Una jaula fue a buscar a un pájaro.
Franz Kafka, Aforismos, 16

Desnudo, boca abajo, sobre una cama vibratoria, atado pie por pie y mano por mano a cuatro postes que, desde las esquinas de la cama, sostienen un macabro baldaquín; simbólicamente aspado, con la cara hundida a la cabecera de la cama, el cuello sujeto por una correa y los dientes apretados en torno a un tubo recubierto de fieltro, el condenado espera la pena capital. Arriba de la cama (das Bett), una especie de baúl se yergue sobre los cuatro postes. Dentro está el mecanismo encargado de poner en marcha el proceso punitivo: se trata del dibujante (der Zeichner), la pieza del aparato encargada de leer la sentencia en una hoja de papel que se le suministra, y de conducir los movimientos de escritura del rastrillo (die Egge), un dispositivo formado por un conjunto de agujas metálicas insertas, una a una, en los filamentos de un cuerpo de tubos de cristal, haz de cálamos traslúcidos que oscila sobre la cama desde un fleje de acero que lo une al dibujante.

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Durante doce horas, el rastrillo inscribe una y otra vez la sentencia en el cuerpo del condenado, capa a capa, cada vez a mayor profundidad; a partir de la sexta hora –se supone–, el condenado puede leer la inscripción con la carne (los espectadores de la ejecución pueden leerla con los ojos: por los tubos cristalinos del rastrillo fluye constantemente agua, que lava las heridas y vuelve legibles los trazos); pasada la duodécima hora, el rastrillo atraviesa al condenado, lo alza de la cama y lo lanza a una fosa, cavada ex profeso en la arena, a un lado de la máquina.

El aparato recién descrito no sólo es instrumento de castigo mortífero, sino emblema de la justicia penal militar en la isla tropical ficticia donde Kafka sitúa los acontecimientos del relato “En la colonia penitenciaria” (“In der Strafkolonie”), escrito en octubre de 1914.

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En este microcosmos narrativo, la máquina justiciera, más que un apéndice o elemento periférico del orden jurídico vigente en la colonia, condensa y hace visible ese orden enteramente: sus satélites (del ordenamiento y del aparato) son sus artífices. El viejo comandante, ya fallecido y enterrado bajo una de las mesas para parroquianos de la casa de té del puerto, y su operario, un oficial, devoto vicario del comandante muerto y fiel vehículo del sistema penal insular que si bien aún es vigente, está en franco peligro de extinguirse por voluntad de un nuevo comandante. El relato presenta al oficial, asistido por un soldado, en el trance de mostrar la ejecución de un condenado a un extranjero, “un gran investigador de Occidente, con la misión de examinar los procedimientos judiciales en todos los países”.2 Con el escrúpulo de quien busca hacer lucir a la institución que representa como si fuera la óptima, el oficial no escatima pormenores en sus explicaciones al viajero. Así, nos enteramos de que “al condenado se le escribirá en el cuerpo con el ‘rastrillo’ el precepto que ha infringido. En este caso, por ejemplo, […] se escribirá en su cuerpo: ‘¡Honra a tus superiores!’”.3 Francamente desconcertado por la manifiesta desproporción entre el delito y la pena (al condenado se le ejecutará por haberse resistido a los azotes que un capitán le propinó por quedarse dormido durante una guardia), el viajero inquiere:

—¿Conoce su sentencia?
—No –dijo el oficial, y quiso continuar en seguida con sus explicaciones, pero el viajero lo interrumpió:
—¿No conoce su propia sentencia?
—No –repitió el oficial, y se detuvo un instante, como si reclamara del viajero el fundamento de su pregunta, diciendo a continuación:
—Sería inútil anunciársela, la conocerá escrita en su cuerpo. […]
—Pero que ha sido condenado, eso sí lo sabrá.
—Tampoco –dijo el oficial, y sonrió al viajero como si ahora esperara de él más revelaciones insólitas.
—No– dijo el viajero, que se pasó la mano por la frente–. ¿Entonces este hombre no sabe cómo fue tomada su defensa?
—No ha tenido ninguna oportunidad de defenderse –dijo el oficial, y miró hacia un lado como si hablase consigo mismo y no quisiera avergonzar al viajero con la explicación de cosas que, para él, resultaban evidentes.
—Pero tiene que tener la oportunidad de defenderse –dijo el viajero, y se levantó de la silla.4

Para el oficial, el procedimiento judicial es transparente, tan transparente como el cuerpo del rastrillo que inscribirá la sentencia, en virtud de que uno de los únicos dos axiomas (Grundsätze) jurisprudenciales al que somete sus decisiones reza: “la culpa siempre es inconcusa”5 (Die Schuld ist immer zweifellos). Para el extranjero, esta aberración procedimental sistemática resulta inaceptable, aunque reconoce “que se trataba de una colonia penitenciaria, que las medidas excepcionales eran necesarias y que se debía proceder hasta el fin con las reglas militares”.6

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Ahora bien, ¿qué tan sólida es la excepcionalidad jurídica que impera en la isla del relato? En otras palabras, ¿es de veras soberano el oficial, en el sentido schmittiano según el cual “soberano es quien decide sobre el estado de excepción”?7 Evidentemente, no. El oficial es una encarnación vicaria póstuma del soberano insular, el viejo comandante, único personaje del relato al que le corresponde la autoridad decisoria que, en palabras de Schmitt, fundamenta la soberanía:

El orden y la seguridad pública tienen en la realidad concreta aspecto harto diferente según sea una burocracia militar, una administración impregnada de espíritu mercantil o la organización radical de un partido la que decida si el orden público subsiste, si ha sido violado o si está en peligro. Porque todo orden descansa sobre una decisión, y también el concepto de orden jurídico, que irreflexivamente suele emplearse como cosa evidente, cobija en su seno el antagonismo de los dos elementos dispares de lo jurídico. También el orden jurídico, como todo orden, descansa en una decisión, no en una norma.8

El oficial, mero depositario de un poder cuyo titular no existe más, intenta a todo trance hacer valer la autoridad del viejo comandante, como si la devoción a las instituciones instauradas por aquél bastara para lograrlo. En cierto momento, el oficial le dice al viajero: “Estoy óptimamente capacitado para explicar nuestros tipos de condena, pues aquí llevo –se golpeó el bolsillo del pecho– los croquis respectivos realizados por el comandante anterior”.9 A lo que el extranjero, con un dejo de ironía, replica: “¿Croquis del mismo comandante? […] ¿Es que lo aunaba todo en su persona? ¿Era soldado, juez, constructor, químico, dibujante?”.10 Todo eso, en efecto, era el viejo comandante; ahora, en el presente de la materia narrada, aquellas instituciones se han “normalizado” de manera tal que, si bien “en la excepción, la fuerza de la vida efectiva hace saltar la costra de una mecánica anquilosada en repetición”,11 su excepcionalidad misma ha devenido regla, mecánica y repetitiva.

Desde una perspectiva afín a la de Schmitt, y en las antípodas del formalismo kelseniano, Walter Benjamin escribe:

La función de la violencia en el proceso de fundación de derecho es doble. Por una parte, la fundación de derecho tiene como fin ese derecho que, con la violencia como medio, aspira a implantar. No obstante, el derecho, una vez establecido, no renuncia a la violencia. Lejos de ello, sólo entonces se convierte verdaderamente en fundadora de derecho en el sentido más estricto y directo, porque este derecho no será independiente y libre de toda violencia, sino que será, en nombre del poder, un fin íntima y necesariamente ligado a ella.12

Tenemos, entonces, por una parte, en el momento de instauración del orden jurídico, violencia mítica fundacional; por otra, a partir de ese momento, violencia conservadora de derecho, una violencia latente, susceptible de estallar cuando el derecho vigente esté en riesgo. A propósito de la pena de muerte, Benjamin señala: “esa violencia cumbre sobre la vida y la muerte, al aparecer en el orden del derecho, puede infiltrarse como elemento representativo de su origen en lo existente y manifestarse de forma terrible […] Y es que la utilización de violencia sobre vida y muerte refuerza, más que cualquier otra de sus prácticas, al derecho mismo”.13 Ahora bien, ambas violencias, la fundadora y la conservadora, convergen “en una combinación todavía mucho más antinatural que en el caso de la pena de muerte y amalgamadas de forma igualmente monstruosa: esta institución es la policía”.14 Para Benjamin:

Lo ignominioso de esta autoridad consiste en que para ella se levanta la distinción entre derecho fundador y derecho conservador. Del derecho fundador se pide la acreditación en la victoria, y del derecho conservador que se someta a la limitación de no fijar nuevos fines. A la violencia policial se exime de ambas condiciones. Es fundadora de derecho, porque su cometido característico se centra, no en promulgar leyes, sino en todo edicto que, con pretensión de derecho se deje administrar, y es conservadora de derecho porque se pone a disposición de esos fines.15

En el relato de Kafka los aspectos fundacional y conservador de la violencia jurídica aparecen disociados y personificados en las figuras del viejo comandante y del oficial, respectivamente; sin embargo, hubo una época en la isla, previa a la de la anécdota narrada, en que los dos momentos de la violencia estaban fundidos en la persona del antiguo comandante. En efecto, él instauró un orden jurídico en el que las dos caras de la violencia eran indistinguibles, en el que toda conducta de particulares podía ser ocasión de falta culposa contra la letra de un edicto incógnito. A tantas conductas, tantos edictos transgredidos; a tantas transgresiones, tantas penas capitales; en suma: un frenesí punitivo. En aquellos “buenos tiempos” policiales, cada ejecución en la colonia penitenciaria –y las ejecuciones eran espectáculos frecuentes y muy concurridos– “reforzaba” el derecho vigente, permitiendo que en la práctica judicial se infiltrara la sangrienta y renovadora violencia mítica, una violencia ejemplar, didáctica: no en vano –narra el oficial–, cuando llegaba la sexta hora y el rostro del condenado manifestaba que su carne había logrado leer la sentencia, “el comandante, con su entendimiento de causa, ordenaba que se tuviera en cuenta a los niños […] A menudo me agachaba con dos niños pequeños en cada uno de mis brazos. ¡Cómo recibíamos todos la expresión de transfiguración del rostro atormentado!”.16

Pero eso sucedía antaño. Ahora, en el presente del relato, el oficial a duras penas mantiene viva la ley del comandante, y de ello hay dos grandes síntomas. Primeramente: la máquina justiciera rechina y parece lista para venirse abajo mientras funciona; en segundo lugar: el oficial necesita a ultranza el visto bueno del extranjero para legitimar el orden vigente. En efecto, mientras se ejecuta la sentencia en el cuerpo del condenado que “deshonró a sus superiores”, el oficial hace un vano intento de persuadir al visitante para que avale la bondad del procedimiento judicial ante el nuevo comandante de la colonia. Aquél se niega tajantemente, con lo que el oficial pierde la autoridad que le quedaba. Fracasado su empeño de representar al ancien régime insular, el oficial se descubre incapaz de ejercer la violencia conservadora de derecho y asume la culpa por esa incapacidad: hace bajar de la cama al condenado a medio procesar, ocupa su lugar en ella, y se hace traspasar por el rastrillo. Este desenlace, sorprendente sólo en apariencia, merece una consideración más detallada.

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Ante la negativa del extranjero a favorecerlo, el oficial libera al condenado y extrae de entre sus papeles la hoja con el precepto con que alimentará al dibujante para que el rastrillo lo escriba sobre su cuerpo: “¡Sé justo!”17 (Sei gerecht!). Enseguida, el oficial introduce el documento en el dibujante, se desnuda y se hace atar a los postes del baldaquín por el soldado asistente y por el condenado mismo; amarrado, el oficial no puede poner en funcionamiento la máquina, pero ella se echa a andar sola, como si la mera lectura de la sentencia por el dibujante bastara para hacerla funcionar, cuando menos por última vez. De pronto:

Lentamente se levantó la tapa del “dibujante” y se abrió por completo. Asomó el diente de una rueda, pronto surgió toda la rueda, era como si una fuerza poderosa comprimiera de tal modo al “dibujante” que ya no dejara espacio para esa rueda, por lo que giró hasta el borde del “dibujante”, cayó, rodó un trecho por la arena y quedó estática. Pero ya surgía otra por la parte superior, y la siguieron otras muchas, grandes, pequeñas, algunas apenas distinguibles, con todas ocurrió lo mismo; cada vez se pensaba que el “dibujante” ya no podía contener más ruedas, pero entonces surgía un nuevo grupo de ellas, especialmente numeroso, y caían, rodaban en la arena y se detenían […] El “rastrillo” ya no escribía, sólo clavaba, y la “cama” ya no ladeaba el cuerpo, sino que lo empujaba, vibrando, hacia las agujas […] ya no se trataba de una tortura, eso era morir sin más.18

“¡Sé justo!”, reza el precepto infringido por el oficial. No se trata de cualquier precepto, sino del más universal y del más vacío; es el mandato por excelencia, el más perentorio y, al mismo tiempo, el más vago. El enunciado “¡sé justo!” constituye el segundo de los dos axiomas jurisprudenciales que gobiernan al poder judicial en el relato de Kafka. ¿Cómo interpreta este axioma la máquina castigadora? En términos puramente pragmáticos, traspasando el cuerpo del oficial sin escribir sobre él, es decir, identificando el imperativo de justicia con la desnuda ejecución de la pena capital. Como si toda otra sentencia (“¡honra a tus superiores!”, por ejemplo) no fuera más que una variante lingüísticamente inapropiada de aquel imperativo; como si todo el laborioso proceso de inscripción de la sentencia no fuera otra cosa que un engañoso rodeo para alcanzar el fin último del procedimiento: no el hecho de dar a conocer su sentencia al condenado antes de matarlo, sino matarlo sin más. Así las cosas, no debe sorprender que, al no tener por escribir nada más que una tautología, la máquina renuncie a la escritura, y reviente, cumpliendo su función por última vez.

“La culpa siempre es inconcusa.” “¡Sé justo!” ¿Será posible construir con estos dos enunciados una protonorma jurídica, vigente en el microcosmos del relato kafkiano? Intentémoslo, por disparatado que suene. Kelsen apunta: “Las leyes de la naturaleza dicen: si A es, entonces tiene que ser B; mientras que la ley del derecho dice: si A es, entonces debe ser B, sin que al decir esto se formule enunciado alguno sobre el valor moral o político de la conexión”.19 La protonorma kafkiana rezaría entonces: “Si la culpa siempre es indudable, sé justo”. ¿Es decir? Una vez más Kelsen:

Teniendo a la vista un orden social que fuese absolutamente justo, que proviniese de la naturaleza, de la razón o de la voluntad divina, la actividad del legislador estatal se convertiría en algo tan tonto como encender una luz artificial cuando se disfruta de un sol resplandeciente. Se suele objetar que sí existe la justicia, pero que no es posible determinar su contenido o, lo que es equivalente, no es posible definirlo inequívocamente. Esta objeción constituye una contradicción en sí misma, contradicción en la que se esconde el encubrimiento típicamente ideológico de una verdad demasiado dolorosa: que la justicia es un ideal irracional. Por mucho que ese ideal sea algo de lo que no puedan prescindir la voluntad y las acciones de los hombres, no es menos cierto que es inaccesible al conocimiento. A este sólo le es dado el derecho positivo, o mejor expresado: el conocimiento sólo tiene la tarea de conocer el derecho positivo.20

De haber en la colonia penitenciaria kafkiana un ideal irracional de justicia, se le podría vislumbrar en el notorio judicialismo del derecho positivo del antiguo comandante. Sea lo que sea en esa isla la justicia, ella emana a priori de la culpa; una culpa cuya asignación es discrecional y está motivada por la tutela de un único interés: mantener a ultranza la soberanía de la autoridad fáctica. En esa medida, el vehículo de la justicia del viejo comandante es una norma que induce a la repetición compulsiva del episodio mítico de instauración violenta del derecho, en aras de legitimar aquella pretensión soberana. El hecho de que la única pena adecuada sea la de muerte es congruente también con la intransigencia de la pretensión de soberanía. En suma, expresada en forma más breve, la protonorma kafkiana diría: “castiga al máximo siempre”. En este orden de cosas, la máquina justiciera de Kafka –materialización de la norma– se obedece cabalmente a sí misma cuando recibe la sentencia “sé justo”: castiga al máximo de una vez por todas. No hay otra verdad detrás de esta justicia, no hay propiamente nada que leer que no sea la autoafirmación del poder soberano; indicio de esto último lo da el gesto póstumo del oficial:

Estaba igual que como estaba en vida; no se descubría ni el más mínimo signo de la prometida liberación; lo que otros habían encontrado en la máquina, el oficial no lo había encontrado; los labios estaban apretados; los ojos, abiertos, tenían la expresión de la vida, la mirada era tranquila y mostraba convicción; a través de la frente penetraba la punta del gran aguijón de acero.21

En su aforismo 29, Kafka afirma: “El animal le quita al amo el azote y se azota a sí mismo para llegar a ser amo, y no sabe que eso es sólo una fantasía producida por un nuevo nudo que hay en la correa con que azota el amo”.22In der Strafkolonie” bien podría ser una exploración narrativa de tal fantasía.

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Terminaré este ensayo con una digresión; pretendo, por desgracia, revitalizar un lugar común; ya se verá por qué digo “por desgracia”. De manera chabacana y trivial, solemos decir que “México es un país kafkiano”. No sé bien en qué pensamos al decirlo, pero, por el tono juguetón y quizá irónicamente resignado con que lo hacemos, la frasecita evoca una cotidianidad estrambótica, una vida institucional extravagante, procedimientos burocráticos inanes; un absurdo generalizado, sí, pero, en términos generales, inocuo: un charco caótico en el que se puede chapotear. Existen, sin embargo, otros parecidos de familia entre el mundo literario de Kafka y nuestro país. Releer “En la colonia penitenciaria” para escribir este texto me volvió imposible no percibirlos. ¿Cuál es la índole de la transparencia de nuestra justicia, si no la del hipervisible y generalizado mecanismo del ajusticiamiento fáctico al que nos hemos acostumbrado durante las últimas dos décadas, por lo menos? ¿Cuántos hechos judiciales y pseudo o extrajudiciales en México, por diversos que luzcan en la superficie, no son sino variantes de aplicación de la que, seguramente de manera muy pedante, he llamado protonorma kafkiana? ¿A cuántos visitadores internacionales no se ha ignorado aquí, y a cuántos no se habría tratado de coaccionar o silenciar si políticamente no resultara tan costoso hacer con ellos lo mismo que criminalmente se hace con los periodistas y los activistas, con los estudiantes y los disidentes? ¿Vivimos o no en una paradójica “excepcionalidad normalizada”? ¿Podremos decir alguna vez, en un futuro todavía violento (aunque al menos anunciador de otro futuro, menos violento), como el oficial de Kafka:

Es imposible hacer comprensibles aquellos tiempos. Por lo demás la máquina aún funciona y habla por sí misma. Habla por sí misma aunque esté sola en este valle. Y el cuerpo sigue cayendo al final, en un suave vuelo indescriptible, en la fosa, aunque nunca como antes, cuando cientos de personas se reunían alrededor como moscas?23

Tras hacer el recuento de las glorias extintas del antiguo comandante, el oficial contempla la máquina destartalada, emblema de un régimen que se resquebraja, y dice al viajero: “¿Se da cuenta de la vergüenza?”24 Retorcido, sin duda, pero al menos en el personaje kafkiano existe el sentido de la vergüenza; y algo más hay en él: congruencia. “Si el procedimiento judicial, al que tan apegado se sentía el oficial, estaba realmente próximo a desaparecer –probablemente a causa de la intervención del viajero, a lo que éste, por su parte, se sentía obligado–, en ese caso el oficial actuaba de un modo completamente correcto; el viajero, en su lugar, no habría actuado de otra forma.”25 En México ninguna autoridad dimite, no por propia iniciativa. Y además predomina otra conducta, difícil de resistir, de la que pocos se abstienen (no pertenezco a ese grupo audaz y tenaz, lo admito): presenciar el ejercicio de la “justicia” como el condenado de Kafka contempla la máquina antes de ser montado en ella: “con una suerte de obstinación somnolienta”.26

Si esto es lo que hoy significa para México ser kafkiano, entonces es imperativo que deje de serlo.

 


1 Agradezco a los profesores Alejandro Vélez Salas y Fabio Vélez Bertomeu su atenta lectura de este texto.

2 Franz Kafka, “En la colonia penitenciaria”, en Cuentos completos (textos originales), España, Valdemar, 2009, p. 173.

3 Ibid., p. 163.

4 Ibid., pp. 163-164.

5 Ibid., p. 164.

6 Ibid., p. 165.

7 Carl Schmitt, Teología política, España, Trotta, 2009, p. 13.

8 Ibid., p. 16.

9 Kafka, op. cit., p. 163.

10 Loc. cit.

11 Carl Schmitt, op. cit., p. 20.

12 Walter Benjamin, “Para una crítica de la violencia”, en: Id., Para una crítica de la violencia y otros ensayos, España, Taurus, 1991, p. 40.

13 Ibid., p. 31.

14 Loc. cit.

15 Ibid., p. 32.

16 Kafka, op. cit., p. 172.

17 Ibid., p. 178.

18 Ibid., p. 181.

19 Hans Kelsen, Teoría pura del derecho. Primera edición de 1934, España, Trotta, 2011, p. 56.

20 Ibid., p. 50.

21 Kafka, op. cit., p. 182.

22 Franz Kafka, Aforismos, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1988, p. 13.

23 Kafka, “En la colonia penitenciaria”, p. 172.

24 Loc. cit.

25 Ibid., p. 179.

26 Ibid., p. 161.