüidad sustituye la jerarquía de las instancias. Y a este poder se llegó a partir del deseo, de esa curiosidad insaciable que K. sintió al ver la puerta a la habitación trasera: “el deseo que alguien tiene del poder es sólo la fascinación ante sus engranajes, sus ganas de poner a funcionar algunos de estos engranajes” (p. 81). Sin embargo, sigue existiendo ese tercero invariable, que no se invierte, cuyo papel, sin importar quién lo ocupe, sigue siendo el de ejecutar una orden que proviene de estamentos superiores. Es decir, que aun en estas habitaciones contiguas, la jerarquía del sistema de justicia sigue ejerciendo su voluntad. La ley incognoscible de la que hablan Deleuze y Guattari sigue estando ahí y, al ser vacía, no puede enunciarse sino en una sentencia y la sentencia no puede conocerse sino en el castigo (p. 66). El castigo, el ejercicio del poder, no sólo no escapa de aquella jerarquía, sino que proviene de ahí. K. aprende durante su proceso que aquellas puertas contiguas, que parecían ser una salida, no son sino el aplazamiento, aquel movimiento regido por la ley. El lector recordó el capítulo en el que K. está en el departamento del pintor, que le señala una salida; al mirar a través de ella, se asombra y pregunta: “¿Qué es esto?”, a lo que el pintor responde: “¿De qué se asombra? […] Son las oficinas del tribunal…” (p. 204).

El lector se encontraba perdido. Él mismo había atravesado una puerta contigua, que lo llevó a otras entradas, puestas en línea. Creía haber hallado un sistema de posiciones que se invertía según la serie, movimiento impulsado por el deseo. Sin embargo, este sistema de inversiones fallaba, puesto que, esencialmente, la ley seguía estando ahí. El reemplazo de lo jerárquico por lo contiguo era sólo aparente y, por lo tanto, resultaba imposible proponer estas dos series como base para una estructura. A pesar de su confusión, ahora le resultaba claro que si existía en este sistema una casilla vacía, tenía que ser la ley. Tenía que serlo, pues coincidía con las definiciones de Deleuze, de aquello que está pero a la vez no, y que sólo puede palparse de manera indirecta, en este caso a partir del castigo y de la justicia. Tras su fallido intento de sistematizar la máquina de la escritura, de querer darle un centro, decidió recurrir de nuevo a Deleuze y Guattari. Y entonces, comprendió que él mismo había sido como el campesino ante la ley, que creyó que la ley era algo palpable, algo que se podía buscar y encontrar, al igual que K., quien descubre que las salidas son sólo entradas a más bloques, a una continuidad y un desplazamiento permanente. Porque el único movimiento que existe en la estructura de El proceso, es el del desmantelamiento. Para Deleuze y Guattari, el que las salidas sean entradas, el que otro lugar te lleve al punto de partida, significa que en realidad el movimiento es sólo aparente; sin embargo, agregan que “[m]ovimiento aparente no significa en lo absoluto una máscara bajo la cual se escondería otra cosa. El movimiento aparente indica más bien puntos de destornillamiento, de desmontaje que deben guiar la experimentación para mostrar los movimientos moleculares y los dispositivos maquínicos cuyo resultado global de hecho es ‘lo aparente’” (p. 72). El desmontaje es una cualidad de la ley, como esta casilla vacía que permite un movimiento sólo en apariencia, pues “la forma de la ley en general es inseparable de una máquina abstracta autodestructiva, que no se puede desarrollar concretamente” (p. 73). Y este desmontaje reside precisamente en lo desplazado, en aquella jerarquía infinita que sólo en apariencia es reemplazada por lo contiguo, pues “consiste en prolongar, en acelerar todo un movimiento que ya está atravesando el campo social: actúa en lo virtual, que ya es real sin ser actual” (p. 73). Lo virtual es, para Deleuze, otro criterio de reconocimiento de la estructura. La estructura de esta máquina permite un juego infinito dentro de un campo finito. Es aquella estructura a la que alude Derrida en La escritura y la diferencia:5 “todavía hoy una estructura privada de todo centro representa lo impensable mismo” (p. 384). Aquí no se trata de un centro que ordena, sino de un centro que desmantela, que se descentraliza a sí mismo, un no-centro: “del centro puede decirse, paradójicamente, que está dentro de la estructura y fuera de la estructura” (p. 385). Este no-centro es la ley, la casilla vacía, la ausencia que permite el movimiento y el desplazamiento infinito. Derrida coincide con Deleuze y Guattari al decir que “[l]a ausencia de un significado trascendental extiende hasta el infinito el campo y el juego de la significación” (p. 385). La no trascendencia de la ley, su cualidad de lo incognoscible, imposibilitan la existencia de una estructura cerrada y centrada. Por lo tanto, no hay salida. La ley no tiene una clave porque no tiene origen, no tiene autor ni sujetos. Es en sí misma y para sí misma. El movimiento de la máquina siempre lleva a otra pieza, de engranaje en engranaje. Es la posibilidad del movimiento. Pero este movimiento resulta imposible, porque deriva y retrocede en sí mismo. La ley que lo rige es una ley imposible, es la imposibilidad de la posibilidad. El lector se paró, cruzó la habitación y llegó a una puerta, la abrió, cruzó el umbral, y estaba de nuevo en su habitación. Ahí estaba El proceso, aquella máquina que él había pretendido desmantelar, sin darse cuenta de que él mismo se había sometido, había sido desplazado, había sido diseminado. Éste había sido su deseo y su culpa.

 

Waldomiro Mugrelise, Opción 190, 2015.

Waldomiro Mugrelise, Opción 190, 2015.


1 Franz Kafka, El proceso, trad. Isabel Hernández, 4a ed., Madrid, Ediciones Cátedra, 1999.

2 Gilles Deleuze, “¿En qué se reconoce el estructuralismo?”, en La isla desierta y otros textos. Textos y conferencias (1953-1974), Valencia, Pre-Textos, 2005.

3 Jacques Derrida, Ante la ley [sin fecha]. [http://es.scribd.com/doc/21704279/DerridaJacques-Ante-La-Ley] Consultado el 7 de junio de 2014.

4 Gilles Deleuze y Félix Guattari, Kafka, por una literatura menor, 2a. ed., trad. Jorge Aguilar Mora, México, Ediciones Era, 1983.

5 Jacques Derrida, “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”, en La escritura y la diferencia, trad. Patricio Peñalver, Barcelona, Proyecto
A Ediciones, 1997.