1.

Corría el año 1798 y un anciano Kant aprovechaba el poco tiempo que le restaba para alertar, en el último manuscrito que entregaría a la imprenta, acerca de los usos y excelencias de la censura. Y hablaba, mírese bien, con conocimiento de causa. Años antes, la publicación de La religión dentro de los límites de la mera razón (1794) le había costado, con más pena que gloria, una severa reprobación de la pluma del rey Federico Guillermo II: “se os debe alcanzar cuán irresponsablemente habéis obrado con ello en contra de vuestro deber como maestro de la juventud y en contra de nuestras intenciones como soberano”. Semejante descalificación –que recuerda, y mucho, a otra condena proferida en Grecia veintitrés siglos antes (ésta con destino fatal)–, aunque asumida en el prólogo de El conflicto de las facultades, no se librará sin embargo de una cuidada batería de alegaciones y excusas. De todas ellas, interesa destacar sobremanera la siguiente: “tampoco he ido nunca en detrimento de los altísimos propósitos del padre de la patria […] lo cual se deduce incluso del hecho de que el libro en cuestión no esté al alcance del gran público, para el que más bien resulta incomprensible, tratándose de una obra para ser discutida en el claustro de las Facultades, sin que el pueblo tenga conocimiento de ella”. Kant, debemos reconocerlo, estaba en lo cierto; semejantes materias, por su naturaleza indefectiblemente erudita, nos “sumirían en un mar de dudas e impertinentes cavilaciones”. El público, por tanto, al desechar la verdad en aras de la utilidad, no haría más que eludir los engorrosos problemas teóricos, a la espera, empero, de expeditivas soluciones prácticas. Las condiciones de posibilidad para la taumaturgia y el populismo estaban sentadas. Tal era, pues, la fe depositada en nuestra predisposición y competencia: “[el pueblo] propende naturalmente hacia aquello que le obligue a esforzarse lo menos posible sin servirse de su propia razón”. De ahí, por ejemplo, en lo concerniente a la teología, el creer literalmente las sagradas escrituras sin examinar o comprender del todo o, por lo que respecta al derecho, el aceptar mecánicamente la ley sin cuestionarse su justicia o injusticia. ¿Y dónde quedaba, si es que quedaba, la razón para Kant, padre intelectual de la Ilustración? La razón y, en su encarnación institucional, la Facultad de Filosofía, encontraban hueco y acomodo en una universidad conflictiva, al ostentar el privilegio sumo –con el consentimiento del gobierno pues “no se trata de una querella de las Facultades con el gobierno, sino de una Facultad para con las otras”– de criticar y cuestionar permanentemente sus verdades, es decir, aquellas que les permitirían, llegado el caso, “disfrutar de una tranquilidad sin sobresaltos y ejercer el despotismo”. Non sapere aude! Este remedio estaba claramente diseñado como antídoto para una universidad asentada en la escolástica y el dogma, pero, asimismo y para lo que nos interesa, su radio de acción quedaba circunscrito al ámbito público de la “comunidad académica”. Así lo entendía y exponía el mismo Kant: “Si, por poner un ejemplo, los predicadores o los magistrados se dejaran llevar por el antojo de comunicar al pueblo sus reparos y dudas frente a la legislación eclesiástica o civil, le harían sublevarse contra el gobierno; en cambio, si son las Facultades, en tanto que centros de investigación, quienes se limitan a participarse mutuamente tales dudas, el pueblo no recibe prácticamente noticia alguna”. He ahí la estrategia para la paz (o sumisión) perpetua (o no); tanto da: que otros piensen por nosotros y que nosotros actuemos conforme a ellos, pero que nos dejen tranquilos en nuestra docta ignorancia. Yes, we can!

Fernando Garrido, Observadores, 2000.

Fernando Garrido, Observadores, 2000.

2.

De la llamativa e inclasificable casta de los investidos como neohegelianos (Feuerbach, Bauer, etc.), descuella uno sobre el resto: Max Stirner. Y lo hace, en efecto, tal vez en contra de lo obvio, precisamente por haber sido el más olvidado y, acaso con razón, el menos comprendido (¿el más irreductible? ¿anarquista? ¿liberal? ¿existencialista?… de todo se ha dicho). No facilitó para nada las cosas, estaremos de acuerdo, el destino truncado e infausto de un libro como La ideología alemana, en donde Marx había dedicado concienzudamente el grueso de este volumen a desmontar el gesto de –por él rebautizado– San Max. Como en muchos otros ejemplos memorables cuestiones editoriales, y no la calidad de la obra, determinaron su gloria ulterior. Lo cierto, en cualquier caso, es que toda esta hueste de discípulos parricidas sobrellevaron en vida, de alguna u otra manera, el destierro de la universidad: sólo la pisaron para estudiar, nunca para ejercer. El conocimiento no hegemónico y apocalíptico tuvo que agenciarse, por ello, otros espacios en los que disponer de presencia y voz. Nacía así, nimbado de una cierta épica, el mundo de las revistas y el periodismo. Pues bien, en este tenor, sobresale un artículo en apariencia menor, aunque de efectos perturbadores en su lectura atenta. Nos referimos a El falso principio de nuestra educación (1842). Allí, Stirner historiaba la educación superior e identificaba dos escuelas antagónicas: hasta el siglo xviii, el “humanismo” creador de “sabios” y, después, el “realismo” capacitador de “ciudadanos útiles”; luego pasaba sucinta revista al sistema educativo (su tradición, sus cambios, etc.), para finalmente subrayar, no sin antes elogiar, las limitaciones del reciente sistema imperante: “Los realistas pueden presumir de una superioridad, la de no formar simples sabios sino ciudadanos razonables y provechosos. Sí, su contraseña ‘Educar a todos en función de la vida práctica’ podría ser el lema de nuestra época, de no concebirse esa praxis en el sentido más vulgar de la palabra”. Y, efectivamente, la propuesta stirneriana nacía de esta vulgarización, parcial y relativa. De este modo, ante la sempiterna pregunta: “¿De qué nos lamentamos, pues, cuando nos referimos a los defectos de nuestra actual formación escolar?”, Stirner lo tenía claro: hemos construido una escuela en donde, por así decir, la razón pura y la práctica han discurrido por caminos paralelos, y por ende, sin posibilidad alguna de encuentro (“saber sin voluntad”); no habríamos logrado, por tanto, la anhelada y provechosa confluencia entre ambas (“el querer que se engendra del saber”). Y la miseria de la educación residía, según él, justamente en esa escisión. Los “realistas” tan sólo habrían colmado la empresa de manera parcial, mezquina, al infravalorar especiosamente la “vida práctica”, es decir, al tomarla en un sentido exclusivo, “burguesa, mas no personal”. (Si de parias va la cosa, lo cierto es que W. Benjamin viene más que al caso; decía él, en La vida de los estudiantes: “si la idea dominante propia de la vida estudiantil es el cargo y la profesión […] su vida ya no puede consistir en la entrega a un conocimiento del que hay que temer que aparte al estudiante del camino de la seguridad de lo burgués”). Así pues, volviendo a Stirner, sin la ambición debida y esperable, una mirada miope minó el alcance de otras liberadoras posibilidades: en otras palabras, una cosa era adueñarse de la naturaleza y otra muy distinta ser una naturaleza libre; no era lo mismo comprender la realidad que comprenderse a sí mismo. A fin de cuentas: ¿de qué sirve la libertad de pensamiento, si luego actuamos como siervos? Además de útiles, profesionales, educados, honrados, etc. –nos venía a decir Stirner–, debíamos desarrollar también un espíritu de oposición, de rebeldía. De ahí la alerta, en El único y su propiedad (1844), ante la pregunta “¿Cuál es mi deber?”: “ustedes mismos se trazan una vocación o se dan las órdenes y se imponen la vocación que el espíritu ha prescrito de antemano” o, también, “¿quién no se ha dado cuenta, consciente o inconscientemente, de que toda nuestra educación consiste en injertar en nuestro cerebro ciertos sentimientos en lugar de dejarnos a nosotros mismos su elaboración, cualquiera que fuese su resultado?”. Por lo tanto, la tarea más elevada que le estaría reservada a la educación, lejos de complacerse en la mera formación (por otro lado, imprescindible), debería atender con igual o más tesón parcelas hasta ahora ciegas, como la autorrealización de la persona en toda su complejidad y riqueza, desde la sospecha (a las ideologías) hasta la conquista soberana (el sí mismo).

3.

Comenzaba un año sin parangón, allá por 1872, para el joven pero ya precoz Nietzsche. Con el El nacimiento de la tragedia todavía caliente en los estands de las librerías, el pretexto de unas conferencias promovidas por la “Sociedad Académica” le permitía no sólo descansar y recuperar el resuello, sino valorar retrospectivamente el corto pero intenso camino ya avanzado. Esas seis conferencias pronunciadas terminarían a la postre conformando El porvenir de nuestras escuelas. Allí, Nietzsche enunciaba en breve el ángulo seleccionado: “describirle las características que he descubierto en los problemas de la cultura y de la educación”. Y la conjunción –y–, quizá ya estuviera señalando un alejamiento: la separación de una hermandad hasta entonces evidente. Según él, las actuales escuelas se encontrarían dominadas por dos pulsiones “aparentemente contrarias, pero de acción igualmente destructiva, y cuyos resultados confluyen”.

Fernando Garrido, Mercaderes, 2001.

Fernando Garrido, Mercaderes, 2001.

Así pues, por un lado, la tendencia a ampliar y difundir lo más posible la cultura y, por otro, la propensión a restringirla y debilitarla. Es menester desgranar la antítesis. La primera de ellas, identificando cultura con utilidad (o ganancia), es decir, democratizándola y poniéndola al servicio de la economía política, la hacía rebajar a la mera habilidad para granjearse “todos los caminos que permitan enriquecerse del modo más fácil, con que se dominan todos los medios útiles al comercio entre hombres y mujeres”. La segunda consecuencia directa de la necesaria división del trabajo en las ciencias, contribuía en su hiperbólica especialización no sólo a una soberbia indiferencia para con las restantes, sino al abandono gradual de la cultura, tornándose “cada vez más casual y más inverosímil”. Estas dos corrientes, con todo, terminaban convergiendo y mediatizándose de manera exitosa, a saber, sustituyendo la auténtica cultura por una suerte de pseudocultura (más afín al lujo y la moda), esto es, y según Nietzsche, una suerte de periodismo. Pues bien, esta cultura de masas que precisamente por ponerse al servicio del Estado abandonaba “sus pretensiones más altas, más nobles y más sublimes”, también, por ello mismo, aunque pudiendo parecer por su especialidad superior al vulgus, “en todos los problemas esenciales no se separará de él”, es decir, “en todas las cuestiones generales de naturaleza seria –y, sobre todo, en los máximos problemas filosóficos– […] ya no puede tomar la palabra”. El corolario era, tras lo cual, fácil de esperar: “Por eso ahora la filosofía como tal está desterrada de la universidad”. Sólo así cabría entender esa nueva ética del trabajo, alimentada desde una falsa y discreta modestia: el profesionalismo, la sobriedad del detalle, el malentendido rigor, etc. Sin sentido quedaba entonces una cultura más allá del dinero o la prebenda, prometiéndose en el tiempo (¿vital?), pues un despilfarro de esta categoría sería de inmediato tildado de “egoísmo selecto”, de “epicureísmo inmoral de la cultura”. Con este diletantismo, he aquí la nueva proclama, que corra cada uno de su bolsillo –y, de ser posible, en fin de semana. Y, pese a lo cual (ironía del sistema), la cultura sólo podrá darse y tener lugar, si bien excepcionalmente, en el seno, el humus (putrefacto o no), de la propia universidad:

no será posible ni siquiera ese pequeño número de las personas verdaderamente cultas, si no se dedica a la cultura una gran masa, decidida a ello por un engaño seductor, y en el fondo impulsada a ello contra su propia naturaleza […] El verdadero secreto de la cultura debe encontrarse en eso, en el hecho de que innumerables hombres aspiran a la cultura y trabajan con vistas a la cultura, aparentemente para sí, pero en realidad sólo para hacer posibles a algunos individuos.

L’université est morte, vive l’université!

4.

En 1918, Max Weber, retirado precozmente de su cátedra, pronunciaba ante un auditorio expectante la célebre conferencia La ciencia como vocación. Quien hablaba entonces era un intelectual –antes también profesor– profundamente desencantado con la institución que otrora tanto había estimado, y que tantas veces intentaría en vano retenerle. Según parece, no sólo le encolerizaba y entristecía el faccionalismo y clientelismo reinantes a la sazón en la universidad alemana, sino, y sobre todo, la burocratización que se estaba asentando de manera imparable. En este sentido, la desaparición de un ideal de universidad de corte humboldtiano, basado en una formación integral, así como el inexorable desplazamiento del “hombre cultivado” por el “especialista”, invitaban, según él, al abandono y la capitulación. Como quiera que sea, interesa a este tenor especialmente el último tramo de esta conferencia. Allí, alejándose del propósito inicial (aunque sólo en apariencia), Weber interpelaba a los jóvenes en la sala de este jaez: “a todo lo que acabamos de decir una parte de nuestra juventud contestaría diciendo: ‘Sí, pero, de todas formas, nosotros asistimos a clase para algo más que para escuchar análisis y verificaciones de hechos’”. El error de semejante actitud, según Weber, reposaba en pretender exigir al profesor más de lo que éste podía y estaba obligado a dar. Son sus palabras: “Buscan en él un caudillo y no un maestro, pero sólo como maestros se nos concede la cátedra”. De esta guisa, Weber intentaba advertir a la joven generación –es importante no descuidar el año: 1918– acerca de la supuesta y excesiva autoridad concedida a los profesores, fundamentalmente, en materia política. Y concluía: “es pura casualidad que un profesor posea también esas cualidades, y resulta muy arriesgado que alguien que ocupa una cátedra se vea solicitado a ponerlas en práctica”. (En pocos años, vaticinios aparte, llegarían los discursos nacionalsocialistas de Heidegger, rector, sobre la universidad). Sin embargo, cuando todos en la sala ya daban probablemente el asunto (ese “algo más”) por finiquitado, Weber volvía a la carga tal vez intentando rescatar desde la ciencia, que sabía irrenunciable, algo de aquella pretérita y maltratada Bildung: “si todo esto es así, ¿qué es lo que de realmente positivo aporta la ciencia para la ‘vida’ práctica y personal?”. Según él, a la ciencia todavía le estaría reservado un espacio de intervención nada menor, y cuyo descuido comportaría una enorme irresponsabilidad. Se refería entonces a una suerte de criterio ético derivado de la racionalidad, la claridad, incapaz de predeterminar un fin concreto en la vida, pero sí de explicitar, verbigracia, la relación entre cualesquiera medios y fines, y las consecuencias derivadas de su aceptación (congruencia, relevancia, viabilidad, etc.). De esta manera, por tanto, podríamos “obligar al individuo a que, por sí mismo, se dé cuenta del sentido último de sus propias acciones. O si no obligarlo, al menos podemos ayudarle a esa toma de conciencia”.

La alerta y el temor ante los “pequeños profetas pagados o privilegiados por el Estado” quedaban expuestos. Curioso es también que esta misma precaución no fuera desatendida por el otro gran sociólogo de la época, Émile Durkheim: “La escuela nunca podrá ser el negocio de un partido”. Ahora bien, según éste, que no lo tuviera que ser de un partido político, no entrañaría contradicción o solapamiento alguno con que lo fuera de la sociedad: “mediante la educación, la sociedad prepara a los trabajadores especiales que necesita. Es, pues, para ella, y también por ella, como la educación llegó a diversificarse”. Hecha esta apreciación, ahora sí es posible entender aquel pasaje que se nos añusgaba y atoraba sin solución de continuidad: “la educación ha variado tan prodigiosamente según los tiempos y los países; aquí acostumbra al individuo a abdicar por completo su personalidad en favor del Estado, mientras que, en otras partes, por el contrario, trata de hacer de él un ser autónomo, legislador de su propia conducta”. L’intérêt public oblige.

5.

En 1930, cuando España parecía haber encontrado la senda de la modernidad en forma de República, Ortega y Gasset era instado por la “Federación Universitaria Escolar” a reflexionar sobre el nuevo papel que la universidad habría de capitanear. Esta venturosa exhortación terminaría materializándose en La misión de la universidad. Pues bien, bastaba una ojeada, para verse prendido por las primeras reflexiones contenidas en este texto. Allí, Ortega reconocía los particulares avatares de un particular requerimiento de obligado cumplimiento en el currículo de todo estudiante, pero asimismo, y para lo que nos ocupa y preocupa, de artificioso y extemporáneo encaje con su otro aprendizaje, propiamente profesional o investigador. Se refería de esta manera a la toma de materias de carácter y pretensiones generales, como filosofía o historia. La perspicacia orteguiana despuntaba sin mayor dilación: “No hace falta aguzar mucho la pupila para reconocer en esta exigencia un último y triste residuo de algo más grande y más importante. El síntoma de que algo es residuo –en biología como en historia– consiste en que no se comprende por qué está ahí. Tal y como aparece no sirve ya de nada”. De ahí, pues, la vaguedad con que entonces se hacía justificar, a saber, aludiendo a la pobre y débil pertinencia de recibir algo de “cultura general”. Pero Ortega iba a ir todavía más lejos en su genealogía. Este resto opaco, incomprensible e inútil, no era sino la forma desfigurada en el tiempo de las primeras universidades del medioevo: “el residuo actual es la humilde supervivencia de lo que entonces constituía, entera y propiamente, la enseñanza superior”. Y proseguía, pues si la actual universidad recibía esta imposición, degradándola a “ornato de la mente o disciplina del carácter”, para la medieval, por el contrario, configuraba nada menos que “el repertorio de la convicciones que había de dirigir su existencia”. Poco meses antes, en La rebelión de las masas, Ortega había dedicado todo un epígrafe a la barbarie del “especialismo”. Para él, la aparición de esta nueva figura, característica por hacer alarde de su desconocimiento de todo aquello que no le concerniese, trastornaba la vieja tabla de categorías: “Porque antes los hombres podían dividirse, sencillamente, en sabios e ignorantes, en más o menos sabios y más o menos ignorantes. Pero el especialista no puede ser subsumido bajo ninguna de esas dos categorías. No es sabio, porque ignora formalmente cuanto no entra; pero tampoco es un ignorante, porque es ‘un hombre de ciencia’ y conoce muy bien su porciúncula de universo. Habremos de decir que es un sabio-ignorante”. Y lo que era aún peor: este “especialista” filisteo y estólido, lejos de regocijarse en esta falsa autosuficiencia y permanecer satisfecho en ella, por paradójico que pudiera resultar, era llevado por puro delirio “a querer predominar fuera de su especialidad”. Sólo así cabía entender, nos decía Ortega, “la estupidez con que piensan, juzgan, y actúan hoy en política, en arte, en religión y en los problemas generales de la vida y el mundo”. El problema fundamental para Ortega era que, en su opinión, sólo a la burguesía le estaba destinado liderar el espíritu de la época y, pese a lo cual, ésta se mostraba incapacitada para estar a la vanguardia en tamaño desafío. Lo que se le escapaba, empero, era que esos órdenes mentados podían a su vez ser execrados una vez más, especialización y profesionalismo mediante. Y no en vano la tecnocracia ya estaba esperando a la vuelta de la esquina. De modo que Ortega no estaba en lo cierto al aseverar que un profesional (juez, médico, ingeniero…), en flagrante estado de incultura, no pudiera “en las demás actuaciones de su vida o […] en las que trascienda del estricto oficio, resultar deplorables”.

6.

En 1986, con ocasión de la conmemoración del 600 aniversario de la Universidad de Heidelberg, Jürgen Habermas aprovechaba el jugoso envite que se le brindaba para retomar un guante lanzado cuatro décadas antes por su colega Karl Jaspers. Aunque contemplando la gravedad del contexto originario –la reconstrucción alemana tras el nazismo–, Habermas deseaba replantear, con la distancia y mesura que acondicionaba el tiempo, la vigencia y la pertinencia de la idea (e ideología) de la universidad. “O se consigue el mantenimiento de la universidad alemana mediante el renacimiento de la idea comprometida con la realización de una nueva forma organizativa, o ella encontrará su final en el funcionalismo de las gigantescas instituciones”. Estas palabras formaban parte de un prólogo que un Jaspers desencantado incorporaría años más tarde a La idea de la universidad (1961), y que Habermas explotaría para impulsar y dar norte a su texto homónimo. En efecto, lo que a éste inquietaba por encima de todo era la referida propensión idealista, es decir, el que de iure la universidad portase una suerte de esencia (an sich) y que, consiguientemente, todos sus actos debieran encaminarse a materializar dicha ejemplaridad. A su entender, por el contrario, la certificación más que palmaria de hechos tales como la institucionalización de la investigación (disgregando investigación y docencia), la escolarización de la formación académica o la pérdida de las funciones formativas e ilustradoras, entre otras muchas, concurrían, antes al contrario, al “vaciado de la conciencia corporativa de la universidad, haciendo estallar cada ficción de unidad que Humboldt, Schleiermacher y Schelling antaño quisieron fundar con la fuerza totalizadora de la reflexión científica”. No sólo. El positivismo y la emancipación de las ciencias habrían erradicado las condiciones de posibilidad para síntesis integradoras del conocimiento. Pese a ello, y aunque relegada a la periferia universitaria, Jaspers aún se aferraba a la esperanza de poder reservar a la filosofía –en clara sintonía kantiana– una tarea de capital importancia: la guarda y custodia, habida cuenta de su voluntad incondicional de saber, de la idea de universidad. Pues bien, era a propósito de este resquicio que Habermas introducía su cuña crítica: pues, si la coherencia interna de la universidad ya no era salvable bajo estas premisas, primero, “¿quién debe tomar el lugar que la filosofía deja vacante?” y, después, “¿acaso no deberíamos reconocer que esa institución también puede existir al margen de cualquier idea por conveniente que fuera?”. Dicho lo cual, es menester aceptar que la conclusión de Habermas ya estaba anunciada al comienzo; así es, apenas iniciado su texto, en el ínterin de un reproche a Jaspers por no haber extraído los oportunos corolarios de la obra de Weber, escribía: “La capacidad funcional de tales empresas e instituciones depende justamente del desacoplamiento de los motivos de sus miembros respecto de las funciones y fines de la organización”. Esto es: sin saberlo (y quizás incluso sin quererlo), cada uno, trabajando para sí, desmantelaba babélicamente la universidad. Dejaban, pues, de tener sentido cualesquiera empresas relacionadas con reformas o ideas regulativas. La maquinaria podía (y debía) andar por sí sola, con los membra disjecta, sin rumbo ni porqué.

Rodolfo Morales, Pies.

Rodolfo Morales, Pies.

7.

En 1998, Jacques Derrida era convidado por la Universidad de Stanford, en el seno de las Presidential Lectures, a reflexionar sobre el papel de las humanidades en la universidad del mañana. Para todo aquel familiarizado con su obra era fácil advertir que, con este compromiso, no estaba sino volviendo sobre otra conferencia pronunciada casi veinte años antes, esta vez en Columbia, y conocida como Mochlos o el conflicto de las facultades. Allí, como el propio título sugiere, Derrida revisaba el homónimo texto de Kant. Además de detenerse en la arquitectura interna de la universidad kantiana, Derrida ponía especial atención en sus límites, es decir, en su adentro y su afuera y, por correspondencia, en las consecuencias que ello pudiera comportar para su autonomía. Pues bien, luego de sentar la problemática a discutir, a saber, la libertad de una universidad comprometida incondicionalmente con la verdad y, a la vez, limitada por el Estado en su difusión pública, Derrida se disponía a desmontar semejante capacidad de control (y de responsabilidad) desde los speech acts. Según él, Kant sólo era capaz de montar su andamiaje desarticulando artificiosamente el saber del poder, la verdad de la acción, en suma, los enunciados constantivos de los performativos. En razón de lo cual, Derrida declaraba: “El lenguaje es el elemento común a las dos esferas de la responsabilidad, es él quien nos privará de toda distinción rigurosa entre los dos espacios que Kant quería disociar a cualquier precio […] su esfuerzo va encaminado a limitar los efectos de interferencia, de simulacro, de parasitaje, de equivocidad, de indecibilidad que son productos del lenguaje”. Pues bien, era la inercia de estos efectos la que se dejaba sentir en La universidad sin condición. Entre otras cuestiones, todas ellas relevantes e inquietantes para el porvenir de la universidad, Derrida reparaba con especial cuidado en las irreductibles repercusiones topológicas, dada la virtualización deslocalizadora del espacio de comunicación, de discusión, de publicación y de archivación y, en virtud de lo cual, se preguntaba: “¿Dónde se encuentran hoy el lugar comunitario y el vínculo social del ‘campus’ en la época ciberespacial del ordenador, del teletrabajo y de la world wide web?”. Dejaban de tener sentido, a su ver, todas aquellas añoranzas por una universidad-fortaleza, sitiada por múltiples amenazas y por ello cerrada sobre sí, soberana, bastión del conocimiento puro, etc. Ahora bien, que ya no cupiesen gestas numantinas no quería decir, en ningún caso, que el futuro tan sólo deparase una suerte de rendición desterritorializante; antes bien, se imponía el trabajo desde la frontera, resistiendo y disidiendo (en origen y por excelencia en las Humanidades), llegando incluso a la coalición con fuerzas extracadémicas –pese a Kant– para reprimir cualquier amenaza de reapropiación política, económica, ideológica, etc. Y terminaba: “la universidad sin condición no se sitúa necesaria ni exclusivamente en el recinto de lo que se denomina hoy la universidad. No está necesaria, exclusiva, ni ejemplarmente representada en la figura del profesor. Tiene lugar, busca su lugar en todas partes en donde esa incondicionalidad puede enunciarse”. (De “lazos sociales” y del discurso universitario, del amo y del maestro (maître), del saber y la verdad, ¿no se había ocupado también Lacan en un revelador seminario?). No se malinterprete la cosa ni se confunda el personal, no era ni mucho menos una incitación para matricularse en la “universidad de la vida”.

8.

Antes de terminar, un breve análisis de nuestro siglo, el xxi. Martha Nussbaum comenzaba su célebre panfleto Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades (2010) de un modo, para muchos, infundadamente alarmista. Recordemos:

Se están produciendo cambios drásticos en aquello que las sociedades democráticas enseñan a sus jóvenes, pero se trata de cambios que aún no se sometieron a un análisis profundo. Sedientos de dinero, los estados nacionales y sus sistemas de educación están descartando sin advertirlo ciertas aptitudes que son necesarias para mantener viva la democracia. Si esta tendencia se prolonga, las naciones de todo el mundo en breve producirán máquinas utilitarias en lugar de ciudadanos cabales.

Fernando Garrido, El fin llego al principio.

Fernando Garrido, El fin llego al principio.

Según Nussbaum, la irresponsabilidad del Estado para con la educación humanística, enajenado por los cantos de sirena del mercado, estaría poniendo en peligro el tradicional papel cívico hasta entonces –al menos desde Rousseau hasta Dewey– por ella profesado. En otras palabras, la educación superior, al priorizar exclusivamente la preparación para el mercado laboral, estaría olvidando uno de sus fines últimos, mas no por ello menor: “darle sentido a nuestra vida”. Por lo tanto, el mensaje inequívoco que las universidades estarían transmitiendo a sus estudiantes podría decir poco más o menos algo así: “no importan los otros aspectos de la calidad de la vida que no están vinculados con el crecimiento económico”. Pero la cosa es, si cabe, bastante más pérfida: no es tanto que no importen (que sean prescindibles, insustanciales, etc.), sino que, como señala Nussbaum, no interesa en modo alguno que lo sean: “les tienen miedo [a las disciplinas humanísticas] pues el cultivo y el desarrollo de la comprensión resultan especialmente peligrosos frente a la moral obtusa, que a su vez es necesaria para poner en práctica los planes de crecimiento económico que ignoran la desigualdad”. Ninguna trascendencia tienen ya los efectos colaterales, siempre y cuando el sacrosanto pib (Producto Interior Bruto) respalde el “éxito” de las políticas educativas. Lo cual entraría en colisión frontal con el sentido más común pues, ¿acaso “la solidez económica no es un fin en sí mismo, sino el medio para conseguir un fin más humano”? (Pero, ¿lo es?) En la década de 1930, uno de los economistas más influyentes –si no el que más–, J. M. Keynes, escribía a este respecto: “Por lo menos durante otros cien años debemos fingir nosotros y todos los demás que lo justo es malo y que lo malo es justo, porque lo malo es útil y lo justo no lo es. La avaricia, la usura y la cautela deben ser nuestros dioses durante todavía un poco más de tiempo, pues sólo ellas pueden sacarnos del túnel de la necesidad económica y llevarnos a la luz del día”. Pues bien, no parece muy complicado poner en duda dicho pronóstico y más aún, si se nos permite, encontrándonos tan cerca de los pródromos; todo apunta, en cambio, a constatar que la prometedora y salutífera luz, lejos de intensificarse con el tiempo, seamos francos, parece haberse atenuado más que nunca. ¿Y si falla el modelo? (Pero, ¿hay otro modelo). Vexata quaestio… prosigamos. Tanto se ha llegado a inmiscuir el mercado en la toma de decisiones políticas que la artimaña ingeniada para ir desterrando paulatinamente a las humanidades de la universidad, sutil y alevosa donde las haya, no ha sido otra que la implantación de medidas de control encaminadas a garantizar su “excelencia” o, en román paladino, la normalización de restricciones para su correcta financiación. Ahora bien, el problema partía ya con la propia y deliberada vaciedad del término. ¿Quién se opondría a la excelencia? Nadie. Pero, por las mismas, ¿quién se pregunta qué entienden los Ministerios de Educación por excelencia? Nadie. Ensayemos, no obstante, una respuesta: en el mejor de los casos, I + d + i; en el peor y más abyecto, pura rentabilidad. Estos son, nada casualmente, los propósitos espurios que se ocultan tras la palabra fetiche del momento: “impacto”. Dispuestas así las cosas, el mensaje lanzado a la comunidad académica es contundente: si no tienes impacto, no eres o –siendo indulgentes– tienes menos derecho a ser que otros. El problema, una vez más, viene derivado de la ambigüedad que entraña el vocablo. Si por impacto no contemplan, por ejemplo, el desarrollo de aptitudes varias como la de reflexionar críticamente sobre cuestiones políticas, económicas y sociales; la de reconocer y aceptar en los otros los mismos derechos que uno reclama para sí mismo; la de imaginar escenarios alternativos a los aportadas por la historia y la tradición; o la de pensar el bien común más allá de clases o naciones, etc., las Humanidades no causan efectivamente ningún impacto. Pero, entonces, puede que Nussbaum no estuviera muy desacertada y no fuera en extremo exagerada al afirmar que: “El futuro de la democracia a escala mundial pende de un hilo”.

La Historia nos ha enseñado su sinfín (pobre Fukuyama…) y, por ende, el peligro inminente que no cesa de acecharnos a cada instante; la libertad, al fin, no era conquista, sino tarea. Por ello, ciertamente, deberíamos pensar –con Nussbaum– en cómo transmitir a las futuras generaciones, esos “nietos” virtuales por los que supuestamente siempre luchamos, los valores del inexcusable pensamiento crítico. Tan imprescindible es éste que debiera incluso permitirnos cuestionar –pese a Nussbaum– la propia forma democracia, pues, por de pronto, ni estaría reñida ni sería inmune de por sí a otras formas subrepticias de tiranía y represión.

BIBLIOGRAFÍA

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Derrida, J., “Mochlos – ou le conflit des facultés” en Du Droit à la Philosophie, París, Galilée, 1990.

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Nussbaum, M., Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades, trad. Rodil, Capellades, Katz, 2012.

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—La rebelión de las masas en Obras completas, iv, Madrid, Taurus, 2005.

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Weber, M., “La ciencia como vocación” en El político y el científico, trad. de F. Rubio, Madrid, Alianza, 1984.

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