I

Un aviso fijado a la entrada del viejo puente de piedra informa a los viandantes que están ante un monumento histórico. También advierte a los suicidas potenciales que, con el objeto de preservar la dignidad de la construcción, se abstengan de lanzarse al río desde allí y les recuerda que la ciudad cuenta con otros puentes –más modernos y funcionales– que pueden ser utilizados para el mismo fin.

Marcos Ramírez, 187 pares de manos, 1996.

Marcos Ramírez, 187 pares de manos, 1996.

II

Nuestra ciudad es famosa por sus plazas. Una de ellas está consagrada a la memoria del general R, defensor de la libertad. El sitio es, ciertamente, pequeño, pero posee nobleza y se halla bien conservado. Es una glorieta con bancas, setos y álamos de amplia fronda. En el centro se alza un pedestal y, sobre éste, debería elevarse, imponente y victoriosa, la efigie del prócer. No obstante, la escasez de recursos económicos del gobierno local y la indiferencia de las autoridades han impedido colocar allí una estatua. Tal inconveniente, sin embargo, ha sido subsanado por uno de nuestros ciudadanos, ejemplo sin par de fervor patrio y responsabilidad cívica. Este individuo vive en una casita situada muy cerca de la plaza. A cambio de unas monedas, se pone el uniforme de gala del general R –que está bajo su custodia– y, con la ayuda de sus dos hijos y una escalera de mano, asciende hasta lo alto del pedestal. Una vez allí, permanece inmóvil, con el gesto adusto, los ojos fijos en el horizonte, la mano derecha sobre el corazón y la izquierda empuñando el sable. Mientras tanto, los visitantes pueden tomar fotografías, los guías dar explicaciones y los profesores inculcar en sus alumnos la veneración por nuestros héroes.

III

Ninguna de las ciudades asentadas en los valles y montañas de la región es tan pintoresca como la nuestra. Sus callejuelas, plazas, templos y edificios públicos poseen un encanto irresistible. Por ello, no es extraño que se le considere el paraíso de los pintores. Cada año recibimos a muchos de ellos. Llegan de todos los rincones del país con el fin de plasmar en sus lienzos cada rincón de este privilegiado lugar. Se lanzan a las calles en parvadas, en cardúmenes, en piaras, derrochando entusiasmo e inspiración. Su número es tan grande que en algunos sitios el tránsito se ha vuelto un problema. Ante las fachadas neoclásicas, al pie de los balcones art nouveau, bajo las cariátides renacentistas y junto a los pórticos barrocos, se les ve por cientos empuñando pinceles y revolviendo colores en sus paletas. Algunos callejones particularmente vistosos quedan bloqueados por sus caballetes y banquitos plegables. Al atardecer, cuando la luz adquiere un tono ocre, ocupan cada centímetro cuadrado de la plaza de armas. Allí se esfuerzan por reproducir el palacio de gobierno, los arcos y el quiosco central. Nuestros mendigos han sabido sacar provecho de la situación: sus harapientas figuras resultan irresistibles para los cultivadores del arte social, quienes están dispuestos a retribuir de manera generosa a los improvisados modelos. Algunos ciudadanos acostumbran recorrer las grandes avenidas ataviados con el traje tradicional, bellas muchachas permanecen largas horas peinándose junto a sus ventanas y las matronas, pese a contar con modernas lavadoras en casa, prefieren enjuagar la ropa en las fuentes. Así nos aseguramos de que los amantes del folclor y el costumbrismo no carezcan de tema para sus cuadros. Esta atmósfera de creatividad tiene, por supuesto, algunos inconvenientes. El hacinamiento y la prolongada convivencia de artistas pertenecientes a escuelas y tendencias tan distintas provoca, con frecuencia, discusiones, riñas callejeras e, incluso, asesinatos. Ello obliga a los representantes de la ley a estar siempre alerta y a registrar de manera concienzuda las cajas de pinceles en busca de espátulas demasiado afiladas y otros instrumentos que pudieran usarse como arma.

IV

Una de las tradiciones más arraigadas entre nosotros consiste en obsequiar manduriñas, fruta típica de estas tierras. Nadie sabe cuándo se inició la costumbre ni cuál es su origen; no obstante, todos los años, durante la segunda semana de mayo, los amigos, parientes y vecinos suelen visitarse unos a otros para intercambiar bellas canastas con este cítrico.

La manduriña puede comerse fresca o deshidratada. Es posible elaborar postres y bebidas refrescantes con su pulpa y emplearla para hacer sopa. Sin embargo, lo cierto es que nadie la consume ni prepara platillos o bebidas con ella, pues aunque su olor es muy delicado, posee un gusto acre e irritante que provoca repulsión. Además, algunos médicos sospechan que puede causar cefalea, artritis y trastornos renales. Pese a ello, se considera un insulto no regalar esta fruta o negarse a recibirla (aquí las tradiciones han gozado siempre de mucho respeto). Pocas cosas resultan tan características de nuestra ciudad como el delicado aroma de la manduriña pudriéndose en los basureros durante las cálidas noches primaverales.

V

Sobre nuestra ciudad existe otra habitada sólo por gatos. Son independientes una de otra y sólo en contadas ocasiones se establece algún contacto entre ambas.

Esto puede sonar demasiado fantasioso, no obstante, se trata de un fenómeno real y perfectamente verificable cuyo origen se remonta a un siglo atrás. En aquel entonces, gobernaba un dictador caprichoso e insensible cuyos decretos no admitían réplica. Los prejuicios personales y las supersticiones de la época llevaron a este tirano a decretar que todos los gatos de la ciudad debían ser exterminados, pues los consideraba engendros de Satán y cómplices de las brujas. La persecución fue implacable e incluyó no sólo a los felinos callejeros, sino también a las mascotas. No había excepciones, y el castigo por ocultarlos era la muerte. Sólo se salvaron aquellos que, durante la masacre, consiguieron refugiarse en los rincones más apartados e inaccesibles de los tejados, allí donde no podían llegar sus perseguidores sin riesgo de resbalar y caer al vacío.

Cuando la dictadura cedió al fin su lugar a gobiernos democráticos, el bárbaro decreto fue revocado. Pero, para ese entonces, los mininos sobrevivientes y su progenie se encontraban perfectamente adaptados a un hábitat que, de todas maneras, nunca les fue ajeno. Por eso, aunque su vida ya no corría peligro, fue imposible lograr que abandonaran las alturas. Ello a pesar de la gran necesidad que se tuvo de ellos en cierta época para combatir a las ratas que, libres de sus enemigos naturales, se reprodujeron hasta infestar la ciudad.

Ningún esfuerzo por restablecer el pacto de paz que existió alguna vez entre humanos y felinos tuvo éxito. Era como si estos últimos guardaran, en algún lugar de su memoria genética, el recuerdo de la matanza. Aún hoy es imposible encontrar gatos en nuestras calles y casas. Su existencia entera transcurre en las alturas; allí nacen, se reproducen y mueren, ajenos a los asuntos humanos. De hecho, cuando alguno de estos animalitos es obligado a descender al nivel del suelo, manifiesta un terror cerval que, en instantes, le provoca la muerte.

Hoy en día puede vérseles a lo lejos, sobre las cornisas y las mansardas, acechando a una paloma o a un gorrión, o bien inmóviles, como pequeñas gárgolas, contemplando desde las alturas el tráfago callejero. Sus sorprendentes saltos de un edificio a otro son cada vez más largos y, según se dice, no sería raro que algún día aprendieran volar. Si algo así llegara a ocurrir, sin duda seríamos testigos de un espectáculo soberbio.

VI

El panadero que se afana ante el horno, el médico de guardia, el velador de la fábrica de bicicletas, el gendarme que recorre las oscuras calles, el sigiloso ladrón de casas, el impresor del periódico que leeremos por la mañana, los insomnes crónicos, las prostitutas, los lunáticos, el borracho que discute con un farol, la mariposa que choca una y otra vez contra el foco encendido. Todos ellos son, sin saberlo, los encargados de que nuestra pequeña ciudad navegue segura en la alta noche mientras los demás –el resto de la tripulación– nos entregamos al sueño.