Los estudiantes de filosofía de la Universidad de Barcelona quedamos marcados por un cerebro incrustado en un cuerpo delgado y afilado: Felipe Martínez Marzoa. No he conocido a un tipo más inteligente y preciso: jamás dejaba oración inconclusa en sus clases –cuando el anacoluto es la figura predilecta entre los profesores–. El salón estaba siempre lleno. Había grabadoras. Digeríamos poco –comentábamos–, aunque explicara él mucho, pero por suerte la verborrea del filósofo tenía diversos niveles de lectura, diversos estratos, diversas audiencias. Iniciados y legos salíamos con la intención de regresar. Veíamos imágenes transparentes dibujadas por sus palabras ante nuestros ojos; otras las oíamos caer pesadas e invisibles a nuestras espaldas, albergando la esperanza de que no escapaban, de que se refugiaban a la espera en nuestro subconsciente.

Aquella universidad estaba junto al Camp Nou. En las noches veraniegas y en las tardes invernales, las calles colindantes se llenaban de decenas de transexuales salidos de las películas de Almodóvar (todavía así hoy sucede). Nosotros éramos entonces adolescentes; los andróginos continúan hoy intemporales.

Carlos Lamothe, de la serie Agua en México, 2002.

Carlos Lamothe, de la serie Agua en México, 2002.

El laberinto no tiene salida –me digo–. No hay laberinto que la tenga. De allí solo se puede salir volando como Dédalo, que se escabulló de su propio infierno alzándose por los aires: tan solo el ángel –alado humano–, puede desembarazarse del periplo infinito de miserias.

Hay, sin embargo, una extraña forma de volar que, por misericordia cósmica, deberíamos todos desconocer. Para ella no es necesario elevarse sobre la tierra cual pájaro huido de la jaula, ni deslizarse entre las azuladas nubes o los rosados vientos. Si no tenemos alas y queremos correr por los aires solo tenemos una opción: hundir a la tierra en sus propias entrañas, obligarla a que se engulla a sí misma… pisotear sus muros y nuestras casas. ¡Enterrar la tierra! ¡Degradarla a infierno! Creemos que al aplastar el mundo nosotros nos alzaremos.

No caen tejas ni se abren los suelos ni se derrumban las catedrales…. Todo eso “ya” pasó. La deconstrucción de la ciudad no es algo ni moderno ni posmoderno ni pornomoderno. La ciudad se fundó en el tiempo del mito, y cayó en el tiempo del mito de la razón. Hoy solo hay restos, ruinas y migajas, paredes de grietas sin fondo y viejas placas blanquecinas…. olores pasados y ecos futuros. El hundimiento de la civilización no podemos situarlo en determinado momento de la historia, porque la entera historia de Occidente es el hundimiento de la civilización. Empezó en las ciudades egeas y sus plazas transparentes, en sus soleados mediodías e inviernos vacíos de guerras. Y esa historia nos la contó Marzoa tomando como excusa un pequeño y antiguo texto escrito en griego. Un verdadero clásico que utilizó ni más ni menos que Abraham Lincoln como fuente de inspiración para su discurso en honor a los caídos en la batalla de Gettysburg. Hablamos del discurso fúnebre de Pericles.

El 19 de noviembre de 1863, cuatro meses y medio después de la batalla que más sangre ha derramado en territorio estadounidense y veinticuatro siglos después de la Guerra del Peloponeso, Abraham Lincoln dio un breve discurso que pasó a la historia. Tenía que ser el del diplomático Edward Everett el que lo hiciera, pues era el orador de moda, pero algo lo impidió:1 Lincoln supo aprovecharse del eco que la historia genera en nuestras mentes, y logró que las mentes de su entristecido público reverberaran con el monomito.2 Con su enjuto rostro de sobria mirada, habló de los padres que gestaron la nación, de los recién enterrados que murieron por ella y de los futuros héroes –los vivos– que lucharían eternamente por avivar la llama del pueblo americano. Nacimiento, muerte y resurrección, he ahí la infalible estructura persuasiva. ¿De dónde la había sacado?

En el año 431 a. C. comenzó una de las mayores guerras de la Antigüedad, la Guerra del Peloponeso. Duró casi 30 años y en ella murieron más de 40.000 soldados solo en el bando ateniense, una bestialidad ahora y entonces (que debemos dimensionar teniendo en cuenta el número de pobladores de la Tierra de aquellos tiempos). En mayo del año 415 a.C., la noche anterior a la partida hacia Siracusa del más grande ejército ateniense, hubo un mal presagio que los generales áticos no quisieron escuchar: las hermai de la mayoría de casas atenienses aparecieron con el falo cortado. Una herma era un pilar con la cabeza de un Hermes barbudo y un falo erecto que guarecía las puertas del hogar. Representaba la fertilidad y, por ello, las mujeres se encargaban de adorarlo y adornarlo. Cumpliendo el funesto augurio auspiciado por los cercenados falos, los vencedores de aquella gran guerra, los lacónicos espartanos, demolieron las murallas que unían Atenas con su puerto, el Pireo, y con ellas el orgullo e imperio de la ciudad.

Pero no nos adelantemos a los acontecimientos. Estamos a principios de la guerra, y Pericles declama un discurso en honor a los primeros caídos. Tucídides lo reconstruye en sus Historias (II, 35-46) –no lo transcribe fielmente–. Se piensa que, en realidad, Tucídides aprovecha el panegírico original en honor a los soldados caídos declamado por Pericles para recrear otro que es sobre todo una oda a la gloria de la moribunda Atenas. En él hallamos la estructura que sirvió de inspiración a Lincoln más de dos milenios después: primero Pericles coloca a los muertos junto a los antepasados y recuerda el gran poderío ateniense; luego alaba a los muertos de la guerra y sus muertes; finalmente envalentona a los vivos para que continúen luchando por el “proyecto Atenas”. El discurso es considerado uno de los encomios icónicos de la democracia. Marzoa, sin embargo, parte de él porque allí, más que hallar trazas fundamentales de la historia, política, sociología o antropología de Grecia, descubre prefigurado el destino de Occidente.3

Primero. Atenas representa la abolición de las tribus en tanto que tribus. Diversos linajes forman una determinada tribu, y a un linaje (y, por tanto, a una tribu) se pertenece o no según la ascendencia del individuo en cuestión. Este es el uso que se hace en Grecia para hablar de tribus bárbaras. Sin embargo, ese tipo de tribus no lo había en Atenas en el momento del discurso; de hecho, estaba incluso impedido, porque la pólis ateniense necesitaba que no existiesen linajes ni tribus. Estas significaban la muerte de la pólis. Mientras que en los pueblos bárbaros y la Grecia arcaica lo obvio eran los agrupamientos por intereses, en la Grecia clásica se está tratando de luchar precisamente contra ello: en el estado moderno lo que se presupone es un espacio común, y es desde ahí desde donde se intentan reconocer unidades (dividir el cuerpo uniforme). Se está luchando contra los límites irreductibles, esos que precisamente en la pornomodernidad ya no existen. En la guerra del Peloponeso, Atenas (frente a Esparta) representa el intento de transparentarse. Su especificidad consiste en mencionar el juego en el que ya siempre se está jugando: en escribir las leyes ante la vista de todos. Eso es un ejemplo de la homogeneización hacia la que se tiende. Igualmente, el hecho de usar tribu para designar una división administrativa (en lugar de designar con tribu un grupo unido por la sangre) supone romper con la opacidad de las tribus en sentido etnológico.

El hecho de ventilar las reglas del juego al que siempre ya estamos jugando puede hacer fallar, en algún sentido, el juego mismo: hacer relevante el nómos, la ley, supone desfundamentarlo. Es la posible contradicción interna al proyecto pólis. Es decir, en el momento en que explicitamos nuestros acuerdos es porque somos capaces de ponerlos en duda. En el momento en que acordamos algo con un amigo o con una mujer es porque ya no damos por supuesto un trato cómplice, invisible e indestructible. El hecho de escribir las leyes conlleva una dinámica igualitaria en la que todos los habitantes de la ciudad se sitúan por debajo de la ley, aunque esta privilegie a unos por encima de otros. Y eso es lo que defiende Atenas contra Esparta durante la Guerra del Peloponeso: la igualdad ante la ley. Y Grecia ante Persia durante las guerras médicas: la igualdad bajo la ley. Atenas “iza lo civil”, civiliza.4

Segundo. Esta dinámica igualitaria no puede detenerse en la propia ciudad. Que todos seamos juzgados por las mismas leyes (aunque de forma diferente) es algo que no podemos restringir a nuestro rancho. No podemos ser universalmente justos y no ser universales. Atenas, pues, está obligada a desarrollarse como imperio, puesto que su tendencia interna la lleva a superar los límites de la propia ciudad para hacer del igualitarismo no sólo la relación entre los habitantes de una ciudad, sino también la relación entre las ciudades mismas. Atenas lucha por transformar a las comunidades más opacas en menos. Lucha por el imperio de la ley.

Tercero. ¿Hasta qué punto generar un espacio uniforme nos obliga a extenderlo hasta el infinito y, en consecuencia, a morir? ¿Acaso el universo no se esfumará el día preciso en el que alcance su mayor extensión (pues por todos es sabido que la densidad es inversamente proporcional al espacio)? ¿Acaso demasiada levadura en el pan no hace que la miga se esponje hasta lo insípido y artificial? Por esa misma razón Pericles se cuestiona en su discurso que tengan sentido sus palabras, cuando lo que sin duda tiene sentido es honrar a los muertos con las obras, es decir, con la ceremonia fúnebre misma (la ceremonia es parte del juego, las palabras son las reglas del juego). En ese entierro, el “¿qué puedo decir ante la muerte?” no es una pregunta retórica, como en nuestros sepelios. Es una pregunta filosófica: ¿tiene sentido que te diga que te amo? ¿O mejor me callo y te amo? Lo trágico es que la ciudad, inconsciente, se precipita hacia su muerte. Atenas no perecerá ante los bárbaros; se esfumará condenada por sí misma. Tales son las nefastas consecuencias de formular las leyes hasta entonces sacras e impronunciables. Pericles mismo intuye el drama y distingue tres momentos en la historia de Atenas: primero, los antepasados delimitaron el país; segundo, “nuestros padres” hicieron de la plaza el centro del mundo; tercero, los honrados en las exequias lucharon por defender este sistema. No les quedaba de otra, porque esa es la dinámica de Occidente, “seguir y seguir y seguir”. El ágora griega necesita convertirlo todo en ágora. La lucha es entre la transparente luz de la plaza pública y el centro oscuro de poder bárbaro.

Cuarto. El templo persa es, sí, oscuro y bárbaro, pero, ¡ojo!, también es sagrado. No es casualidad que la palabra templo provenga de la raíz indoeuropea que significa cortar. En los tiempos en que la historia era sueño, los augures delimitaban o “cortaban” en el cielo un espacio en el que centraban sus observaciones para, observando el vuelo de las aves, profetizar. Lo mismo sucedió luego en bosques y praderas. Originalmente templum (como el témenos griego) significó espacio sagrado y, solo luego, determinado tipo de edificio (precisamente aquel que rodeaba el espacio bendito). Los adivinos miraban el espacio sacro (“con-templaban”) y en él veían la radiografía del cosmos. Así vaticinaban para reyes, campesinos y mendigos.

También el Dios de Moisés delimita el espacio sagrado en el que se aparece:

Moisés era pastor del rebaño de Jetró su suegro, sacerdote de Madián. Una vez llevó las ovejas más allá del desierto; y llegó hasta Horeb, la montaña de Dios. El ángel de Yahveh se le apareció en forma de llama de fuego, en medio de una zarza. Vio que la zarza estaba ardiendo, pero que la zarza no se consumía. Dijo, pues, Moisés: “Voy a acercarme para ver este extraño caso: por qué no se consume la zarza.” Cuando vio Yahveh que Moisés se acercaba para mirar, le llamó de en medio de la zarza, diciendo: “¡Moisés, Moisés!” Él respondió: “Heme aquí.” Le dijo: “No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada.”5

Pero en la misma Biblia hay un pasaje celebérrimo que quizás es incluso mejor ejemplo de lo que templo significaba originariamente:

Después de esto miré, y vi una puerta abierta en el cielo; y la primera voz que yo había oído, como sonido de trompeta que hablaba conmigo, decía: sube acá y te mostraré las cosas que deben suceder después de éstas.6

Y a esa puerta del cielo sube Juan y allá el Espíritu le revela las verdades fundamentales del mundo, el pasado, el presente y el futuro. Las leyes ancestrales, pues, eran inmutables porque eran divinas, porque habían sido vistas en sacras ventanas celestiales. Por ello en Grecia y Roma “nunca se derogaban las leyes. Podían dictarse otras nuevas, pero las antiguas subsistían siempre, aunque hubiese contradicciones entre ambas”.7 Originariamente las leyes no se escribían; cuando se pusieron por escrito, fue en libros sagrados, en rituales, oraciones y ceremonias. Cuando salieron de los rituales, se colocaron en el templo, y los sacerdotes las custodiaron. No se podía cambiar ni una coma, puesto que “la ley era como la oración: solo agradaba a la divinidad si se la recitaba exactamente, y se hacía impía si una sola palabra cambiaba en ella”.8 Vemos, por tanto, que al debatir la ley en la plaza lo que se está haciendo en Atenas es desacralizarla. La esencia de Occidente (esa tendencia a la uniformización del espacio) nació para profanar lo sacro, para alumbrar lo oscuro, para publicar lo privado. La igualdad ante la ley es un concepto inseparable del de imperio, del de imperio ontológico que no admite más que una dimensión de la realidad.

Quinto. Democracia e isonomía no significan, en este estadio de la historia, lo mismo, aunque luego converjan. En el discurso de Pericles, además, el verbo philosophein hace una de sus primeras apariciones en la historia. Pero tenemos poco tiempo. Debemos concentrarnos. La ciudad se está hundiendo ante nuestras narices (se ha hundido ya) porque su esencia es el fijar las reglas, y al fijarlas, estas se convierten en eterno blanco de cuestionamientos y derrocamientos y, luego, al final de la historia, en polvo. Que la ley sea para todos significa que no hay lugares, tierras ni escondrijos a salvo de ella y, por tanto, que todo espacio es, en cierto sentido, igual (porque cualquiera está subordinado a la regla). Así, pues, nos topamos con que todo comienza a ser medible, intercambiable y evaluable bajo un mismo parámetro… en fin, comprable. En el momento en que la ruidosa plaza se impone al lóbrego templo, el implacable y aplastante mercado triunfa sobre la silenciosa y profunda cripta, y el dinero se yergue como la magnitud a la que todas las cosas son traducibles. Por ello Pericles alaba la riqueza ateniense en su discurso, porque aunque en su Atenas todavía no todo es canjeable, ella es la semilla de que hoy todo lo sea. El imperio de la ley (la uniformización) tiene como reverso esa tendencia a convertir todas las cosas en mercancía.

Sexto. Lo único irreductible, no traducible, no intercambiable… lo único que queda fuera del imperio de la ley y del dinero es la muerte. El Hades es “lo invisible” porque es el único espacio privilegiado del cosmos, el único “esencialmente diferente” (¡el casco de Hades hace invisible al que lo lleva!). Paradójicamente, aquello por lo que murieron los muertos atenienses –el imperio de la ley– es el único límite. O de otro modo: el único límite es que no hay límite insuperable.

Se hunde la Tierra bajo nuestros pies. “¡Se ha hundido ya, despierten!”, grita Nietzsche. Podemos pensar que Occidente es el proyecto de la transparencia por encima de cualquier otra cosa y que, en consecuencia, ya no nos queda nada más que asumir la liquidez de nuestro entorno, la vanidad y gratuidad de nuestro mundo, la deconstrucción ya consumada de nuestra ciudad. Esa lectura, hemenéutica y occidental, peca, sin embargo y por definición, de etnocéntrica y soberbia. De homotópica: cree ser capaz de abarcar cualquier fenómeno, de explicar cualquier territorio, de cartografiar cualquier espacio. La historia, si no ha muerto definitivamente, es porque algo de ella está fuera de sí, más allá de la propia historia. La ley que perdura es la que está fuera de la ley.9

Marcel Detienne, en un trabajo imprescindible titulado Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, nos indica que la expresión de ese cuestionamiento total de la realidad que es Grecia se encarna en el pensamiento de los sofistas. Para ellos todo puede ser defendido (porque, efectivamente, ¡todo puede ser cuestionado!). Sin embargo, hay un pensamiento occidental que no sigue los derroteros conocidos: es el de magos, hechiceros e iniciados que viven “al margen” de la ciudad.10 Sus técnicas son prolongación –y no ruptura– de la tradición primordial. Lo ambiguo en ellos no es contradicción, sino complementariedad. La aporía allí no es paradoja, sino puerta hacia el otro lado, escalera hacia el cielo.11

Nuestra tarea, pues, no puede ser la deconstrucción de la ciudad; esta está ya más que destruida. Tampoco puede ser reconstruirla (no podemos jugar en serio a un juego cuyas reglas cambiamos arbitrariamente). ¡Nuestra tarea consiste en abandonar la ciudad, la civilización, Occidente, y adentrarnos en los salvajes bosques bárbaros de templos infinitos! Penetrar en la antigua ciencia de la Geografía sagrada.12 Los montes están por todos lados. Abre la invisible puerta para ver el sagrado cielo. En los márgenes de tu mundo está el centro.

 


1 Un buen y ameno análisis de este discurso lo encuentran en Leith, Sam, ¿Me hablas a mí? La retórica de Aristóteles a Obama, Taurus, Madrid, 2012, pp. 155-165.

2 Again: Campbell, Joseph, El héroe de las mil caras, psicoanálisis del mito, F.C.E., México, 2005.

3 Baso mi análisis del discurso de Pericles en el de Martínez Marzoa, que tuve el gusto de presenciar en el seminario que impartió de febrero a mayo de 2002 bajo el título “Hermenéutica de textos griegos” en la Universidad de Barcelona. Las más acertadas formulaciones son suyas, aunque aquí prescinda de comillas. El lector interesado puede leer lo que el propio filósofo publicó: Martinez Marzoa, Felipe, La cosa y el relato: a propósito de Tucídides, Abada, Madrid, 2009.

4 Es interesante el proyecto http://etimologias.dechile.net/. De ahí he sacado, para este texto, las referencias etimológicas, cotejándolas con lo que se dice en Corominas, Joan, Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Gredos, Madrid, 2000.

5 Éxodo 3.1-3.5. Traducción tomada de https://www.bibliatodo.com/biblia/Version-martin-nieto/exodo-3-1.

6 Apocalipsis, 4.1. Traducción tomada de https://www.biblegateway.com/verse/es/Apocalipsis%204%3A1.

7 Fustel de Coulanges, La Ciudad Antigua. Estudio sobre el culto, el derecho y las instituciones de Grecia y Roma, Porrúa, México, 1992, p. 142.

8 Ibid., p. 143.

9 No debe confundirse “vivir fuera de la ley” con “vivir bajo la ley de la selva”. Son cosas muy diferentes.

10 Detienne, Marcel, Los Maestros de Verdad en la Grecia Arcaica, Taurus, Madrid, 1986 p. 127.

11 Martínez Villarroya, Javier, “Las puertas de la percepción” en Opción. En el tiempo, número 180, febrero de 2014, ITAM, México D.F., pp. 93-98.

12 El término geografía sagrada, a diferencia de psicogeografía, arrastra menos supuestos “occidentales” (lo que en este es sujeto en el otro es mundo). Véase, por ejemplo, Guénon, René, Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, Paidós Orientalia, Barcelona, 1995.