Opción 183, Septiembre 2014.


En las Grandes Antillas, algunos años después del descubrimiento de América, mientras los españoles enviaban comisiones de investigación para averiguar si los indígenas tenían o no un alma, estos últimos se dedicaban a sumergir a los blancos prisioneros para verificar, por una vigilancia prolongada, si su cadáver estaba o no sujeto a la putrefacción.
Lévi-Strauss1

En Valladolid, en la Castilla más castiza, el confesor de los reyes católicos erigió un edificio en el que, entre 1550 y 1551, tuvo lugar uno de los debates teológicos más célebres de toda la historia: la llamada Junta de Valladolid. Acaecida en el Colegio de San Gregorio, en ella se confrontaron dos formas opuestas de concebir a los naturales de América y, en consecuencia, dos propuestas antagónicas de conquista. Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda discutían si las almas de los indios eran iguales o inferiores a las de los europeos. ¿Pero qué discutían los indios? ¿Qué debates ontológicos se llevaban a cabo en las charcas, montes y altiplanos americanos?

Tras el estudio profundo de los indígenas del Amazonas e influenciado principalmente por los trabajos de Lévi-Strauss, el antropólogo brasileño Viveiros de Castro firma trabajos académicos con títulos endiabladamente literarios: Desde el punto de vista del enemigo; Metafísicas caníbales Estos trabajos ahondan en las temáticas que debatían los indígenas: mientras que los conquistadores discutían si los indios tenían alma o qué tipo de alma tenían, los indios se preguntaban si los recién llegados tenían cuerpo o eran sólo espíritu. Por ello, los amazónicos se vieron ocasionalmente impelidos a torturar a sus rehenes: necesitaban corroborar científicamente sus teorías, tenían que asegurarse de que eran hombres y, por tanto, comprobar si su cuerpo era “físico”. No tenían la necesidad de probar si los desalmados conquistadores tenían alma (porque para los amazónicos, la mayoría de los seres del universo tienen alma); tenían, por el contrario, que resolver si tenían cuerpo, asegurarse de que no eran almas fantasmagóricas de aparecidos que vagaban sin cuerpo pero con rumbo. El debate bajo las sombras verdes del Amazonas era diametralmente opuesto al que se celebraba en la vieja y castellana meseta manchada de olivos, ovejas y encinas.

¿Por qué los indios del Amazonas pensaban así? Parece ser que “las visiones autóctonas amazónicas de la construcción de la persona (que incluyen también a los no humanos) se fundamentan en el concepto de la corporalidad como base de percepciones y emociones”.2 Mientras que el pensamiento occidental entiende que las percepciones y las emociones dependen fundamentalmente del alma (“pienso, luego existo”), en el Amazonas se considera que dependen del cuerpo. Philippe Descola reformuló la noción de animismo a partir del estudio de estos pueblos amazónicos: en su ontología, además de los humanos, los animales y otras entidades son considerados poseedores de intencionalidad, afectos y relaciones sociales.3 Tal propuesta, bajo el nombre de “perspectivismo”, es la que Viveiros de Castro desarrolla.

Una infranqueable barrera se yergue entre el mundo amazónico y el europeo. Si, como hacemos en Occidente, partimos del supuesto aristotélico de que “el hombre es el animal social”, excluimos la posibilidad de que cualquier otro ser que no sea hombre, que no sea humano, tenga sociedad o, al menos, una sociedad como la nuestra. Entonces, la brecha entre humanos y no humanos es insalvable, y la realidad, anímicamente discontinua. El perspectivismo ataca precisamente esta idea con una formulación paradójica y hermosa al mismo tiempo: la humanidad no es exclusivamente humana, porque no sólo nosotros habitamos el mundo con intenciones personales (o si se prefiere, cuando decimos que sólo “nosotros” tenemos intenciones personales debemos entender que el “nosotros” es mucho más amplio de lo que aparentemente es).

Tomada del artículo original.

Tomada del artículo original.

Desde por lo menos los tiempos de Descartes, la academia defiende que lo que a nosotros nos une con los animales es nuestra común naturaleza: tanto ellos como nosotros tenemos cuerpo. La “res extensa” son las cosas (los cuerpos), cuya característica esencial es, por definición, la extensión. Todo cuerpo se ubica en el espacio y, en consecuencia, tiene forma y movimiento. El comportamiento de cualquier cosa puede ser explicado sólo a partir de otras cosas. La naturaleza es porque su atributo esencial es la extensión, medible y, en consecuencia, explicable desde el mecanicismo. “Estoy enamorado porque mi cuerpo reacciona a determinada química que lo rodea”, decimos; “estoy deprimido porque mi cerebro segrega determinadas sustancias”. El corolario es evidente: al cosificar el mundo lo mecanizamos. La teoría darwiniana es, en cierto modo, un desarrollo lógico de esta tendencia: nuestra esencia corporal es la misma que la del animal. Todos los humanos tenemos una misma naturaleza; lo que nos distingue a unos humanos de otros es nuestra cultura (existe una sola raza de hombres dividida en multiplicidad de culturas); análogamente, pensamos que, precisamente porque nuestra biología es la misma, lo que nos diferencia de los animales es que nosotros tenemos cultura y ellos no. Creemos que existe una continuidad en la naturaleza y, sin embargo, una discontinuidad espiritual. Nuestro cuerpo, nuestra materia, nuestros átomos son los mismos que los de animales y cosas, pero nuestros espíritus –argumentamos– son esencialmente distintos a los de animales, cosas, dioses y demonios. Sin embargo, “la distinción clásica entre Naturaleza y Cultura no se puede utilizar para describir ciertas dimensiones o dominios internos de las cosmologías no-occidentales”,4 pues para ellas “la condición original común a los hombres y a los animales no es la animalidad, sino la humanidad”.5 Volvamos, entonces, al Amazonas:

En condiciones normales, los humanos ven típicamente a los humanos como humanos, a los animales como animales, y a los espíritus (si los ven) como espíritus: ahora bien los animales (predadores) y los espíritus ven a los humanos como animales (de presa), mientras que los animales (de presa) ven a los humanos como espíritus o como animales (predadores). Al contrario, los animales y los espíritus se ven como humanos: se perciben como (o devienen) antropomorfos cuando están en su casa o en sus ciudades, y aprenden sus comportamientos y sus características bajo una apariencia cultural [ ] (los jaguares ven la sangre como carey, los muertos ven a las langostas como peces, los urubúes ven los gusanos de la carne podrida como pescado asado, etc.) […] ven sus atributos corporales (pelajes, plumas, garras, picos, etc.) como adornos o instrumentos.6

Los humanos nos vemos como humanos. Pero los jaguares también se ven a sí mismos como humanos, y los venados, y las nutrias, y los pescados, e incluso los muertos. La consecuencia asusta: “El ser humano se ve a sí mismo como tal. La luna, la serpiente, el jaguar y la madre de la viruela lo ven, sin embargo, como un tapir o un pecarí, que ellos deben matar”.7 Entre lianas verdes y madejas metafísicas aparece un claro en el bosque: el punto de vista crea el sujeto: “ser una persona o no serlo” no depende de la materia, del cuerpo o de la biología (nada de eso nos define), porque nuestra esencia es inmaterial; ser persona, o no serlo, depende exclusivamente del lugar desde el que estamos mirando. Hagamos una analogía con la lengua: el sujeto de una oración puede ser un humano (aquella muchacha lo sedujo), un animal (las cucarachas tienen patas), un espíritu (los fantasmas me aterran) o una cosa (los cuchillos sirven para destripar). En cualquier oración, el sujeto lo es por el papel que juega en ella (generalmente un papel activo y rector, protagónico y agente), y no por lo que significa por sí solo. En realidad, las cosas no significan nada por sí solas; sólo tienen sentido en relación con otras cosas. Del mismo modo que el movimiento de un objeto sólo puede percibirse “en relación” con otro objeto que se mueve a una velocidad distinta del primero, la “humanidad” no es algo que podamos atribuirle a un ser por sí mismo: la humanidad nos es atribuible, tan sólo por oposición, para distinguirnos de “lo otro”. Somos humanos porque el otro no lo es. Si el otro, el esencialmente otro, se nos aparece como humano, corremos un grave peligro: el aparecido tiene la intención de robarnos la humanidad y condenarnos a vagar cual alma en pena por el universo. Sin la humana intención que hasta ahora hemos poseído, quedaríamos reducidos a nada y, de tal forma hechizados, erraríamos por el cosmos transformados en animales o espíritus.

El perspectivismo es un modo de relacionarse con el mundo que los amazónicos han conservado desde el Paleolítico. El imaginario de los cazadores-recolectores está integrado por predadores y por presas. A veces, los predadores se convierten en presas. A veces, las presas en predadores. En este juego de identidades (vaivén metafísico, péndulo ontológico, lógica paleolítica), el ser humano está en el centro; a veces caza, pero otras es cazado. Es normal que un hombre perdido en el bosque y atemorizado por los ruidos y la soledad se percate de una insólita presencia humana: un ciervo lo está “mirando”. El ciervo, al “mirar” al hombre como lo habría hecho otro hombre, convierte al cazador perdido en “objeto” de su mirar. Es decir, los dessubjetiviza. Su humana mirada deshumaniza al cazador. ¿Cómo pretendes cazarme –murmura el ciervo– si yo soy más humano que tú? El cazador, asustado y despavorido, pierde entonces su humana esencia y sufre lo que en las comunidades de esta profunda tierra, Mesoamérica, se llama “susto”.8 En los pueblos en los que regresa alguien del bosque “asustado”, la víctima retorna a la comunidad sin una parte de su alma. Para sanarlo, entonces, el curandero se encarga de ir a buscar esa parte de alma que deambula por el bosque solitaria y lejana a su propietario. Pero los indígenas de México no son los únicos que comparten con las gentes del Amazonas estas ancestrales formas de pensamiento.

En el imaginario occidental encontramos rastros de tan antigua forma de pensar. No obstante, el civilizado no es, como se nos acostumbra a explicar, un pensamiento opuesto al bárbaro. Por el contrario, del mismo modo que nuestros pensamientos conscientes no son más que una pequeña parte de nuestra psique, y la parte consciente de nuestros pensamientos no es algo opuesto al inconsciente (es, más bien, sólo una pequeña parte que emana de aquél), el pensamiento lógico-racional es un pedazo del simbólico, y no su superación. De otro modo: el pensamiento civilizado es un subconjunto del “bárbaro”. Kingsley demuestra precisamente que el fundamento del pensamiento griego es bárbaro y, por ello, afirma: “civilizations are brought into existence out of a place of creation and destruction that no civilization by itself is ever able to understand”.9 Por debajo de los imaginarios agrícolas y sedentarios encontramos invariablemente los nómadas y cazadores. Siempre ha sido así, y siempre lo será.

No debe extrañarnos tropezarnos en Occidente con el asunto del “susto”, es decir, con la “enfermedad” de la pérdida de identidad que afecta a los “acechados”. El que ha sido objetivado por una mirada inhumanamente humana, el “asustado”, transmuta y queda privado de su conciencia de sujeto: queda, por decirlo de forma más clásica, “hechizado”. Así, algunas ranas y sapos “en realidad” son príncipes o princesas.10 Como se ve, en el imaginario occidental la experiencia del susto subsiste camuflada en todo un género de importancia cardinal, sobre todo si atendemos a las celebridades que a él se han dedicado: Ovidio, Apuleyo, Kafka El género literario de las metamorfosis está destinado a reflejar, con la “cosificación” o “animalización” de sus protagonistas, la deshumanización que es susceptible de padecer todo ser humano. En general, el hechizado lo es por motivos de importancia: por haber cometido un pecado (en El viaje de Chihiro, por el pecado de la gula, los padres de Chihiro se transforman en cerdos); por haber visto lo que no debía (Acteón, de caza, ve a Artemisa desnuda, y esta, iracunda, lo convierte en ciervo, condenándolo así a ser devorado por sus propios perros); por haber interrumpido el natural proceder de la naturaleza (cuando Tiresias separa a dos serpientes que están fornicando, se transforma en mujer).

Chamán en transformación. Tejido huichol. Museo Nacional de Antropología e Historia de México.

Chamán en transformación. Tejido huichol. Museo Nacional de Antropología e Historia de México.

Tiresias fue el más célebre chamán de la Antigüedad griega, por ello “se transformó en mujer”, porque el chamán es aquel capaz de transmutar su esencia y la del mundo, de deambular por la cadena del ser, de lanzarse por el tobogán de las esencias. Magos, brujas y hechiceros pueden convertirse a su antojo en animales o espíritus. Los estudiosos de Mesoamérica utilizan el término “nahualismo” para designar tal capacidad de transformación.11 ¿Cómo puede un hombre convertirse en león? ¿Qué ontología puede sustentar tal metamorfosis? Probablemente, las transformaciones esenciales de los seres solo puede asimilarlas una ontología perspectivista alejada de cualquier atisbo de semantismo. Porque saben redefinirse esencialmente, porque conocen el modo de recuperar su perspectiva, porque son capaces de “sujetarse”, los hechiceros pueden transformarse. Estas capacidades se deben a una sola: el mago sabe “tutear” a espíritus y a animales y, en general, a la alteridad (que es lo inhumano). Al mismo tiempo, el brujo sabe dejarse tutear. ¿Cómo lograr que un sapo se convierta en príncipe, que una rana se convierta en princesa? Sin duda, besándola, porque el beso es el más cercano tuteo. Sólo quien trata al animal como humano puede regresarle su esencia humana. Hemos dicho que el sujeto no es cuerpo, sino perspectiva, que no es semántica, sino gramática; por ello, el que es capaz de tutear al otro, de tratarlo como un igual, puede dejar de ser el tipo de sujeto que era y, por lo mismo, transformarse en un tipo de sujeto diferente. Cuando dejamos de hablar de usted a un profesor y comenzamos a tutearlo, la relación cambia. Lo mismo sucede con los jaguares, los espíritus o las ranas. El hombre que es capaz de tutearlos deja de estar gramaticalmente sometido a ellos. Y al revés, si el chamán no dessubjetivase de perspectiva humana a los animales, comer carne animal sería eternamente un acto caníbal.

En el pensamiento occidental, el sujeto se esfuma porque está anclado al cuerpo. Quizás la nueva misión de la antropología nos sirva para resolver nuestros decimonónicos entuertos ontológicos. La antropología ya no es más una disciplina centrada en el inocente estudio del pensamiento ajeno, sino que, ahora, enarbola una nueva y mesiánica misión, “la de ser la teoría-práctica de la descolonización permanente del pensamiento”,12 la de la superación constante de los prejuicios que anidan en nuestra forma de razonar: “una verdadera antropología nos devuelve de nosotros mismos una imagen en la que no nos reconocemos”.13 Concebida así, la antropología es la metafísica del futuro.

¿Qué somos entonces, príncipes o sapos encantados? Depende de quién nos mire, y depende de cómo nos miremos, y de cómo miremos, porque no somos más que miradas, porque no hay otra cosa más que miradas. Anclemos nuestra esencia a la mirada y, entonces, todo hechizo será reversible: “Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo”, dice Borges. Hagámonos insumisos semánticos y adueñémonos de la gramática. Tuteemos con orgullo humilde a dioses, diablos y animales, para entablar diálogo y oírlos en nuestras entrañas. Como todos los hombres del mundo, he sido hombre, espíritu, jaguar y sapo, y no tengo significado entregado; tan sólo camino ciego por esta senda embelesada en pos de un conocimiento desarbolado, ansioso de encontrar los besos que, despiertos, me liberen del hechizo de una esencia petrificada.

 


1 Citado por E. Viveiros de Castro, “Los pronombres cosmológicos y el perspectivismo amerindio”, en E. Alliez (dir.), Gilles Deleuze. Una vida filosófica, Río de Janeiro-Sao Paulo, 1996, p. 183.

2 A. Surrallés, “De la percepción en antropología. Algunas reflexiones sobre la noción de persona desde los estudios amazónicos”, Indiana, núms. 19-20, Berlín, Ibero-Amerikanisches Institut, 2002, p. 59.

3 Ibid., p. 61.

4 Viveiros de Castro, op. cit., p. 176.

5 Ibid., p. 179.

6 Ibid., p. 177.


7 Baer, citado en ibid., p. 176.

8 Véase, por ejemplo, A. Gámez y A. Correa de la Garza, “La medicina ngigua. La enfermedad del susto y los rituales para su curación en San Marcos Tlacoyalco, Puebla”, en L. Romero (coord.), Chamanismo y curanderismo: nuevas perspectivas, Puebla, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Facultad de Filosofía y Letras, 2011, pp. 121-142.

9 “las civilizaciones son traídas a la existencia desde un lugar de creación y destrucción que ninguna civilización por sí misma es jamás capaz de comprender” (Trad. del ed.). P. Kingsley, A Story Waiting to Pierce You: Mongolia, Tibet and the Destiny of the Western World, Point Reyes, California, Golden Sufi Center Publishing, 2010, p. 75. 


10 Véase el cuento alemán titulado El príncipe rana (también conocido como El Rey Rana o Enrique el Férreo), recopilado por los hermanos Grimm, o el cuento tradicional ruso titulado La princesa rana.

11 Por ejemplo, A. Lupo, “Nahualismo y tonalismo”, Arqueología Mexicana, núm. 35, Los animales en el México prehispánico, México, Conaculta, enero-febrero de 1999, pp. 16-23.

12 E. Viveiros de Castro, Metafísicas caníbales. Líneas de antropología postestructural, Madrid, Katz, 2009, p. 14.

13 Maniglier, citado por ibid., p. 15.