Yo pensaba muy poco en el efecto que mis experimentos podían tener en los seres humanos que me rodeaban, y al final ganaron ellos.
Leonora Carrington

John Stow vio en el Londres isabelino la razón de ser de las ciudades: la congregación de hombres por honestidad y utilidad, una inherente atracción al diálogo que anula las fijaciones barbáricas y bruñe los modales, la facilitada disposición humana para la justicia gracias a las miradas ajenas y el beneplácito colectivo a través del amor y la buena voluntad, representada en organizaciones y alianzas.1 Sobre esa vanagloriada ciudad, Friedrich Engels escribiría alrededor de tres siglos después, en 1845, que nada le ha parecido más imponente que la vista que ofrece el Támesis durante el trayecto de ascenso hacia el Puente de Londres. El cúmulo de edificios, la inagotable hilera de embarcaciones, el extenso muelle que cubre ambas orillas y el tránsito extenuante de barcos de vapor le parecieron lo suficientemente vastos e impresionantes como para asegurar que un hombre se deshace ante la grandeza de Inglaterra antes de siquiera poner un pie en su suelo. No obstante, unas vueltas y cavilaciones después, dicha grandeza le pareció edificada a costa de las mejores cualidades humanas. Encontró el tumulto repulsivo, le pareció que los hombres se paseaban como si no tuvieran nada en común, sumidos en un aislamiento individual que hacía del interés privado algo repugnante, reducido a una aglomeración de indiferencias brutales dentro de un espacio limitado.2

Será la majestad infundida por Isabel I en sus gobernados o el fervor comunista desquiciado del bienhechor de Marx, los tiempos, pero nos encontramos ante posturas inductivas discordantes a partir de una misma ciudad. Entonces Londres como gracia o Londres como vicio, la ciudad estimulante o la ciudad alienante. Fuera de que el maniqueísmo aluce solamente en contadas ocasiones, parece que ninguna de las nociones (aunque exageradas) es descabellada. Hay algo en la ciudad que le permite las más ambiciosas muestras de codicia y condolencia (miseria y ostentación, eficiencia e inutilidad, permanencia y olvido, etc.). Marx la sugirió como gigantesco laboratorio de la historia.3 El experimento es proteico, delicioso irrealizable. Lefebvre añadió “La ciudad es la proyección de la sociedad global sobre el terreno”.4 Ahora me parece que la ciudad es una de las más recurrentes proyecciones humanas, tal vez la más. Desvarío (contextualizo) lo suficiente para exponer la angustia: este sistema sólido y metafísico que se alimenta de vidas humanas propone su internalización, nos digiere ensalzados en bienes materiales o su promesa, pasamos la vida y la muerte en su tráquea, canal interminable de vistas, visitas e información, obligados al turno, al símbolo y al movimiento. Rutina, pero qué luces, aproximación ineludible al delirio aunque deje la ciudad intacta, la ciudad no hará lo propio con el delirio. El caso:

LEONORA CARRINGTON

Hija de una acaudalada familia de Lancashire, la pintora y escritora británica nacionalizada mexicana, con diecinueve años, abandonó estudios y familia para huir al lado de Max Ernst a Francia. Compartieron el tiempo en París con el círculo surrealista, la vida de los cafés y llegaron a exponer juntos. Eventualmente, Leonora se estableció en un pueblo al norte de Avignon, Saint-Martin-d’Ardèche, donde sufrió un colapso mental.

Ella misma fecha su derrumbe psíquico en mayo de 1940, cuando un gendarme armado se llevó a Max Ernst por segunda ocasión a un campo de concentración.5 Leonora estuvo llorando varias horas en el pueblo hasta que regresó a su hogar a propiciarse veinticuatro horas ininterrumpidas de vómitos con agua de azahar. Le siguieron semanas obsesivas de estricta labor rural y vigilia; llegó al punto de comer dos patatas por día y dedicar todas sus horas al cultivo y la cosecha. Los nazis tomaron Bélgica y entraron a Francia, incluso alguno le apuntó con un fusil en la cabeza por sospechar en ella espionaje inglés. Leonora impertérrita, los acontecimientos del mundo no le podían importar menos. El estado bucólico disparatado de inopia se le terminó con la llegada de su amiga Catherine al pueblo. La convenció de acompañarla, junto con el húngaro Michel Lucas, a Madrid.

Vista aérea del Paseo de la Castellana, 1941 Manuel Urech. Archivo Fotográfico del Diario Madrid.

Vista aérea del Paseo de la Castellana, 1941
Manuel Urech. Archivo Fotográfico del Diario Madrid.

Madrid aquí no solamente representa el efecto contrastante entre ciudad y campo para el estado delirante de Carrington. Ella vislumbraba esperanza y acción en la ciudad: concebía ahí el Descubrimiento, esperaba que en la capital española se pudiera sellar un visado en el pasaporte de Ernst. Su voluntad entera quedó puesta en esa marcha. Durante el trayecto, a veinte kilómetros de Saint-Martin, se agarrotaron los frenos del coche en el que viajaban. Leonora consideró el suceso como su primer paso de identificación con el mundo exterior. No es trivial esta identificación: el automóvil está asociado directamente con la industrialización y el movimiento, elementos básicos de la urbanidad, su entumecimiento mecánico representa el fracaso de la funcionalidad, resultado de la urbanización.6 Y aunque la inglesa no percibía esos términos (afortunadamente), se vio involucrada en la internalización de elementos metropolitanos. El inicio descrito por ella como un pleno reconocimiento con el coche la llevó a alucinar que ella era el propio coche; adquirió su entumecimiento, y en los camiones que pasaban de largo detectaba piernas y brazos colgando, símbolo que reduzco al miedo de proyectar los acontecimientos exteriores en el terreno propio.

Los peregrinos llegaron a Andorra, donde Leonora, por las noches, se identificaba y exacerba con el río. Durante el día, el vértigo se apoderaba de ella y quedaba completamente paralizada en sus intentos por caminar las calles del poblado. Su psique terminó presionando para que literalmente pactara con la montaña, solución del agarrotamiento. El elemento rural es crucial, hay tensión por el apercibimiento de los hechos en el mundo y el destino aniquilador de las ciudades europeas durante el periodo. Carrington, quien ya comenzaba a sentir la mácula de esa asolación, desapareció un día y escaló la montaña en busca de una cura atávica, opuesta a la guerra, la destrucción y la ciudad. Asegura en sus memorias que un convenio con esa cima pirinea le devolvió la capacidad motriz.

Perdieron al húngaro en el camino, pero las dos amigas británicas, gracias a la influencia del padre de Leonora, lograron entrar a España en su tercer intento. Llegaron pronto a Barcelona, donde la pintora se sintió asfixiada por los muertos y el paisaje lacerado de la guerra civil. Persuadió a su amiga para abandonar el Fiat y tomaron el primer tren a Madrid. Leonora sentía la necesidad agobiante de estar en azoteas, por lo que la cena de su primera noche en Madrid, en el techo del Hotel Internacional, la sumió en un estado eufórico. Desde ahí advirtió penosamente uno de los efectos que cada ciudad pretende para sí misma, sintió que Madrid era el estómago del mundo. Leonora internalizó la confusión política, el calor tórrido y la angustia general para designarse elegida, nefelibata destinada a devolverle la salud al órgano digestivo que le pareció la capital española. Con este episodio se atravesó un punto sin retorno en la vida psicológica de Leonora Carrington. A partir de esa noche, el establecimiento de un orden jerárquico en los símbolos de personalidades y objetos será patente en sus quimeras y alucinaciones, se posicionará a sí misma como mártir y heroína, estará atenta a las reacciones de edificios, calles y personas a su alrededor y su delirio entero adquirirá así un indeleble matiz político, incapaz de reconciliarse con el entorno bucólico y la soledad.

Hospedada en el Hotel Roma, Leonora conoció a un holandés judío que sostenía relación con el Tercer Reich. Se llamaba Van Ghent. Le ofreció el pasaporte de Max pero lo rechazó, en cambio enseñó el suyo plagado de sellos alemanes y esvásticas. A Carrington le regresó la tensión, sintió que se debía liberar de todas las coacciones sociales y regaló todos sus papeles a un transeúnte desconocido. El delirio potenció cuando, tomando un café con el holandés en una terraza, distinguió que el trayecto de los madrileños estaba siendo dirigido por la mirada de Van Ghent. En ese momento, él le hizo notar que había perdido un broche recién adquirido, ella se preocupó y el holandés remató sugiriendo que buscara en su bolsa. Efectivamente, ahí estaba el distintivo. Para Leonora eso fue otra prueba más del nefando e infame poder de Van Ghent. Se levantó furiosa de la mesa y entró al café, donde vació su bolsa frente a un grupo de oficiales, les pidió que tomaran todas sus cosas y la rechazaron. Volteó y el holandés se había ido, pero los oficiales la sometieron, la metieron a empellones a un coche, la llevaron a una casa con tradicionales balcones españoles y la violaron uno tras otro. Procedieron a bañarla en agua de colonia y la botaron en el Parque del Retiro. Cuando Leonora llegó a su habitación, alrededor de las 3 a.m., telefoneó a Van Ghent para explicarle lo sucedido. El holandés solamente la insultó. Consternada, se metió a bañar en prolongadas secuencias de agua fría, ritual que conservaría hasta su internado.

Leonora Carrington, Retrato del Dr, Morales.

Leonora Carrington, Retrato del Dr, Morales.

Convencida de que Van Ghent tenía hipnotizado a Madrid, a sus hombres y su tráfico, Leonora dedicó los siguientes días a trocear y lanzar periódicos, recurso hipnótico del holandés. Un día de esos se distrajo con el andar colectivo y le pareció que los visitantes del Prado parecían de madera. Su reacción fue la de subir a la azotea de su hotel y lloró al contemplar la ciudad encadenada a sus pies, ciudad que consideraba su deber liberar. Para este fin, Leonora se obstinó en contactar a la Embajada de Inglaterra en España. Visitó al cónsul, expuso que la mejor solución al problema consistía en el establecimiento de un acuerdo entre España e Inglaterra. ¿El problema? Que la Segunda Guerra Mundial estaba siendo dirigida hipnóticamente por un grupo de personas, entre ellos, por supuesto, Hitler, y que Van Ghent era su representante en Madrid. Para vencerle bastaba con comprender su poder hipnótico y confiar en la fuerza metafísica, misma que se tendría que distribuir entre los seres humanos para la liberación. El ciudadano británico respondió telefoneando al médico Martínez Alonso, quien, tras escuchar las teorías políticas de Leonora, la declaró mentalmente inestable.

Encerrada en el Ritz a petición del consulado británico, Leonora maquinó un plan para visitar a Franco y liberarlo de su sonambulismo hipnótico. Para ello confeccionaba elegantes vestidos a partir de toallas de baño. Gustaba de recibir a los camareros desnuda y se le administraban altísimas dosis de bromuro. El lapso fue de dos semanas, lo que tardó en hartar al médico Martínez Alonso, quien optó no sólo por abandonar el caso, sino por pasar una temporada en una estación balnearia portuguesa para reponerse. Un amigo de Martínez Alonso, un tal Alberto, fue su nuevo médico. A Leonora le pareció atractivo y lo sedujo. Cayó desvergonzadamente. Alberto la dejaba salir del hotel y hacer llamadas. Leonora terminó por desquiciar al director de la ICI (Imperial Chemicals, negocio de su padre) en Madrid; le visitaba a diario y el caballero acabó exponiendo el caso vía el doctor Pardo a su padre. La resolución fue internarla en un sanatorio de monjas, quienes se mostraron incapaces para controlar a la pintora. No la podían encerrar, no la podían encontrar y no la podían dominar. A los tres días, bajo la promesa de libertad en una playa de San Sebastián, Leonora Carrington acompañaba a Pardo y a Alberto en un coche con dirección a Santander. Durante el trayecto, le administraron tres veces fenobarbital, barbitúrico anticonvulsivo con propiedades sedantes e hipnóticas y una anestesia sistémica en la espina dorsal. El 25 de agosto de 1940, Leonora despertó en una diminuta habitación sin ventanas al exterior, adolorida y creyéndose víctima de un accidente automovilístico. Cuando intentó levantarse, se descubrió las extremidades atadas con correas de cuero. Estaba internada en el pabellón Covadonga, anexo del sanatorio del doctor Mariano Morales para pacientes peligrosos.

Resulta cuando menos impresionante la manera en que el delirio de Leonora Carrington anuló por completo los elementos exógenos en un primer momento y terminó por introducirlos en el núcleo de su imaginario en un segundo. La internalización de la ciudad parece coincidir con dicho giro en su psique. Si no sonara tan irrisorio, se podría decir que se politizó su delirio. Sería absurdo e insultante pensar que los conceptos que emanan de la ciudad se acercan a explicar la totalidad de su condición mental. A ella le parecía que en el huevo estaba el microcosmos y el macrocosmos, que cada quien era un sistema solar. Aun así, no se puede pasar por alto el hecho de que, durante su período de crisis rural, no fuera suficiente un oficial alemán incriminándola y apuntándole un arma cargada para que tomara conciencia de la guerra, mientras que una cena en la azotea de un hotel madrileño, durante su primera noche en la ciudad, bastó para que adquiriera dicha conciencia y se posicionara a sí misma como solución etérea. Egotismo esquizofrénico.

Las letras juntaron el período que va de mayo a agosto de 1940. Los meses posteriores, que representan la vida de Leonora como interna (época más oscura de su existencia) y su escape final (casada por necesidad con Renato Leduc y refugiada en la Embajada de México en Portugal) se pueden leer en las Memorias de abajo. Los interesados atrevidos podrían consultar Leonora, 600 páginas inanes a cargo de Elenita Poniatowska.

Leonora Carrington murió el 25 de mayo de 2011 en una casa austera y fría de la calle Chihuahua, en la colonia Roma.

 


 

1 Stow, John, en Mumford, Lewis, What is a City? (Architectural Record 1937), The City Reader, Routledge, 1996.

2 Ibid., Engels, Friedrich. The Great Towns.

3 Gaviria, Mario, Prólogo a Lefebvre, Henri, El Derecho a la Ciudad, Anthropos, 1968.

4 Ibid., p.10.

5 Carrington, Leonora, Memorias de Abajo: La casa del miedo. Memorias de abajo., Siglo XXI, 2013, p.156. A partir de este punto, la totalidad del texto versará en una interpretación del escrito autobiográfico de Carrington: Memorias de abajo. Datos, fechas, personajes y citas corresponderán, salvo excepciones, con lo que la pintora recordó y transcribió tres años exactos después de haber estado internada en Santander.

6 Lefebvre, Jacobs y Alexander coinciden en esta idea, al sugerir desde distintas ópticas “la muerte de la calle” como efecto de la urbanización.