Opción 108, Mayo 2001.


La casualidad llega y actúa silenciosa, discreta y efectivamente. Así lo hizo con él. El solo hecho de estar en ese lugar y en ese momento bastó para iniciar todo. Esto es lo que cuentan: un hombre bastante normal se dirige al estacionamiento subterráneo del supermercado de su preferencia con los artículos recién comprados. Llega hasta su auto, un compacto alemán, lo aborda, y a punto de salir del estacionamiento irrumpe la casualidad: una camioneta lujosa, nueva, avanza con urgencia por el estacionamiento. Cuando el hombre del compacto alemán nota esta circunstancia, la camioneta embiste su auto con tal fuerza que lo impulsa y lo arrincona, dejándolo atrapado y semidestruido. Casi de la nada, aparecen otros autos no menos lujosos que la camioneta; de éstos surgen hombres de trajes oscuros que someten y conducen a sus autos a los hombres de la camioneta con un ejemplar despliegue de violencia física y verbal.

Ante el visible triunfo de los trajeados que ahora transportan a un lugar indefinido a sus presas, nadie parece reparar en el hombre del compacto alemán: ha quedado atrapado en los restos de su auto que está asegurado entre un muro del estacionamiento y la camioneta recién abandonada. Los curiosos se materializan y uno de ellos advierte a los demás sobre la condición del lesionado; dan aviso a los servicios médicos de urgencias, mismos que se presentan casi al momento, y al gerente del supermercado. Éste sorprende a los rescatistas al notificarles que debido a la importancia del supermercado no puede, desafortunadamente no puedo, discúlpenme, permitir a esta hora el tumultoso rescate del herido, y se escandaliza ante la sugerencia de un traslado de emergencia a un hospital por medio de un helicóptero, el cual debe de aterrizar en el estacionamiento del techo del supermercado. Las razones, dice, se preocupará a la clientela, por favor, y se dejará de brindar el servicio que el público merece, y ustedes saben que en estos tiempos la competencia es reñida y no podemos dar margen a pérdida alguna. La cordura cede de repente y un rescatista planea “acondicionar” lo más posible la chatarra donde se encuentra el hombre lesionado para que sobreviva unas horas más y después, una vez cerrado el supermercado, el rescate se realice normalmente. La propuesta es acogida con agrado, me parece más congruente con lo que les he dicho, señores, y comprendo que hagan su trabajo, pero entiendan que yo también realizo el mío, así que los del equipo de rescate, con la promesa de ser recompensados por su prudencia y comprensión, esperan a que el supermercado haga su cierre. Mientras tanto se han dispuesto, por parte del gerente, los recursos necesarios para atender al paciente que deberá esperar un poco para ser atendido en un hospital; así, y aquí cabe un justo reconocimiento al supermercado, el hombre es abastecido con sábanas y cortinas (por aquello de la privacía) del departamento de blancos; de sueros, jeringas, mangueras, tubitos y medicamentos necesarios de la farmacia de la tienda, siempre surtida, siempre por usted, que tiene un 30% de descuento en todos los medicamentos de forma permanente, como un esfuerzo más para ayudar a la economía familiar. De tal suerte que el accidentado es estabilizado por el personal médico que se encuentra en el lugar del siniestro, ahí también está nuestro reportero, adelante, escuchamos tu reporte…

Por la noche, y ante una inusitada afluencia de gente al supermercado, se decide una venta nocturna. Los rescatistas deben aguardar un poco más para llevar su trabajo a buen fin; pero se les ocurre, ante la situación estable del herido, la posibilidad de llegar al otro día, muy temprano, antes de que abran el supermercado, para realizar su trabajo. Se retiran. El paciente pasa la noche acompañado de los veladores del lugar, quienes desconfían en todo momento de él (¿supistes lo del Chato? Estuvo feo eso. Resulta que un tipo se hizo pasar por víctima de un asalto y cuando trataba de ayudarlo el Chato, sí, mi cuate, el gordito, el cabrón aquél sacó el fogón y le disparó varias veces. Cuando llegaron los refuerzos, el Chato sólo dijo unas cuantas palabras y entregó el equipo. Dicen que fue una venganza. Ya no puede uno confiar en nadie…).

Entre reproches y adjudicando la culpa al otro (los rescatistas alegando que abrieron más temprano el supermercado y el gerente diciéndoles que son bastante impuntuales), las dos partes se ven obligadas a esperar nuevamente el cierre de ese día. La gente abarrota el centro comercial desde temprana hora y, lo mismo que la noche anterior, la venta se prolonga más de lo normal. El gerente comprende algo peculiar: las personas, enteradas del caso del hombre herido y atrapado (víctima inocente del clima de violencia e incertidumbre que reina en nuestra ciudad), conmovidas, dejando atrás los casos igualmente penosos de varios personajes del medio del espectáculo, volcaron su solidaridad hacia ese desconocido visitándolo, rezando por su pronta recuperación y, en el fondo, agradeciendo no ser ninguno de ellos el afectado. De paso, la verdad, comadre, pues podemos comprar las tortillas y el pan; esos canijos de la esquina ya dan bien cara la pieza de pan dulce y no estamos para malgastar lo poco que ganamos.

Pronto el gerente ordena que se den más atenciones y productos al paciente y de igual forma a los amables rescatistas, mismos que son incorporados a la nómina del supermercado con el fin de que proporcionen al paciente el cuidado necesario el tiempo necesario. La gente, siempre ordenada y curiosa, visita al hombre que es un ejemplo de fuerza, pues otro en su lugar ya hubiera muerto, dejando de lado y frustradas las esperanzas de miles de compradores que lo apoyan.

Por supuesto que hay preocupaciones. La primera, que reclamen al enfermo, que aparezca su familia: han pasado las horas suficientes como para alertar a cualquier posible pariente; sin embargo, nadie reclama la propiedad sentimental del hombre de todos. Hay otro temor: que algún hospital quiera ejercer su jurisdicción sobre el paciente, pero como hay sobrepoblación en las clínicas u hospitales debido a una reciente intoxicación masiva por consumir leche radioactiva (aunque algunos le echan la culpa a la carne importada), no existen intentos de trasladar al herido hacia un nosocomio. Al contrario, el secretario de Salud, en conferencia de prensa, se muestra satisfecho con el papel desempeñado por el supermercado en este caso y lo pone como ejemplo de una nueva sociedad civil, dispuesta a colaborar siempre y en todo momento. Ya no indispensable, pero sí de cierta importancia, es la necesidad que ven los empleados del supermercado de llamarle de alguna forma al hombre. Una acomodadora del departamento de ropa para caballeros propone un nombre, tiene cara de llamarse Esteban, dice, pero al recordar a un célebre ahogado con ese nombre lo desechan inmediatamente. Se refieren a él como un huésped, como nuestro protegido y otros apelativos igualmente despersonalizados.

Froh, Opción 120, 2003.

Froh, Opción 120, 2003.

Lo que al principio era proveer medicamentos, sábanas y alimentos al accidentado, se convierte apresuradamente por parte de la tienda en toda una reestructuración del estacionamiento: modificaciones necesarias al lugar del siniestro para tenerlo iluminado, ventilado y comunicado con el resto del supermercado. Lograr un sitio confortable para alojar a un buen número de observadores; los más asiduos pueden constatar la agradable transformación de la chatarra del compacto de alemán en un cómodo lugar donde el paciente resiste con ejemplar valor su delicada situación. También se disponen alrededor del enfermo estantes, mesas y hasta algunos refrigeradores con las mercancías de primera necesidad, para que la gente no dude en consumir mientras visita al huésped. Y vaya que cada día la gente inunda más el estacionamiento. Los continuos reportes noticiosos sobre el estado del herido orientan a la gente hacia el supermercado.

Pronto se hacen varias promociones, comerciales en radio y televisión, pero el punto cumbre de esta pasión por el paciente llega con la estampa de su silueta en las bolsas del supermercado, sustituyendo el logotipo que durante años los había distinguido: se ve la figura de un cuerpo en una difícil posición, con algunos aparatos cerca y la apariencia de tener personas próximas y en diferentes planos. Las bolsas no fueron las únicas beneficiadas con el cambio, de igual forma los letreros luminosos, las credenciales de los empleados y demás distintivos de la tienda se transformaron, dando paso y reconocimiento a la imagen que los lleva a niveles insospechados de ventas.

Por supuesto la competencia no tarda en responder. Se piensa en todo tipo de trucos para atraer a las personas de nuevo a sus negocios: ofertas extraordinarias, claro signo de desesperación, concursos, sesiones de autógrafos de famosos y otras estrategias que no dan resultado. Se planea una aparición de la Virgen de Guadalupe en una tienda bastante importante, pero dada la cercanía de la Basílica, ésta los amenaza, ya que pueden entrar en plena competencia y desatar una guerra bastante desagradable. Se desiste de ese proyecto. Lo último que se piensa es crear otros accidentes más espectaculares, más sangrientos, para que la gente tenga otra opción. La imitación y el engaño (como el de ciertas hormigas que intentaron validar prodigiosos miligramos, todos ellos falsos) aparece: una tienda lleva a cabo un asalto fingido y queda un cliente herido; se intenta ayudarlo como al accidentado del auto. El resultado es desastroso y lamentable: la gente se da cuenta del engaño, pues el actor contratado para representar al enfermo se cansa pronto y lo hace cuando la gente acude curiosa pero incrédula ante este nuevo espectáculo. Se van encima de él y tiene que intervenir la Policía Federal Preventiva para que no sea incendiada la tienda. Nada se puede hacer.

Entonces, una propuesta parece satisfacer todas las exigencias y pormenores: asesinar a la víctima del célebre accidente. Con él fuera del camino, la tienda que lo acoge tendrá una caída lo bastante fuerte para regresar a los clientes a los demás supermercados. Son varios ejecutivos importantes de la competencia los que se reúnen para acordar el procedimiento que dé fin a sus sensibles pérdidas. Se contrata a un hombre excelente para el trabajo, adiestrado para burlar la constante vigilancia médica y policíaca con que cuenta el paciente, quien por cierto y a pesar del paso de los días, no reporta un mejor o peor estado, simplemente estable. Parece ser que en coma, rumoran algunos. El sujeto contratado se vale de todas las artimañas posibles, encuentra el momento y el sitio adecuados para cumplir su trabajo. Y efectivamente resuelve de forma exitosa el encargo… Pero es demasiado tarde.

Lejos de sentir la ausencia del hombre accidentado, cuyo recinto queda casi igual después de su muerte, salvo por el cambio del original por un maniquí, la gente sigue respondiendo de igual forma: incluso arrecia sus visitas al supermercado ante la campaña de desprestigio que rabiosamente emprende la competencia para desenmascarar a quienes hacen pasar un muñeco por un paciente estable. La silueta de éste, con el detalle del suero, yesos y demás implementos que han quedado fijados con maestría en la nueva imagen del supermercado, vive con los compradores, que ya están acostumbrados a esa compañía, a esa solidaridad intangible con un hombre cuyo cuerpo puede, incluso, ya no existir, pero cuyo ejemplo, su valor y, sobre todo, su imagen, los acompaña y les da un sentido más profundo a sus compras en el hermoso, moderno y generoso centro comercial.

Froh, Opción 120, 2003.

Froh, Opción 120, 2003.