Opción 73, Agosto 1995.


Confieso mi adhesión secreta a las mandarinas. La expresión de mi lealtad no prepara una anécdota sobre mi infancia, ni una divagación alrededor de una práctica habitual entre mis amigos. No pretendo

exaltar ningún libro escrito cuidadosamente en el cual las mandarinas susciten una controversia; tampoco emprender la glosa de un poema melancólico que evoque, a través de algo de ellas, un sentimiento amoroso. Quiero terminar un ejercicio de escritura minucioso y breve que sea, a la vez que la imitación de uno o dos estilos preferidos, la declaración de una cosa sin importancia que a nadie puede interesarle sino por la honestidad con que se haga. Otro hombre hubiera decidido inventar las mandarinas antes que pasarse cinco meses sin ellas, uno más hubiera preferido perfeccionarlas mediante la descripción de una mandarina ideal. Yo me inclino por eludir ambas responsabilidades y esperar a la temporada sin impaciencia y, mientras aguardo, referirme a una vaguedad.

Es imposible no entristecerse los domingos. La frase es rotunda, inadmisible por enfática. Aunque sospecho de las afirmaciones, la asumo para partir de una premisa indemostrada, cuya prueba demandaría violar principios de lógica, hacia elucidar el nexo entre las mandarinas y yo. Empezando por ella, puedo suponer la existencia del corazón, porque la tristeza de un día cualquiera tiene que sentirse en alguna parte. Llamándole corazón a eso de mí que se siente triste, debo negar que yo lo esté, pues yo no palpito. La congruencia me salva del error evidente. Podría demostrar que hoy es domingo a partir de que me siento como me siento. Usando cualquiera de los dos procedimientos equivalentes, podría desentrañar los motivos de mi relación con las mandarinas. Advierto que no hay ninguna conexión obvia entre ellas, mi tristeza y yo, y que, por supuesto, aficionarse a las mandarinas no es en sí un asunto triste. Advierto también que, si las hay, se pueden comer cualquier día de la semana.

El accidente dominical causa mi tristeza, pero no fuerza a que mi confesión resulte triste. Podría hacerla escandalosa, desmesurada, como si las mandarinas fueran sandías enormes, o modesta y tranquila, serena, como si se tratara del agua para beber. Cabe también admitir que deje esto inconcluso y lo retome el miércoles o el jueves. Cualquiera sabe que para esos días el ánimo ha mudado ya; yo, igual que todos, me prevengo y administro el tono de mi exposición, por si el jueves estoy contento. No soy yo quien pueda soportar semanas de dos domingos. Confesar mi adhesión secreta a las mandarinas no significa exhibir mi tristeza, pero tampoco la circunstancia para abandonarme a una jovialidad sin decoro. Aprovecho la oportunidad para ser sincero, alegre si es conveniente, severo conmigo mismo si así lo exige una parte oscura de mis relaciones.

Comunicar las aficiones propias es cosa seria. ¿Qué episodio fundamental de mi historia privada se revela en la añoranza matutina, cuando, mientras el café está listo, me deleito comiendo una mandarina imaginaria? ¿Cuánta perversidad se oculta tras la decepción de no encontrar ninguna en el frutero, en el acto de mordisquear sin ganas una manzana en el desayuno? ¿Qué cosa soy, que en diciembre, sacando ventaja del candor de los niños, les cambio monedas por mandarinas ácidas? Mi debilidad me parece abominable cuando mi hermana me pide un gajo y yo no se lo niego, pero finjo que estoy resfriado. Me recrimino mi estupidez cada que, sin que pueda evitarlo, arrojo las semillas por la ventana de la cocina con la esperanza codiciosa de que crezca un árbol en el patio.

El conocimiento de sí propio es una actividad que se ejerce en solitario. La dispersión de mi secreto me vale, pues, para ahondar en eso que soy, porque lo expreso a solas. Yo escribo, no pretendo que pienso, pero mientras voy escribiendo columbro la naturaleza exacta de mi nostalgia por las mandarinas. He distinguido ya entre lo que es y lo que no, conforme se acerca el final; puedo separar sus partes. No toda la lluvia es domingo, ni aquello que me falta que no sé cómo llamar. Tampoco agosto, el mes que dura un año porque no se encuentran mandarinas en los mercados. Confieso mi adhesión secreta a las mandarinas, conozco sus motivos y los callo, para reprochármelos yo solo.

 

Martín Olivera, Opción 119, 2003.

Martín Olivera, Opción 119, 2003.