Opción 52, Octubre 1991.


Estoy cansado de leer y oír generalidades y lugares comunes; México no se puede identificar con un puñado de frases, con una decena de trazos expertos sobre el lienzo del patrioterismo. Me duele el constante regresar de las reflexiones al indiscutiblemente sobrepasado semillero arquetípico, lleno de rigideces cómodas para las espaldas que no soportan el peso de la diversidad. Este ensayo es una breve y personalísima interpretación –o quizá simplemente una descripción– del México que se me ha metido a los ojos y a las venas con el correr de mis años cortos.

Mi México empieza como una explosión interminable de casas y autos, una urbanidad descontrolada en la que el tiempo se ha perdido y se ha disuelto, igual que el espacio: la Ciudad de México, el odiado ombligo desde donde empezó la peregrinación de los sentidos. La ciudad es el conjunto de las avenidas llenas, los churros acompañados de chocolate, las pirámides artríticas que surgen de estaciones del metro ultramoderno, los pordioseros misérrimos que no queremos admitir como parte de nuestra realidad, los autobuses envueltos en velos negros, pero sobre todo, la ciudad es la pujanza permanentemente esperanzada; es el deseo de abandonar la serranía de Oaxaca por un lado, y de convertirse en Nueva York, por el otro. Así, los soberbios caserones céntricos albergan comercios de la más humilde especie, frente a la Catedral se extienden cables de luz eléctrica, en el cuenco de unas manos cansadas se desbordan las luces voraces.

¿Y cómo puede ser esto México? No lo sé, porque los arcos mayas no parecen nunca tan cansados como los amarillos puentes peatonales. El cansancio me pareció importante, una parte esencial del país –cuando todavía pensaba que este concepto se podía aplicar y hasta era sinónimo de México–; pero entonces distingo las sombras bajo los magueyes de Tulancingo y los deseos de no morirse de la gente de Michoacán, descubro el mar; tengo que relegar el cansancio a alguno de los pantagruélicos basureros al aire libre. Y como con el cansancio me pasa con el idioma y las costumbres, el olor del aire y las ambiciones, incluso con los miedos.

México no proviene de un pasado ni de un presente, ni siquiera es un lugar. Unos cuantos pasos me llevan de una sensación concentrada de neón y alcoholes pintados de rosa, al lomo empedrado de las calles calladas y pobladas de árboles más que de gente; de las curvas antenas parabólicas en la casa grande de un rancho tamaulipeco a la ingenua cosmovisión de un niño descalzo que observa cómo se aparean las libélulas.

Estoy maravillado entre tantas cascadas y tantos remolinos. Creo que México no tiene esencia.

El principio de mi escrito trata de mostrar, por medios sensuales, la obviedad de la afirmación: la mexicanidad tiene la estructura de una alegría, ese dulce formado por una infinidad de semillas pequeñísimas cementadas por alguna miel invisible hasta formar un bloque delicioso.

La miel existe, pero la alegría es en realidad el conjunto de mínimas esferas; la alegría de México, el conjunto de las ciudades dentro de las ciudades y las regiones dentro de los pueblos, esos ríos distintos que corren por el Mezcala y el Usumacinta y el riachuelo transparente que riega los sembradíos de caña en Morelos, las cien miradas que escondemos al mirar al suelo, las historias distintas de cada persona, esas leyes dictadas por muertos e interpretadas por vivos según el color de su cielo. La explicación de la miel “metafísica” que une las mínimas esferas puede estar en las leyendas pero me parece, más bien, que se encuentra en el miedo a no tenerlas; el miedo a una individualidad embrionaria, que a la vez es un ajolote: ese animal que nunca llega a su etapa adulta. Es el terror a ser hijo de ningún lugar y dueño de un grano de polvo…

Pero todos gritamos –¡Viva México!–, aunque no cada uno; y cuando lo grité, hace un segundo, no lo pude hacer con tanta fuerza como el pasado 16 de septiembre. Nadie puede, estoy seguro. Ese grito es importante, porque en él se resumen nuestras nostalgias de la grandeza pasada y nuestras esperanzas en un futuro nebuloso. Puedo sentir –incluso entre las querencias de una historia oficializada, artificialmente grandiosa y entre la intenciones de acarreo masivo– la fuerza de un fantasma, que no acabo de comprender si es milenario o apenas se está gestando.

Para desentrañar el misterio, hay que pasear más entre las tumbas antiguas del cementerio de San Fernando y las prehistóricas selvas que se extinguen en Chiapas, hay que escuchar con atención, debajo del viento y del canto de los pájaros, para comprender –se puede, definitivamente– que bajo este suelo de grutas y masa de maíz, corre espesa y casi silenciosa la miel que nos mantiene unidos, hermanando las diferencias y haciéndonos comprender a base de intuiciones vagas, más parecidas a olores que a letras en bronce, que está bien tocar el polvo de vez en cuando y llamarlo México, aunque sea en voz baja.

 

Alonso Ahumada, Opción: Una poética por los desaparecidos, 2015.

Alonso Ahumada, Opción: Una poética por los desaparecidos, 2015.